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Kelly volvió a enfrascarse en lo suyo.

– Un músico genial -observó en un tono a la vez de prudencia y de respeto.

– Lo sigue siendo -dije, sonriéndome ante lo irónico de la situación. Nunca había hablado de ello y se me hacía raro contárselo a un enfermero del depósito con bata de cirujano, en una sala de autopsias.

– ¿Y qué le pasó? -preguntó Kelly.

– Nada. Lo último que supe de él es que estaba en Nueva York. Seguía tocando y drogándose.

Cabeceó.

– Joder, con el talento que tiene. No lo conocía personalmente, pero iba a verle tocar siempre que podía. No lo comprendo, habría podido llegar adonde hubiera querido.

– El mundo está lleno de genios.

– Sí, pero él es mejor que la mayoría. Al menos por lo que yo sé.

Lo malo es que yo no era tan genial como él. Me habría ahorrado muchos sinsabores -dije. En realidad, aquel matrimonio, aunque sólo había durado unos meses, había representado la mejor época de mi vida. Daniel tenía cara de ángel en aquella época… ojos azul cielo bajo una nube de rizos de oro. Siempre me recordaba a un santo católico que había pintado no sé qué artista: delgado, guapo, aspecto de asceta, manos elegantes y aire de humildad. Emanaba inocencia. Sólo que no podía serme fiel, no podía apartarse de las drogas, no podía quedarse en un solo sitio. Era salvaje, divertido y corrupto; si reapareciera… no me atrevo a jurar que le diría que no, me pidiera lo que me pidiese.

Había dejado languidecer la conversación; fue Kelly quien la reanudó, instado por el silencio.

– ¿Qué hace Bobby ahora?

Volví a fijarme en él. Se había encaramado en un taburete alto de madera; el trapo y el desinfectante estaban en el mostrador, a su izquierda.

– Sigue reorganizando su vida -dije-. Hace ejercicios diariamente. Pero no sé qué hace el resto del tiempo. ¿Supongo que no sabrás nada de lo que le pasaba entonces, verdad?

– ¿Qué importancia puede tener a estas alturas?

– El dice que estaba en peligro, pero ha perdido la memoria. Hasta que yo llene los agujeros, probablemente seguirá teniendo problemas.

– ¿Por qué?

– Si alguien quiso matarle, puede intentarlo otra vez.

– ¿Y por qué no lo han hecho ya?

– Lo ignoro. Puede que el responsable se sienta seguro.

– Suena a rebuscado -dijo con los ojos fijos en mí.

– ¿Te hizo confidencias alguna vez?

Se encogió de hombros; su actitud volvía a ser un tanto reservada.

– Sólo coincidimos laboralmente en un par de ocasiones. Cuando entró a trabajar aquí yo estaba de vacaciones; al volver, yo tenía el turno de día y él tenía el de noche.

– ¿Cabe la posibilidad de que se dejara por aquí un cuaderno de direcciones, de piel encarnada, pequeño?

– Lo dudo. Aquí ni siquiera hay taquillas para guardar las cosas.

Saqué una tarjeta de la billetera.

– Llámame si se te ocurre algo. Me gustaría saber qué pasaba en aquel entonces y sé que Bobby agradecería muchísimo cualquier gesto amistoso.

– Claro.

Fui en busca del doctor Fraker; miré en Medicina Nuclear, en las oficinas de las enfermeras, en los despachos de la unidad de radiología, todo ello en el sótano. Lo encontré cuando se disponía a bajar otra vez.

– ¿Ya ha terminado? -dijo.

– Sí, ¿y usted?

– Entro de guardia a mediodía, pero si quiere charlar un rato, buscaremos un despacho vacío.

Negué con la cabeza.

– Por ahora no tengo más preguntas que hacerle. Pero me gustaría hablar con usted más adelante.

– Estoy a su disposición. No tiene más que darme un telefonazo.

– Gracias. Lo haré.

Estuve un rato en el coche, sin moverme del parking, tomando notas en las fichas de cartulina tamaño 12 X 7 que guardo en la guantera: el día, la hora y el nombre de las dos personas con quienes había hablado. El doctor Fraker era una buena fuente de información, aunque la entrevista no había dado mucho de sí. Kelly Borden tampoco me había sido de mucha ayuda, pero al menos había tanteado la posibilidad. Los resultados negativos son a veces tan importantes como los positivos, dado que son callejuelas sin salida que, mientras se avanza a ciegas hacia el centro del laberinto, permiten reducir el radio de acción. En el presente caso no sabía dónde estaba dicho centro ni qué habría en él.

Consulté la hora. Eran las doce menos cuarto y pensé en comer. Me cuesta comer a su hora. O no tengo hambre cuando toca, o la tengo cuando no puedo detenerme para comer. Sin yo quererlo se me ha convertido en una táctica para adelgazar, aunque no creo que le siente bien a mi salud. Arranqué y puse rumbo a la ciudad.

Volví al restaurante naturista donde había comido el lunes con Bobby. Tenía muchas ganas de verle, pero en el local no había el menor rastro de él. Pedí una ensalada polivitamínica, de esas que satisfacen al cien por ciento las necesidades nutritivas de toda una existencia. La camarera me trajo una bandeja llena de semillas y hierbajos coronados por una salsa rosa con pintas, muy sabrosa. No estaba ni la mitad de rica que una superhamburguesa con queso fundido, pero me sentí pura al saberme con toda aquella clorofila corriéndome por las venas.

Al volver al coche, me miré los dientes en el espejo retrovisor, no fuera que los tuviese manchados con brotes de alfalfa germinada. Si voy a entrevistar a una persona, no quiero tener aspecto de haber estado pastando en un prado. Busqué en el cuaderno de notas la dirección de los padres de Rick Bergen y cogí un plano de la ciudad. No sabía dónde estaba Turquesa Road. Al final la localicé; era una calle del tamaño de uno de esos pelos que crecen hacia dentro, una travesía de otra calle no menos desconocida y que discurría cerca de las estribaciones montañosas que parapetan el barrio más interior de la ciudad.

La casa era maciza y sencillota, toda a base de líneas verticales, y tenía un camino de entrada tan empinado que renuncié a utilizarlo y dejé el coche pegado a la escarchada que crecía al pie del mismo. Un muro liso de piedra artificial protegía la calle de los derrumbes montañosos y a causa de su figura en zigzag parecía una yuxtaposición de barricadas. Al llegar al porche me volví para admirar el espectáculo, una vista panorámica de toda Santa Teresa con el mar al fondo. En el cielo, a mi derecha, un ala delta trazaba círculos amplios y desiguales mientras descendía planeando hacia la playa. El día era soleado y en lo alto no había más que unos jirones núbeos, semejantes a la espuma, que comenzaban a desintegrarse. El silencio era sepulcral. No había tráfico y no parecía haber vecinos en los alrededores. Distinguí un par de tejados, pero me dominaba la sensación de que todo estaba desierto. La vegetación, que era escasa, se componía sobre todo de plantas resistentes a la sequía: espinos, wistarias y cactáceas.

Llamé al timbre. El hombre que acudió a abrirme era bajo, nervioso, sin afeitar.

– ¿El señor Bergen?

– Yo mismo.

Le tendí mi tarjeta.

– Soy Kinsey Millhone. Bobby Callahan me ha contratado para que investigue el accidente de…

– ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Le miré a los ojos. Los tenía pequeños y azules, bordeados de rojo. Sus mejillas eran hirsutas, con un rastrojo de dos días que le daba aspecto de higo chumbo. Tendría cincuenta y tantos años y olía a cerveza y sudor. Llevaba el pelo raleante peinado hacia atrás. Vestía unos pantalones que parecían salidos de un paquete de ropa del Ejército de Salvación y una camiseta con un rótulo estampado que decía: "La vida es un palo, muérete". Tenía los brazos fofos e informes, aunque la barriga le sobresalía como una pelota de baloncesto hinchada a más no poder. Quise replicarle con la misma rudeza, pero me mordí la lengua. Había perdido a su hijo. No tenía por qué ser educado.

– Bobby cree que el accidente fue un atentado criminal -dije.

– Chorradas. Señora, no quisiera ser grosero con usted, pero permítame decirle una cosa. Bobby Callahan es un niñato rico. Mimado, irresponsable y caprichoso. Se emborrachó como un cabrón, se salió de la carretera y mató a mi hijo, que por cierto era su mejor amigo. Cualquier otra cosa que le cuenten es caca de vaca.

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