Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No lo sé -dije-. No hay respuesta para una pregunta así. Los jóvenes se descarrían y luego se enderezan. La mitad de las veces no tiene nada que ver con los padres. Nadie conoce la causa.

Guardó silencio mientras contemplaba el horizonte y ceñía el puro con los labios igual que el empalme de una manguera. Aspiró una ración de nicotina y exhaló una nube de humo.

– A veces dudo de que fuera tan listo. Tal vez debió de ir a un psiquiatra, pero ¿qué sabía yo? Eso es lo que Reva dice ahora. Pero ¿qué iba a hacer un psiquiatra con un muchacho sin ambiciones?

Como no sabía qué responderle, me limité a emitir unos murmullos de comprensión y lo dejé correr.

Unos momentos de silencio. Luego dijo:

– Me han dicho que Bobby está muy mal.

Lo dijo sin convicción, como una pregunta preventiva acerca de un rival que se odia. Sin duda había deseado la muerte de Bobby un centenar de veces y maldecido otras tantas la buena estrella que le había salvado.

– Creo que si pudiera se cambiaría por Rick -dije, manifestando lo que pensaba. No quería que volviera a enfadarse, pero tampoco que se aferrase a la idea de que Bobby había tenido "más suerte" que Rick. Bobby estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por recuperar el sentido de las cosas, pero por lo menos se esforzaba.

A nuestros pies apareció traqueteando un Ford antiguo de color azul celeste, vomitando humo por el tubo de escape. Dio una amplia vuelta alrededor de mi vehículo y se detuvo, según parece para que la persona que conducía abriera automáticamente la puerta del garaje. El coche se perdió de vista a nuestros pies y, segundos más tarde, oí el ruido amortiguado de un portazo.

– Es mi mujer -dijo Phil al tiempo que se oía abajo el mecanismo de la puerta del garaje.

Reva Bergen apareció por el sendero empinado, cargada con bolsas de comestibles. Advertí con no poca sorpresa que Phil no hacía nada por ayudarla. La mujer nos vio al llegar al porche. Titubeó sin que en la cara se le manifestara la menor expresión. Incluso de lejos se le notaba un punto de desenfoque en la mirada que se me antojó más pronunciado cuando apareció por fin por la puerta trasera para reunirse con nosotras. Tenía el pelo de un rubio sucio, de agua con lejía, y ese aspecto refregado que suelen adquirir algunas cincuentonas. Ojos pequeños, casi sin pestañas. Cejas claras, piel clara. Era frágil y huesuda, y de las delicadas muñecas le brotaban unas manos tan bastas que parecían manoplas de jardinero. Eran tan dispares aquellas dos personas que deseché en el acto la involuntaria imagen del lecho conyugal. Phil le dijo quién era yo y aclaró que estaba investigando el accidente en que Rick había perdido la vida.

Sonrió con desprecio.

– ¿A Bobby le remuerde la conciencia?

Phil intervino sin darme tiempo para responderle como se merecía.

– Vamos, Reva. ¿Qué mal puede hacernos? Tú misma dijiste que la policía…

Ella se volvió con brusquedad y entró en la casa. Phil hundió las manos en los bolsillos con aire avergonzado.

– Mierda. Está así desde el accidente. Aquello la trastornó. Vivir conmigo no ha sido precisamente un placer, pero está destrozada por dentro.

– Debería irme ya -dije-. Pero me gustaría pedirle algo. Estoy tratando de averiguar qué sucedía en aquel entonces y hasta ahora no he tenido suerte. ¿Le dijo o insinuó Rick de alguna manera que Bobby estaba en algún apuro? ¿O si él mismo tenía algún problema, de la clase que fuese?

Negó con la cabeza.

– Rick fue un problema para mí durante toda la vida, pero no tenía nada que ver con el accidente. De todos modos le preguntaré a Reva, por si sabe algo.

– Gracias -dije. Nos estrechamos la mano y le di mi tarjeta para que supiera dónde localizarme.

Me acompañó abajo y volví a darle las gracias por la comida. Miré hacia arriba al entrar en mi coche. Reva nos observaba desde el porche.

Volví a la ciudad. Pasé por el despacho para ver qué había en el contestador automático (no había nada) y en el correo (sólo publicidad). Preparé la cafetera de filtro, cogí la máquina de escribir portátil y anoté los datos obtenidos hasta el momento. Fue una tarea más bien ridícula, dado que no me había enterado prácticamente de nada. Pero Bobby tenía derecho a saber cómo había invertido el tiempo y cómo me gastaba los treinta dólares la hora que cobraba.

Cerré la oficina a las tres y fui andando a la biblioteca municipal, que estaba a cuatro calles de distancia. Bajé al sótano, donde está la sala de periódicos y revistas y pedí los diarios de septiembre, archivados ya en microfilm. Busqué un aparato libre, tomé asiento y metí el primer rollo. La cinta era en blanco y negro y todas las fotos parecían negativos. Como no sabía qué buscaba, leía todo lo que decía en cada página. Sucesos cotidianos, noticias de interés nacional, asuntos políticos locales, incendios, delitos, golpes de Estado, personas que nacían, morían y se divorciaban. Leí la sección de objetos perdidos y encontrados, los anuncios por palabras, los ecos de sociedad, las páginas deportivas. El mecanismo de avance estaba algo estropeado y los fotogramas saltaban a la pantalla de 20 X 30 con un ligero desenfoque que me mareaba.

Los demás usuarios del centro hojeaban revistas o, acomodados en asientos bajos, leían periódicos sujetos a varillas verticales de madera. Los únicos ruidos que se oían eran el zumbido de mi aparato, alguna tos ocasional y el rumor de las hojas de los periódicos.

Conseguí leer los periódicos de la primera semana de septiembre antes de que me flaqueara la voluntad. Estaba claro que tendría que hacer aquello por etapas. El cuello se me había agarrotado y la cabeza empezaba a dolerme. Tomé nota de la última fecha consultada y salí a la luz del atardecer. Volví al edificio donde está mi oficina y cogí el coche.

Camino de casa me detuve en el supermercado para comprar leche, pan y papel higiénico. La música ambiental era de un lírico tan subido que me sentí la heroína de una novela romántica. Tras recorrer el establecimiento con el carrito de la compra y coger los artículos que necesitaba y que no llegaban a una docena, fui a la caja. Éramos cinco personas en la cola y todas mirábamos de reojo el contenido de los carritos de los demás. El hombre que iba delante de mí tenía la cabeza demasiado pequeña para la cara que le habían pintado en ella y me hizo pensar en un globo deshinchado. Iba con una niña de unos cuatro años que lucía un vestido nuevo que le quedaba grande. No sé por qué, parecía ostentar un rótulo que decía: "pobre". La verdad es que con aquel vestido tenía aspecto de enana; la cinturilla le colgaba hasta las caderas y el dobladillo casi le rozaba los zapatos. Cogía la mano del hombre con una confianza absoluta y me dirigió una sonrisa tímida tan llena de dignidad que no pude por menos que devolvérsela.

Cuando llegué a casa estaba rendida y me dolía el brazo izquierdo. Hay días que ni me acuerdo de la herida, pero otros me entra un dolor sordo que no para nunca y que me deja destrozada. Decidí saltarme la sesión de footing. Que le dieran por saco. Me tomé un par de Tylenoles con codeína, me quité los zapatos y me introduje entre los pliegues del edredón. Aún estaba allí cuando sonó el teléfono.

Desperté sobresaltada y automáticamente alargué la mano hacia el auricular. La casa estaba a oscuras. El imprevisto timbrazo me había provocado una descarga de adrenalina y el corazón me iba a cien por hora. Miré el reloj con intranquilidad. Las once y cuarto. Dije "sí" con voz pastosa y me pasé la mano por la cara y el pelo.

– Kinsey, soy Derek Wenner. ¿Se ha enterado ya?

– Derek, me muero de sueño.

– Bobby ha muerto.

– ¿Qué?

– Parece que iba borracho, pero aún no nos han confirmado nada. Se le fue el coche y chocó contra un árbol en West Glen. Pensé que le interesaría saberlo.

– ¿Qué? -Me di cuenta de que me repetía, pero no sabía de qué me hablaba.

23
{"b":"102017","o":1}