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Dimos una vuelta por el lugar. Según el doctor Fraker, Bobby iba y venía de un hospital a otro para recoger los expedientes archivados de los pacientes que volvían a ingresar después de varios años, y entregaba personalmente radiografías e informes de autopsias. Los gráficos que ya no eran de utilidad se archivaban automáticamente en el Hospital Provincial. Casi todos los datos, como es lógico, estaban ahora informatizados, pero aún quedaban montañas de papel que había que guardar en alguna parte.

Por lo visto, Bobby también hacía horas extras en el hospital antiguo y se encargaba del turno de noche cuando los empleados del depósito de cadáveres estaban enfermos o de vacaciones. El doctor Fraker me indicó que en términos generales era como hacer de canguro, y que Bobby había acumulado una cantidad asombrosa de horas extras durante aquellos dos meses de trabajo.

Bajamos al sótano por una ancha escalera de baldosas rojas de estilo español y nuestros pasos resonaron en el vacío a ritmo desigual. Como el hospital se encuentra pegado a una colina, la parte de atrás está bajo tierra, mientras que el sector delantero da a una zona parcialmente cubierta de arbustos. El sótano estaba más oscuro, como si allí se hubiesen reducido los servicios por motivos de economía. Hacía fresco y el aire olía a formol, el desodorante favorito de los muertos. Una flecha de la pared nos indicó dónde se hacían las autopsias. Me dispuse a defenderme de las imágenes que la imaginación empezaba a conjurar.

Abrió la puerta de cristal esmerilado. No vacilé en entrar ni una centésima de segundo, pero inmediatamente hice una inspección ocular para convencerme de que no interrumpíamos a nadie descuartizando un cadáver con un cuchillo de sierra. El doctor Fraker pareció darse cuenta de mi aprensión y me rozó el brazo.

– Hoy no hay ningún trabajo pendiente -dijo y avanzó delante de mí.

Esbocé una sonrisa de circunstancias y fui tras él. A primera vista, el lugar parecía vacío. Vi paredes de baldosas verde manzana, largos mostradores de acero inoxidable con muchos cajones. Era como esas cocinas supertecnificadas que se ven en las revistas de decoración, con su islote central de acero inoxidable, su ancho fregadero, sus altos grifos de cuello doblado, su báscula colgante y su escurridero. Noté que la boca se me curvaba en una mueca de asco. Sabía lo que se cocía allí y no era comida precisamente.

Se abrió la puerta batiente del fondo y entró de espaldas un joven en bata de cirujano, arrastrando una camilla. El cadáver venía envuelto en un plástico grueso y coloreado que impedía concretar su edad y su sexo. Del dedo grueso del pie le colgaba una etiqueta; le distinguí parte de la cabeza morena, parte de la cara envuelta en plástico igual que una momia. Me recordó por encima el aviso que se imprimía ahora en las bolsas de las lavanderías: "PRECAUCIÓN: manténgase este artículo alejado de los niños para evitar que se asfixien. Se recomienda no utilizarlo en cunas, camas y cochecitos infantiles. Esta bolsa no es un juguete". Aparté los ojos y tomé una profunda bocanada de aire sólo para demostrarme a mí misma que era capaz de hacerlo.

El doctor Fraker me presentó al enfermero, que se llamaba Kelly Borden. Tendría treinta y tantos años, era grueso y de complexión fofa, y tenía un pelo rizado y prematuramente canoso que se recogía en una trenza gruesa que le llegaba hasta media espalda. Llevaba barba, bigote, tenía ojos dulces y un reloj de pulsera capaz de funcionar incluso en el fondo del océano.

– Kinsey es detective, está investigando el accidente de Bobby Callaban -dijo el doctor Fraker.

Kelly asintió con expresión neutra. Condujo la camilla hasta lo que parecía una cámara frigorífica y la dejó junto a otra, también ocupada. Compañeros de cuarto, pensé.

El doctor Fraker se volvió para mirarme.

– Tengo cosas que hacer arriba. Puede preguntarle a Kelly todo lo que quiera. Trabajaba con Bobby. Si le cuenta algo interesante, comuníquemelo.

– Estupendo -dije.

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Se fue el doctor Fraker y Kelly Borden cogió un pulverizador con desinfectante, roció los mostradores de acero inoxidable, cogió luego un trapo y los limpió a conciencia. Creo que en realidad no hacía falta que hiciera aquello, pero así tenía la mirada puesta en otra cosa. Era una forma educada de no prestarme atención y no hice objeción alguna. Me entretuve dando una vuelta por el lugar y mirando los armarios de portezuela de vidrio llenos de bisturís, fórceps y serruchos de aspecto macabro.

– Pensé que habría más cadáveres -dije.

– Allí dentro.

Eché un vistazo a la puerta por la que había entrado él. -¿Puedo mirar?

Se encogió de hombros.

Me acerqué y abrí la puerta, al lado de la cual había un termómetro que marcaba cuatro grados centígrados. La habitación, que tendría el tamaño de mi casa, estaba flanqueada por camastros de fibra vítrea, ordenados escalonadamente como si fueran literas desvencijadas. Había ocho cadáveres visibles, casi todos envueltos en un plástico amarillento a través del cual distinguía brazos, piernas y heridas que habían sangrado; la sangre y los fluidos corporales se condensaban en la superficie de la funda de plástico. Había dos cadáveres cubiertos por una sábana. En el camastro más próximo vi a una anciana desnuda, rígida como una estatua y un tanto deshidratada, al parecer. En mitad del tórax le habían practicado una tétrica incisión en forma de "y" que le habían cosido con puntos irregulares y torpes, como un pollo relleno y atado con cordeles. Los pechos le colgaban hacia los lados corno si fueran globos hinchados con agua, y tenía tan poco pelo en el pubis como una niña. Tuve ganas de taparla, pero ¿para qué? Estaba más allá del frío, más allá del dolor, del recato, de la sexualidad. Le observé el pecho: no subía y bajaba, como hubiera sido de desear. La muerte comenzaba a antojárseme un juego de salón: ¿cuánto tiempo aguantas sin respirar? Advertí que respiraba hondo otra vez: no me gustaba aquel juego. Cerré la puerta y volví a la calidez de la sala de autopsias.

– ¿Cuántos caben?

– Cincuenta tal vez, en caso de emergencia. Yo nunca he visto más de ocho o nueve.

– Creí que iban directamente a la funeraria.

– Sólo si han fallecido de muerte natural. Del resto nos hacemos cargo nosotros. Asesinados, suicidas, accidentados, todos los que mueren de forma sospechosa o anormal. Se practica la autopsia a casi todos y al cabo de un tiempo relativamente breve se envían a la funeraria. Hay algunos indigentes entre los diez que tenemos ahora. Hay un par de individuos sin nombre a los que esperarnos identificar. A veces se prolongan los trámites del entierro y guardamos el cadáver. Hay dos que llevan aquí un montón de años. Franklin y Eleanor." Son prácticamente nuestras mascotas.

Me crucé de brazos porque empezaba a sentir escalofríos y cambié de conversación porque prefería hablar de los vivos.

– ¿Conoces bien a Bobby? -pregunté. Me apoyé en la pared y me puse a mirarle mientras se dedicaba a sacar brillo a los grifos del fregadero de acero inoxidable.

– Apenas le conozco. Trabajábamos en turnos diferentes.

– ¿Cuánto hace que trabajas aquí?

– Cinco años.

– ¿Y qué más haces?

Hizo una pausa para mirarme. Por lo visto no le gustaban las preguntas personales, pero era demasiado educado para decirlo…

– Soy músico. Toco la guitarra en un grupo de jazz.

Le miré con fijeza durante un minuto sin atreverme a preguntárselo.

– ¿Has oído hablar de Daniel Wade?

– Claro. Era pianista de jazz, de Santa Teresa. Todo el mundo sabe quién es. Aunque hace años que no se le ve por la ciudad. ¿Amigo tuyo?

Me aparté de la pared; era mi turno.

– Era mi marido.

– ¿Estuviste casada con él?

– Exacto. -Observé unos frascos de vidrio con órganos humanos en adobo. Me pregunté si habría algún corazón en escabeche en aquella sustanciosa ensalada natural de hígados, riñones y bazos.

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