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– Bobby ha muerto en un accidente de tráfico.

– ¿Cuándo? -No sé por qué lo pregunté. Supongo que porque no podía asimilar la información de otro modo.

– Poco después de las diez. Ya era cadáver cuando lo llevaron al St. Terry. Tengo que ir a identificarle, aunque parece que no hay ninguna duda.

– ¿Puedo hacer algo?

Pareció titubear.

– Bueno, tal vez. He estado llamando a Sufi, pero al parecer no está en casa. Al doctor Metcalf lo está buscando su mayordomo, o sea que no tardará en aparecer. ¿Le importaría quedarse con Glen mientras yo voy al hospital para ver cómo están las cosas?

– Estaré ahí en seguida -dije y colgué.

Me lavé la cara y me cepillé los dientes. Estuve hablando conmigo misma todo el rato, pero sin sentir nada en absoluto. Todas mis operaciones internas parecieron interrumpirse cuando quise almacenar en el cerebro la información recibida. Los datos no hacían más que rebotar. No había manera de introducirlos. No, imposible. ¿Bobby muerto? No era verdad.

Cogí una cazadora, el bolso y las llaves. Cerré la puerta, entré en el coche, puse el motor en marcha y arranqué. Me sentía como un autómata totalmente programado. Al entrar en West Glen vi los vehículos de los servicios de urgencia y sentí un escalofrío en la base de la columna. Había sido en la mayor de las curvas, en un recodo de escasa visibilidad que hay junto a las "chabolas". La ambulancia ya se había ido, pero los coches de la policía seguían en el lugar y el graznido de las radios rasgaba el aire de la noche. Los mirones se habían agrupado en la acera y contemplaban desde la oscuridad el árbol contra el que había chocado Bobby; bañado por la potente luz de faros y focos, también él parecía herido de muerte a causa de la hendidura que se le había abierto en el tronco. La grúa se llevaba en aquellos instantes el BMW de Bobby. Parecía el rodaje de una película en exteriores. Reduje la velocidad y observé el lugar de los hechos con una sensación irreal de indiferencia. No quería aumentar la confusión y como además estaba preocupada por Glen, seguí adelante. "Bobby ha muerto", murmuró una vocecita. Y otra vez: "No vuelvas a repetirlo. ¿Porque no es verdad, me oyes?".

Entré en el angosto camino de acceso y fui por él hasta llegar al jardín, que estaba vacío. Todas las luces de la casa estaban encendidas, como si se celebrase una fiesta por todo lo alto; pero todo estaba en silencio, no se veía un alma y no había coches por los alrededores. Aparqué y me dirigí hacia la puerta. Me abrió una de las doncellas antes de pulsar el timbre, tal como hacen las células de detección electrónica. Se hizo a un lado y me dejó pasar sin decir nada.

– ¿Dónde está la señora Callahan?

Cerró la puerta y echó a andar por el vestíbulo. Fui tras ella. Llamó a la puerta del estudio de Glen, giró el tirador y volvió a hacerse a un lado para dejarme pasar.

Glen se había puesto una bata de color rosa claro y estaba sentada en uno de los sillones de respaldo hondo con las piernas encogidas. Alzó la cara y vi que la tenía hinchada y húmeda. Era como si todos los conductos emocionales se le hubieran reventado, los ojos le lagrimeaban, tenía las mejillas anegadas en llanto y la nariz le goteaba. Hasta el pelo tenía mojado. Me quedé inmóvil durante unos momentos, sin poder creerlo todavía, mirándola con fijeza; me miró, agachó la cabeza y me alargó la mano. Me acerqué a ella y me puse de rodillas. Le cogí la mano -pequeña y fría- y me la llevé a la mejilla.

– Glen, lo siento, lo siento mucho -murmuré.

Asintió y emitió un sonido grave que no se atrevió a convertirse en grito. Se trataba de una exclamación más primitiva aún. Fue a hablar, pero sólo pudo murmurar una frase atropellada en lenguaje deficiente y desprovista de sentido. ¿Tenía alguna importancia lo que dijera? Lo peor había ocurrido y nada podía hacerse ya. Se echó a llorar como hacen los niños, con sollozos profundos y espasmódicos que no parecían tener fin. Le apreté la mano para que tuviese una amarra en aquel turbulento mar de aflicción.

Advertí al cabo de un rato que le remitía la agitación como una nube de verano que sigue su curso tras descargar su violencia. Los espasmos empezaron a desaparecerle. Se soltó de mi mano y se echó atrás al tiempo que aspiraba una profunda bocanada de aire. Cogió un pañuelo, se lo llevó a los ojos, se sonó la nariz. Se interrumpió y quedó como ensimismada, tal como suele hacerse cuando finaliza un ataque de hipo. Suspiró.

– ¡No puedo soportarlo! -exclamó y las lágrimas volvieron a despuntarle y a correrle por las mejillas. Se dominó al instante y repitió las operaciones de secado y limpieza-. Mierda -dijo cabeceando-. ¡No puedo con esto, Kinsey! ¿Lo comprende? Es demasiado duro y yo no soy tan fuerte.

– ¿Quiere que llame a alguien?

– No, es muy tarde. Además, ¿para qué? Diré a Derek que llame a Sufi por la mañana. Ya vendrá ella.

– ¿Y Kleinert? ¿Quiere que le avise?

Negó con la cabeza.

– Déjelo estar, Bobby no podía aguantarlo. No tardará en enterarse, de todos modos. ¿Ha vuelto Derek? -Había ansiedad en su voz, tensión en sus facciones.

– Creo que no. ¿Le apetece una copa?

– No, pero sírvase usted lo que quiera. La bebida está ahí.

– Más tarde, si acaso. -Me apetecía algo, pero no sabía exactamente qué. Una copa no. Temía que el alcohol me consumiera la delgada corteza del autodominio. Habría sido el colmo. Lo que le faltaba a Glen, cambiar los papeles y ponerse a consolarme. Me senté en el sillón de enfrente y una imagen me chisporroteó en la cabeza. Me acordé de Bobby en el momento de despedirse de su madre hacía apenas un par de noches. Se había vuelto de manera mecánica para presentar a su madre la mejilla buena. Había sido su penúltima noche entre los vivos, su penúltimo sueño, pero nadie se había dado cuenta, ni yo tampoco. Alcé los ojos y comprobé que me miraba como si supiera lo que estaba pensando. Aparté la mirada, aunque no con rapidez suficiente. Su rostro emitió una radiación que me inundó igual que la luz cuando se filtra por sorpresa por una puerta de batiente. La tristeza se coló por la ranura, me cogió desprevenida y rompí a llorar.

12

Que todo tenga un motivo no quiere decir que siempre haya una finalidad. Los días que siguieron fueron una pesadilla, tanto más cuanto mi papel sólo fue periférico en el espectáculo de que se rodeó la muerte de Bobby. Como me había presentado durante sus primeras reacciones de pesar, Glen Callahan pareció elegirme como si pudiera consolarla y distraerla del dolor que sentía.

El doctor Kleinert excarceló a Kitty para que asistiera al entierro y se intentó localizar en el extranjero al padre de Bobby, pero no contestó y a nadie pareció preocuparle. Cientos de personas desfilaron en el ínterin por la capilla ardiente: amigos de Bobby, antiguos compañeros de estudios, amigos de la familia, colaboradores y asociados profesionales de la familia, todas las autoridades de la ciudad, miembros de los distintos comités directivos en que figuraba Glen. El Quién es Quién de Santa Teresa. Después de la primera noche de tormenta, Glen estuvo al cien por ciento en su papel: serena, mundana, lista para cumplimentar todos los detalles del entierro. Todo como Dios manda. Todo con un gusto exquisito. Y yo allí, para lo que quisieran encargarme.

Había creído que Derek y Kitty se resentirían de mi continua presencia, pero por lo visto sirvió para tranquilizar a ambos. La resolución y voluntad de Glen tuvo que abrumarles, sin duda.

Glen ordenó que se cerrase el ataúd de Bobby, aunque en la funeraria lo vi un instante cuando terminaron de "prepararlo". En cierto modo tenía necesidad de verle para convencerme de que estaba muerto de verdad. Dios mío, qué inmovilidad la de la carne cuando la vida ha desaparecido. Glen estuvo a mi lado con la mirada fija en las facciones de Bobby, con una cara tan impávida y exánime como la de su hijo. Algo se le había ido con la muerte de éste. Se mostraba impasible, pero me clavó los dedos en el brazo cuando se cerró la tapa del féretro.

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