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– ¿Por cuánto?

– Medio millón de dólares por cabeza.

– Vamos, Sufi, eso es absurdo. Derek no mataría a su propia hija.

– Que yo sepa, Kitty no ha muerto, ¿verdad?

– ¿Pero por qué iba a matar a Bobby? Tendría que estar loco. Lo primero que hará la policía será cogerlo por banda e investigarlo por los cuatro costados.

– Kinsey -dijo con tranquilidad absoluta-. Nadie ha dicho jamás que Derek tenga dos dedos de frente. Es tonto de remate. Un bobo.

– No hasta ese extremo -dije-. De lo contrario no habría podido planear nada, ni siquiera cómo salir bien librado.

– Es que no hay ninguna prueba de que haya hecho nada. Del primer accidente no se sacó nada en claro, y Jim Fraker, por lo visto, piensa que el segundo se produjo porque Bobby sufrió un ataque. ¿Cómo se va a achacar a Derek una cosa así?

– Pero ¿por qué iba a hacerlo? Tiene mucho dinero.

– Glen es quien lo tiene. Derek no tiene ni un céntimo. Y haría cualquier cosa que le independizara de su mujer. ¿Se percata?

Lo único que pude hacer fue mirarla con fijeza mientras procesaba en mi ordenador mental la información recibida. Tomó otro sorbo de vino y me sonrió, satisfecha del efecto que me había producido.

– No lo creo -dije al cabo de un rato.

– Puede usted creer lo que guste. Lo único que yo le digo es que haría bien en comprobarlo.

– Usted no traga a Derek, ¿verdad que no?

– La verdad es que no. Es el cretino más grande que ha habido en la historia. No sé qué vería Glen en él. Es pobre. Idiota. Vanidoso. Y le menciono sólo sus buenas cualidades -dijo con vehemencia-. Por lo demás, es un sujeto cruel e inhumano.

– A mí no me parece cruel e inhumano -dije.

– Usted no lo conoce tanto como yo. Haría cualquier cosa por dinero, y sospecho que ya ha hecho muchas de las que preferiría no hablar. ¿De verdad no le parece a usted un hombre con pasado turbio?

– ¿En qué sentido?

– No estoy segura. Pero apostaría lo que fuera a que su estupidez es una especie de coartada.

– ¿Insinúa que dio el pego a Glen? Pensaba que era una mujer más inteligente.

– Es inteligente en todo, salvo en lo que se refiere a los hombres. Derek es su tercer marido. Lo sabía, ¿no? El padre de Bobby era un inútil. Al marido número dos no lo conocí. Glen vivía en Europa cuando se casó con él y sólo sé que no duró mucho.

– Volvamos a usted, si no es molestia. El día del entierro de Bobby me dio la sensación de que usted no quería que yo siguiera investigando. Y ahora me da pistas. ¿A qué se debe el cambio?

Estuvo unos instantes toqueteándose el cordón de la bata, aunque no por ello dejó de hablar.

– Pensé que lo único que hacía usted era aumentar el dolor y los quebraderos de cabeza que ya tenía Glen -dijo, alzando los ojos para mirarme en aquel punto-. Ahora está claro que por más que le diga no va a cambiar de idea, así que prefiero contarle lo que sé.

– ¿Por qué se veía con Bobby en la playa? ¿Pasaba algo malo?

– ¿Qué va a pasar? Nada en absoluto -dijo-. Me lo encontré por casualidad un par de veces y le dio por meterse con Derek. Bobby tampoco lo aguantaba y sabía que yo le daría la razón. Eso es todo.

– ¿Y por qué no lo dijo cuando se lo pregunté?

– Porque no tengo por qué darle a usted cuenta de mis actos. Se presenta en mi casa sin que nadie la llame y me bombardea a preguntas. No es asunto suyo, de modo que no tengo por qué responderle. Me da la sensación de que no sabe usted comportarse a veces.

Se me subieron los colores, aunque me lo tenía merecido. Apuré lo que quedaba en el vaso. No acababa de creerme su versión sobre los encuentros con Bobby, pero estaba claro que ya no iba a sonsacarle más cosas y aunque no me hizo ni pizca de gracia, decidí dejarlo estar por el momento. Si se había limitado a escuchar las quejas de Bobby, ¿por qué no lo había dicho a las primeras de cambio?

Un vistazo al reloj me reveló que sólo eran las once pasadas y se me ocurrió la idea de probar fortuna con Glen. Improvisé una disculpa y me fui. Estoy segura de que no lamentó mi partida.

Hay ocasiones en que las cosas empiezan a aclararse por la más pura casualidad. Lo digo porque no quiero atribuirme el mérito de lo que sucedió a continuación. Cuando llegué al Cucaracha me di cuenta de que hacía frío. Subí al vehículo, cerré la puerta, eché el seguro, según tengo por costumbre, me giré y me puse a revolver el atestado asiento trasero, en busca de una camiseta que había dejado allí. Acababa de ponerle las manos encima e iba a sacarla de debajo de un montón de libros cuando oí arrancar un coche. Miré a mi derecha. El Mercedes de Sufi reculaba por el sendero del garaje. Me agaché inmediatamente para que no me viera. No sabía si Sufi conocía mi coche o no, pero tuvo que pensar que ya me había ido porque accedió a la calzada sin más preámbulos. Nada más hacerlo, me instalé ante el volante y busqué las llaves. Encendí el motor, arranqué, hice una rápida maniobra en forma de herradura y aún tuve tiempo de ver sus luces traseras en el momento en que giraba a la derecha, rumbo a State Street.

Era imposible que, en el escaso tiempo transcurrido, se hubiera cambiado de ropa. Como mucho se habría puesto un abrigo o una chaqueta encima de la bata de raso. ¿A quién conocería lo bastante para visitarle por sorpresa a aquella hora y con aquel atuendo a lo Jean Harlow? Ardía en deseos de saberlo.

20

Los ricos de Santa Teresa se dividen en dos círculos: los que viven en Montebello y los que viven en Horton Ravine. En Montebello está el dinero antiguo, en Horton Ravine el reciente. Las dos comunidades poseen hectáreas de bosque, caminos de herradura y clubes deportivo-sociales donde se exige el aval correspondiente y una cuota de admisión que oscila alrededor de los veinticinco billetes. Las dos comunidades están en contra de los templos fundamentalistas, la decoración barata y las ventas a domicilio. Sufi se dirigía a Horton Ravine.

Al cruzar el portalón que da acceso a la Avenida de los Piratas, redujo la velocidad a cincuenta por hora, temiendo quizá que la detuviese la policía con aquella indumentaria de puta telefónica que ha salido a echar una meada. También yo reduje la velocidad, manteniéndome lo más rezagada que pude. No me hacía ninguna gracia seguirla por una carretera que serpeaba a lo largo de varios kilómetros y me llevé una sorpresa porque dobló a la derecha y entró en uno de los primeros caminos vecinales. La casa a que conducía el camino estaba a unos cien metros de la carretera y era el típico "chalecito" californiano de una sola planta: tal vez cinco dormitorios, cuatrocientos metros cuadrados, poco vistoso pero muy caro a pesar de todo. La propiedad tendría en total unas dos hectáreas y estaba rodeada por una valla ornamental de madera, coronada de rosas en toda su longitud. Las luces exteriores estaban encendidas cuando el Mercedes de Sufi llegó ante la casa. Salió del vehículo, mancha de visón y raso melocotón, se dirigió a la puerta principal, ésta se abrió y engulló a la mujer.

Yo ya había dejado la casa atrás. Seguí hasta el cruce siguiente, maniobré para dar la vuelta, apagué los faros y deshice el trecho recorrido. Detuve el coche en el arcén de la izquierda, medio metiéndome entre los arbustos. Como no había farolas, reinaba una oscuridad total. Vi la cerca que señalaba el límite del campo de golf y, en el interior del recinto, la laguna artificial que hacía de obstáculo deportivo. La luna rielaba en la superficie lacustre, asemejándola a una lámina de seda gris.

Cogí la linterna de la guantera, salí del coche y me abrí paso por entre los elevados arbustos que crecían en la cuneta. Estaban húmedos y me mojaban las bambas y las perneras de los tejanos.

Llegué al camino de entrada. No había ningún nombre en el buzón, pero tomé nota del número. Ya consultaría la guía telefónica que tenía en la oficina, en caso de que hiciera falta. Había recorrido ya la mitad del sendero de entrada cuando oí ladrar a un perro en la casa. No supe adivinar la raza, pero se me figuró grande, uno de esos perrazos que saben ladrar a pleno pulmón con rugidos profundos y eficaces que sugieren la contundencia de unos colmillos afilados y muy malas pulgas. Además, el muy cerdo me había olido y estaba deseoso de ponerme las zarpas encima. No podía avanzar más sin alertar a los habitantes de la casa. Probablemente se preguntaban ya por qué el buenazo de Sultán se meaba de impaciencia. Si la intuición no me fallaba, lo soltarían de la cadena para que se lanzase sobre mí como una exhalación, arañando el asfalto del camino con las garras. Ya me habían perseguido perros en otras ocasiones y maldita la gracia que me hacía.

40
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