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– Yo no estoy tan segura -dije.

– Pues yo sí y le estoy diciendo la verdad. Compruebe los informes de la policía. Todo consta en ellos. ¿Los ha leído?

– El abogado de Bobby me envió ayer una copia -dije.

– ¿Verdad que no hay pruebas materiales? Bobby le ha dicho que alguien le obligó a salirse de la carretera y usted se lo ha creído, pero no tiene nada que apoye su versión, o sea que para mí es pura filfa.

– Tengo entendido que la policía le cree.

– ¿Y qué pasa? ¿Es que no se puede sobornar a la policía? ¿Cree que no se la puede convencer con unos billetes?

– En esta ciudad, no -dije. Aquel individuo me había puesto a la defensiva y no me gustaba nada el papel que estaba jugando.

– ¿Quién lo dice?

– Señor Bergen, conozco a los policías de aquí. He trabajado con ellos… -No parecía un argumento muy sólido, pero era la verdad.

– ¡Y una leche! -dijo interrumpiéndome, al tiempo que giraba la cabeza con fastidio y actitud de repulsa-. No tengo tiempo para escucharle. A lo mejor tiene más suerte con mi mujer.

– Yo preferiría hablar con usted -dije. Aquello pareció sorprenderle, como si nadie lo hubiese buscado nunca como interlocutor.

– Olvídelo. Ricky está muerto. Todo ha acabado ya.

– ¿Y si no es así? ¿Y si Bobby dice la verdad y no fue culpa suya?

– ¿Y a mí qué me importa? No quiero saber nada relacionado con él.

A punto estuve de replicarle, pero, guiada por el instinto, volví a contener la lengua. No quería enzarzarme en una discusión sin fin que sólo serviría para echar más leña al fuego. Aquel hombre estaba muy alterado, pero pensé que su agitación tendría altibajos.

– ¿No me concedería diez minutos?

Meditó un instante y accedió con cara de enfado.

– Está bien, hostia, pase. Estaba comiendo. Además, Reva no está.

Se alejó de la puerta, que tuve que cerrar yo, y lo seguí por la casa, que estaba alfombrada con una moqueta de color gris sucio y olía a cerrado. Las persianas se habían bajado para que no entrara el sol de la tarde y la luz del interior era de un tono ambarino. Los muebles me parecieron un tanto desproporcionados, las dos tumbonas gemelas y cubiertas con un plástico verde y el sofá de módulos, en uno de cuyos extremos había un perrazo negro encima de una manta de lana a cuadros.

La cocina consistía en un suelo cubierto de linóleo de treinta años de antigüedad y una serie de armarnos pintados de rosa subido. Los electrodomésticos parecían sacados de un número antiguo de La mujer y el hogar. Había un recodo para el desayuno, en una sección del banco se veía un montón de periódicos, y en el centro de la estrecha mesa de madera había un islote permanente compuesto por el azucarero, un servilletero de papel, frasquitos en forma de pato para la sal y la pimienta, un tarro de mostaza, una botella de ketchup y un frasco de Salsa Superior. Vi los ingredientes de la comida que se había preparado el señor Bergen: queso envasado en lonchas y un plato fuerte a base de aceitunas y pedazos asquerosos de hocico de animal.

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Se sentó y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo frente a él. Aparté los periódicos y tomé asiento en el banco. Se había puesto a untar con Miracle Whip una rebanada de ese pan blanco y blanduzco que se puede estrujar como una esponja. Me dediqué a mirar hacia otro sitio, como si él estuviera enfrascado en alguna ceremonia pornográfica. Puso una rodaja de cebolla en el pan, peló el envoltorio de plástico de una loncha de queso y le añadió lechuga, pepinillos en vinagre, mostaza y morro. Se acordó de invitarme con algún retraso.

– ¿Tiene hambre?

– Me muero de hambre -dije. Había comido hacía apenas media hora, pero no tenía la culpa de sentir hambre otra vez. A mí me parecía que el bocadillo chorreaba conservantes, pero tal vez fuese aquello lo que necesitaba para no caer enferma. Cortó el artístico bocata en diagonal, me dio la mitad y preparó otro, más cargado, que partió en dos pedazos igualmente. Le observé con paciencia, como un perro adiestrado, hasta que me autorizó a comer con un gesto.

Guardamos silencio durante tres minutos, mientras devorábamos la comida. Abrió dos cervezas, una para mí y otra para él. No me gusta Miracle Whip, pero en aquellas circunstancias me pareció una salsa de lo más exquisito. El pan era tan blando que los dedos dejaban huellas profundas en la superficie.

Entre un bocado y otro me limpiaba las comisuras de la boca con una servilleta de papel.

– ¿Cuál es su nombre de pila? -dije.

– Phil. ¿Y qué clase de nombre es Kinsey?

– Era el apellido de soltera de mi madre.

No hubo más escopeteo hasta que apartamos el plato respectivo con un suspiro de alivio.

Salimos a la terraza y nos sentamos en sendas sillas metálicas manchadas de herrumbre. La terraza era en realidad el techo de hormigón del garaje, que se había construido perforando la montaña. Siguiendo su perímetro, a modo de barandilla, había una serie de maceteros de madera con plantas anuales. Se había levantado una brisa suave que agitaba el denso manto del sol que me cubría los brazos. La agresividad de Phil había desaparecido. Puede que la hubieran apaciguado los incontables productos químicos que acababa de ingerir, pero mucho más, probablemente, las dos cervezas que se había zampado y la perspectiva de fumarse el puro que acababa de decapitar con una guillotina de bolsillo. Cogió una cerilla enorme de madera de una lata que tenía junto a la silla y se agachó para encenderla frotándola en el suelo. Chupó del puro hasta que tiró del todo, apagó la cerilla sacudiéndola y la tiró a un cenicero plano de lata. Estuvimos un rato mirando el mar.

La vista que tenía ante mí parecía el telón de fondo de un teatro. Las islas del estrecho, a cuarenta y tantos kilómetros de distancia, tenían un aspecto feo y abandonado. Las playitas de la costa apenas se veían y las olas eran como puñados de puntilla blanca. Las palmeras parecían espárragos con plumas en la lejanía. Busqué puntos de referencia: los juzgados, el instituto de segunda enseñanza, una iglesia católica de grandes dimensiones, un cine, el único edificio comercial del centro que tenía más de tres plantas. Desde donde me encontraba no se veía el menor rastro ni del estilo lo victoriano ni de los posteriores que habían acabado por combinarse con el colonial español.

La casa de Phil Bergen, según me contó él mismo, había terminado de construirse en 1950. El y Reva acababan de comprarla cuando estalló la guerra de Corea. Llamaron a filas al marido y lo enviaron al frente dos días después, dejando sola a Reva con las cajas de la mudanza aún sin abrir; volvió al cabo de catorce meses por incapacidad. No me dijo cuál era esta incapacidad ni yo se lo pregunté, pero parece que sólo trabajaba de tarde en tarde desde que lo habían licenciado por motivos médicos. Habían tenido cinco hijos, Rick había sido el menor. Los demás se encontraban desperdigados por el suroeste.

– ¿Cómo era? -pregunté. No estaba muy segura de que me fuera a contestar. El silencio se prolongó y me pregunté si no habría sido una pregunta indiscreta. Me fastidió estropear el clima de camaradería que se había creado entre nosotros.

– No sé cómo responderle -dijo cabeceando-. Era uno de esos chicos con los que se sabe que no va a haber problemas nunca. Siempre alegre, siempre dispuesto a hacer las cosas antes de que se las mandasen, buenas notas en la escuela. Pero al acabar el bachillerato pareció descentrarse un poco. Tenía dieciséis años entonces, terminó bien los estudios, pero no sabía qué camino seguir en la vida. Se sentía perdido. Habría podido ingresar en la universidad, Dios sabe que yo habría encontrado el dinero donde fuese, pero no tenía ningún interés. Por nada. Trabajar, trabajaba, pero no le cundía.

– ¿Tornaba drogas?

– Creo que no. Y si lo hizo, yo no me enteré. Bebía mucho, eso sí. Reva pensaba que se debía a eso, pero no estoy seguro. Se iba por ahí, trasnochaba hasta las tantas, pasaba fuera los fines de semana y frecuentaba a chicos como Bobby Callaban, que socialmente estaban por encima de nosotros. Luego empezó a salir con Kitty, la hermananastra de Bobby. Joder, esa cría ha sido un problema desde el día que nació. Yo ya estaba harto de aguantar a Rick. Si no quería ser de la familia, de acuerdo. Pero que se fuera a otra parte y se ganara la vida. Que no pensase que esta casa era su restaurante particular y su lavandería privada. -Se interrumpió para mirarme-. ¿Cree usted que me equivocaba, que obraba mal?

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