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– Le daré ambos teléfonos -dijo. Se puso en pie y se acercó a un escritorio de estilo antiguo y madera rojiza con compartimientos y cajoncitos en la parte superior. Abrió uno de los grandes cajones inferiores y sacó un cuaderno de piel con un monograma en la tapa.

– Hermoso escritorio -murmuré. Fue como decirle a la reina de Inglaterra que tenía unas joyas muy bonitas.

– Gracias -dijo con indiferencia, mientras hojeaba el cuaderno de direcciones-. Lo compré el año pasado en Londres, en una subasta. No me atrevo a decirle lo que me costó.

– Vamos, inténtelo -dije con entusiasmo. De tanto estar con aquella gente me estaba volviendo frívola.

– Veintiséis mil dólares -murmuró mientras recorría una página con el dedo.

Me encogí de hombros mentalmente, con resignación filosófica. Veintiséis billetes eran una pasta, pero una insignificancia para ella. ¿Cuánto le habrían costado las bragas que llevaba? ¿Cuánto los coches que poseía?

– Aquí está. -Apuntó la información en un taco de mesa, arrancó la hoja y me la alargó.

– Me temo que encontrará un poco hoscos a los padres de Rick -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque culpan a Bobby de la muerte de su hijo.

– ¿Y cómo le sienta eso a Bobby?

– Mal. A veces pienso que se lo cree. Razón de más para llegar al fondo de este asunto.

– ¿Puedo hacerle otra pregunta?

– Naturalmente.

– ¿Se escribe "Glen", al igual que en "West Glen"?

– Es más bien al revés -dijo-. No me lo pusieron por la calle. A la calle le pusieron ese nombre por mí.

Cuando me encerré en el coche tenía muchísima información que digerir. Eran las nueve y media, había oscurecido totalmente y hacía demasiado frío para seguir con el blusón negro de gasa que ni siquiera me llegaba a las rodillas. Tardé unos minutos en quitarme los pantis y volver a ponerme los pantalones. Tiré los zapatos de tacón al asiento trasero y recuperé las sandalias, arranqué y puse la marcha atrás. Tracé una semicircunferencia y busqué la salida. Localicé el otro ramal del camino de entrada, fui por él y durante unos instantes pude ver la parte trasera de la mansión. Había cuatro terrazas iluminadas, con sendas piscinas que despedían reflejos negros a causa de la noche y que sin duda reflejarían las montañas durante el día, como una sucesión de fotos que se superponen.

Salí a West Glen y giré a la izquierda, camino de la ciudad. No había ningún indicio de que Derek hubiese vuelto y pensé que si me dirigía al St. Terry podría dar con él antes de que se marchase. Para matar el tiempo me pregunté cómo me sentaría que bautizaran alguna calle con mi nombre. Avenida Kinsey. Calle Kinsey. Sonaba bien. Creo que sabría aceptar el homenaje.

6

– De noche, el Hospital Clínico Santa Teresa parece una gigantesca tarta nupcial de estilo art déco, festoneada con luces exteriores: tres pisos de blancura cremosa interrumpidos por el vacío prismático de la entrada principal. Tenía que haberse acabado el horario de las visitas porque encontré sitio para aparcar en la acera de enfrente. Cerré el coche con llave, crucé la calzada y entré en el camino de acceso, que tiene forma circular. La entrada consistía en un pórtico gigantesco por el que se llegaba a un juego de puertas dobles que se abrieron con un murmullo al aproximarme. Las luces del vestíbulo se habían amortiguado igual que en los aviones cuando se viaja de noche. A la izquierda estaba la cafetería; no había en ella más que una camarera enfundada en un uniforme blanco muy parecido al de las enfermeras. A la derecha estaba el bazar de los regalos con el escaparate adornado con lo que parecía ropa interior pornográfica, pero en versión hospitalaria. El edificio entero olía a esos claveles que se conservan en las vitrinas refrigeradas de las floristerías.

La finalidad de la decoración era serenar el espíritu, sobre todo en la zona donde estaba la caja. Me acerqué al mostrador de información, que estaba a cargo de una mujer de expresión acogedora parecida a una maestra que había tenido en tercero y que llevaba una bata a rayas de color rosa.

– Buenas -dije-. ¿.Podría usted decirme si está aquí ingresada Kitty Wenner? La llevaron a urgencias hace una hora.

– Voy a comprobarlo -dijo.

Según la chapa que lucía en la pechera me encontraba ante "Roberta Choat, Enfermera Voluntaria". Me recordó aquellas colecciones de novelas para jovencitas que en la actualidad han quedado desfasadas. Tendría sesenta y tantos años y una colección completa de medallas por buena conducta.

– Aquí está. Katherine Wenner, en la Tres Sur. Siga este pasillo, gire al llegar a los ascensores y continúe hasta llegar al banco que hay al fondo. Tercera planta, luego gire a la izquierda. Pero aguarde, se trata del pabellón psiquiátrico y no sé si le permitirán verla. Ya han terminado las horas de visita. ¿Es pariente de la joven?

– Soy su hermana -dije con toda naturalidad.

– Bien, pues no tiene más que repetírselo a la enfermera de guardia que encontrará en la planta tercera; es posible que le crea -dijo Roberta con la misma naturalidad.

– Eso espero -dije. En realidad era a Derek a quien yo quería ver.

Anduve por el pasillo y, según se me había indicado, doblé al llegar a los ascensores y seguí hasta el banco del fondo. Vi un rótulo que decía ALA SUR, lo que me tranquilizó muchísimo. Apreté el botón de "subir" y las puertas se abrieron en el acto. Entró un hombre detrás de mí y de pronto titubeó y se puso a mirarme de reojo como si hubiera leído mi descripción en algún manual para prevenir las violaciones. Apretó el " 2" y se quedó pegado al tablero de los botones hasta que el ascensor llegó a la planta indicada.

El ala sur tenía un aspecto más presentable que el noventa y nueve por cien de los hoteles en que he estado a lo largo de mi vida. Los precios, como es lógico, eran mucho más elevados y contaba con muchos servicios que no me interesaban, las autopsias por ejemplo. Todas las luces estaban encendidas, la alfombra era un brochazo naranja y en las paredes colgaban reproducciones de Van Gogh; curiosa elección para el pabellón psiquiátrico, por si a alguien le interesan mis opiniones.

Derek Wenner estaba sentado en un sofá junto a una puerta doble con ventanillas protegidas por tela metálica y flanqueada por un rótulo que decía LLAMEN ANTES DE ENTRAR, con un timbre debajo.

Fumaba un cigarrillo; en las rodillas tenía un ejemplar abierto de la revista National Geographic. Cuando tomé asiento a su lado me miró sin expresión.

– Cómo está Kitty?

Sufrió un leve sobresalto.

– Oh, disculpe. No la reconocí al verla aparecer. Está mejor. Acaban de subirla y la están instalando. Me dejarán verla dentro de un momento. -Miró hacia los ascensores-. ¿No ha venido Glen con usted, por casualidad?

Negué con la cabeza y vi que en su cara se dibujaba durante unos segundos una mezcla de alivio y esperanza.

– No le diga que me ha visto fumar -añadió con voz tímida-. Me obligó a dejarlo en marzo. Tendré que deshacerme de este paquete antes de volver a casa. Pero como Kitty se encontraba tan mal, y encima el lío éste… -Se interrumpió con un encogimiento de hombros.

No me atreví a decirle que apestaba a tabaco. Glen tendría que estar en coma para no darse cuenta.

– ¿Y qué la trae por aquí? -preguntó.

– No lo sé. Bobby se fue a dormir y estuve charlando un rato con Glen. Luego se me ocurrió pasar por aquí para ver cómo estaba Kitty.

Sonrió sin saber muy bien qué pensar al respecto.

– Estaba pensando en lo mucho que me recuerda esto a la noche en que nació Kitty. Estuve esperando durante horas, preguntándome cómo saldría todo. En aquella época no dejaban entrar a los padres en la sala de partos. Tengo entendido que, en la actualidad, los médicos prácticamente les obligan a estar presentes.

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