– ¿Puede haber otro motivo? Yo no creo que nadie tenga nada contra él.
– Se mata por los motivos más absurdos. Unos se enfurecen por cualquier cosa y quieren vengarse. Otros se ponen celosos, o quieren defenderse de una agresión real o imaginaria. O bien han hecho algo reprobable y matan para que no se sepa. A veces no es necesario que haya tanta lógica. Puede que Bobby no cediera el paso a otro vehículo aquella noche y que el conductor ofendido lo siguiera hasta la montaña. La gente pierde la razón cuando está al volante. ¿Estaba peleado con alguien?
– No, que yo sepa.
– ¿No había nadie que se la tuviera jurada? ¿Una novia, tal vez?
– Lo dudo. Salía con una chica por entonces, pero por lo que sé era una relación del todo informal. Bobby ha cambiado, como es lógico. No se experimenta la proximidad de la muerte sin pagar un precio. La muerte violenta es como un monstruo. Cuanto más nos acercamos a ella, peor parados salimos… si es que salimos. Bobby tuvo que salir de la tumba con su solo esfuerzo, poco a poco. Ya no es el que era. Se ha enfrentado cara a cara con el monstruo. Tiene las huellas de sus garras en todo el cuerpo.
Aparté la mirada. Era verdad, Bobby tenía aspecto de haber sido atacado físicamente, desgarrado, magullado, vapuleado. La muerte violenta deja un aura, como un campo de energía que ahuyenta al observador. Jamás he podido mirar a la víctima de un asesinato sin retroceder instintivamente. Hasta las fotos de los muertos me repelen y me producen escalofríos. Volví al tema que nos ocupaba.
– Bobby me dijo que en aquella época trabajaba con el doctor Fraker.
– Es cierto. Jim Fraker y yo somos amigos desde hace años.
En realidad fue por eso por lo que lo contrataron en el St. Terry. Una especie de favor que me hicieron.
– ¿Cuánto estuvo trabajando allí?
– En el hospital, unos cuatro meses. En Patología, con Jim, creo que dos.
– ¿Y qué hacía exactamente?
– Limpiar el instrumental, hacer recados, contestar al teléfono. Todo muy rutinario. Le enseñaron a hacer experimentos en el laboratorio y a veces utilizaba los aparatos, pero me parece inimaginable que este trabajo implicara nada que pusiese su vida en peligro.
– Tengo entendido que por entonces había terminado el primer ciclo en el Colegio Universitario de Santa Teresa -dije, repitiendo la información que me había dado el mismo Bobby.
– Exacto. Fue un trabajo temporal, mientras esperaba el momento de ingresar en la facultad de medicina. Le habían rechazado la primera solicitud.
– ¿Por qué?
– Bueno, se confió y sólo presentó la solicitud en cinco facultades. Siempre había sido un estudiante excelente, todo le había salido siempre de primera. Pero calculó mal. Hay una competencia tremenda en las facultades de medicina y no lo admitieron en las que presentó solicitud de matrícula, eso es todo. La experiencia le desconcertó, pero digo yo que se recuperaría al cabo de un tiempo. Sé que consideraba útil trabajar con el doctor Fraker porque le familiarizaba con materias con las que de otro modo sólo habría podido entrar en contacto más tarde, sobre la marcha.
– ¿De qué más se componía su vida por entonces?
– No muchas cosas. Iba al trabajo. Salía con gente. Practicaba la halterofilia y hacía surfing de vez en cuando. Iba al cine, salía a cenar con nosotros. Todo era muy corriente en aquella época, y en la actualidad me sigue pareciendo muy normal.
Tenía que indagar en otro sentido, pero no sé cómo iba a reaccionar.
– ¿Han tenido relaciones sexuales Bobby y Kitty?
– ¿Eh? Bueno, no sabría decirle. No tengo ni la menor idea.
– ¿Pero cabe la posibilidad?
– Supongo, aunque no lo creo probable. Derek y yo estamos juntos desde que Kitty tenía trece años. Bobby tenía entonces dieciocho, más o menos, quizá diecinueve. Vamos, que ya era mayorcito. Creo que ella estaba loca por él. No sé lo que Bobby sentiría, pero no creo que una treceañera le despertase ningún interés.
– Por lo que he tenido ocasión de comprobar, Kitty ha crecido muy aprisa.
Cruzó las piernas con inquietud, enlazando la una con la otra.
– No comprendo por qué le atrae ese tema.
– Necesito saber lo que ocurría. Esta noche lo he visto muy preocupado por Kitty y el alivio que ha sentido al saber que estaba bien ha sido muy revelador. Y me preguntaba por la intensidad y profundidad de sus relaciones.
– Entiendo. En gran medida, el sentimentalismo de Bobby es consecuencia del accidente. Por lo que me han explicado, suele darse en las personas que han sufrido lesiones en la cabeza. En la actualidad tiene un carácter tornadizo y dado a la melancolía. Se impacienta. Y reacciona de manera exagerada. Llora con facilidad y se siente un fracasado.
– ¿Está dentro de ese cuadro la amnesia parcial que sufre?
– En efecto -dijo-. Lo malo es que ni siquiera él conoce el alcance de su amnesia. Unas veces recuerda los detalles más insignificantes y otras se olvida de la fecha de su cumpleaños. O se olvida totalmente de quién es quién, en ocasiones a propósito de personas que conoce desde pequeño. Es uno de los motivos por los que visita a Leo Kleinert. Para hacer frente a esos cambios de personalidad.
– Bobby me dijo que Kitty también visitaba al doctor Kleinert. ¿Era por su anorexia, tal vez?
– Tratar con Kitty ha sido siempre muy difícil.
– Sí, ya me he dado cuenta. Pero ¿por qué?
– Pregúntele a Derek. No soy la persona indicada para darle esa clase de información. Al principio lo intenté, pero ya estoy harta. Fíjese en lo de esta noche. Sé que parece cruel, pero no me lo puedo tomar en serio. Ella se lo ha buscado y es asunto suyo. Mientras no complique la vida a los demás, puede hacer lo que se le antoje. Si se muere, que se muera, me trae sin cuidado.
– Pues a mí me da la sensación de que su conducta le influye, le guste o no le guste -dije a modo de tanteo. Era un tema muy delicado y no quería provocar enfrentamientos.
– Me temo que sí, que es verdad lo que usted dice, pero ya estoy harta. Las cosas tienen que cambiar. Me he cansado de seguir el juego a los demás y de ver cómo manipula a Derek.
Cambié de tema porque quería saber algo que me había despertado la curiosidad.
– ¿Cree usted que las pastillas que ha tomado Kitty las compró ella personalmente?
– Desde luego. Se droga desde que entró en esta casa. Es la manzana de la discordia entre Derek y yo. Kitty está destrozando nuestro matrimonio. -Calló durante unos instantes que invirtió en recuperarse y añadió-: ¿Lo pregunta por algo en particular?
– ¿Lo de las pastillas? No, por nada, sólo porque me parece raro -dije-. Me resulta inconcebible que las guardara como si tal cosa en el cajón de la mesita de noche y que tuviese tantas. ¿Sabe usted lo que cuestan esas pastillas?
– Kitty recibe una asignación mensual de doscientos dólares -dijo con sequedad-. He discutido este asunto hasta quedarme afónica, pero sin ningún resultado. Derek no quiere dar su brazo a torcer. Los doscientos dólares salen de su bolsillo. Aun así. Son pastillas muy cotizadas. Tiene que tener un contacto fabuloso en alguna parte.
– Estoy segura de que Kitty sabe cómo conseguirlas.
Lo dejé correr e hice un apunte mental. Había conocido hacía poco a uno de los camellos más emprendedores del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Santa Teresa y cabía la posibilidad de que supiera quién le pasaba la mercancía a Kitty. Por lo que yo sabía, cabía incluso la posibilidad de que fuera él. Me había prometido cerrar el negocio, pero creía tanto en su palabra como en la del borrachín que promete comprarse un bocadillo con el dólar que se le da de buena fe. ¿Para qué engañarnos?
– Corramos un tupido velo por el momento -dije-. Ya han sucedido demasiadas cosas hoy. Quisiera que me diese usted el nombre y el teléfono de la antigua novia de Bobby, si es que lo sabe. Probablemente hablaré también con los padres de Rick. ¿Sabe usted cómo localizarlos?