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Di media vuelta y regresé al coche. Para un detective privado no es humillante el sentido común. Durante una hora vigilé la casa sin detectar ninguna señal de actividad. Empecé a cansarme y a considerar que se trataba de una pérdida de tiempo.

Encendí el motor y arranqué, aunque no encendí los faros hasta haber cruzado el portalón.

Cuando llegué a casa estaba rendida. Tomé unas cuantas notas y me dispuse a meterme en la cama. Faltaba poco para la una cuando por fin apagué la luz.

Me levanté a las seis y corrí cinco kilómetros para despejarme. Hice mis abluciones matinales, cogí una manzana y llegué al despacho a eso de las siete. Estábamos a martes y era un alivio saber que aquel día no tenía que ir al gimnasio. La verdad es que no notaba en el brazo ninguna molestia, aunque puede que el estar metida en una investigación me distrajera de cualquier dolor o impedimento que aún quedase.

No había mensajes en el contestador automático ni correo que hubiera quedado pendiente la víspera. Cogí la guía telefónica y busqué el número de la vivienda de la Avenida de los Piratas. Vaya, vaya. Habría tenido que figurármelo. Fraker, James y Nola. Me pregunté a cuál de los dos había ido a ver Sufi y el porqué de la prisa. Cabía la posibilidad, como es lógico, de que hubiera ido a consultarles a los dos, pero no se me ocurría ningún motivo. ¿Sería Nola la mujer de quien se había enamorado Bobby? Ignoraba qué vínculo podía relacionar al doctor Fraker con todo aquello, pero estaba convencida de que algo pasaba allí.

Cogí el cuaderno de Bobby y llamé al número de Blackman. Me respondió una grabación, una voz de mujer que hablaba igual que el hada madrina de las películas de dibujos animados de Walt Disney. "Sentimos comunicarle que el número marcado no corresponde al prefijo ocho-cero-cinco. Por favor, compruebe el número y vuelva a marcar. Gracias." Probé con los prefijos de las zonas más cercanas. No hubo suerte. Estuve un buen rato mirando las letras restantes del índice del cuaderno. Si fallaba todo lo demás, no tendría más remedio que llamar a todas las personas consignadas en el cuaderno, aunque la idea me parecía aburrida y no necesariamente eficaz. ¿Qué haría mientras tanto?

Como era demasiado temprano para llamar a nadie, se me ocurrió hacer una visita a Kitty. Estaba aún en el St. Terry y, habida cuenta del horario del hospital, probablemente la habían sacado de la cama al amanecer. Además, hacía días que no la veía y a lo mejor me contaba algo de interés.

El frío de la víspera había desaparecido. El cielo estaba despejado y el sol comenzaba a apretar. Metí el VW en la última plaza que quedaba disponible en el parking y rodeé el edificio para entrar por la puerta principal. Aunque el hospital estaba en plena actividad, no había nadie en el mostrador de información del vestíbulo. La cafetería estaba de bote en bote y por la puerta salían vaharadas irresistibles de cafeína y colesterol. La tienda de los regalos tenía las luces encendidas. Detrás de la caja había una nutrida fila de empleadas que rellenaban facturas como si estuvieran en un gran hotel y se acercase la hora de desalojar las habitaciones no reservadas. El lugar bullía de animación mientras el personal médico se preparaba para afrontar la vida y la muerte, operaciones complicadas, huesos rotos, depresiones nerviosas, sobredosis de drogas… un día normal con sus cientos de casos en que la vida pendía de un hilo. Y entremedias, la sofocante sexualidad clandestina que inspiraban los seriales de la tele.

Subí a la tercera planta y giré a la izquierda al salir del ascensor. Las robustas puertas dobles, como de costumbre, estaban cerradas. Llamé al timbre. Al cabo de unos instantes, una negra gorda enfundada en unos tejanos y una camiseta azul sacudió un manojo de llaves y entreabrió las puertas. Llevaba un cronómetro de capitán de barco y calzaba esos zuecos con suela de caucho de cinco centímetros que se utilizan para compensar los pies planos y las varices. Tenía unos ojos preciosos, de color avellana, y un rostro que irradiaba competencia. Según su chapa de identificación, era Natalie Jacks, Enfermera Titular. Enseñé a la señorita Jacks la fotocopia de mi licencia y le pregunté si podía hablar con Kitty Wenner, añadiendo que era amiga de la familia.

Miró con mucha atención mi carnet y se hizo a un lado para dejarme pasar.

Cerró a mis espaldas y me condujo por un pasillo hasta una habitación que estaba casi al final. Cada vez que veía una puerta entreabierta, echaba un vistazo rápido. No sé qué esperaba encontrar: mujeres que se retorcían las manos y murmuraban para sí, hombres que imitaban a ex presidentes de la nación y a los animales de la selva. O a todos ellos atontados a causa de la medicación, asomando la lengua y con los ojos en blanco. La verdad es que sólo vi caras que se volvían al verme, como si yo fuera una nueva internada, susceptible de ponerse a gritar o de imitar a los pájaros mientras se desgarraba la ropa. No pude ver ninguna diferencia entre ellos y yo y la conclusión fue preocupante.

Kitty estaba despierta y vestida, con el pelo todavía mojado, tras pasar por la ducha. Estaba tendida en la cama, apoyada en las almohadas y con la bandeja del desayuno en la mesita de noche. Llevaba un camisón de seda que le colgaba de los hombros igual que de una percha. Sus pechos no eran más grandes que los botones de un sofá, y sus brazos eran huesos mondos y envueltos en una piel tan fina como un pañuelo de papel. Los ojos se le habían agrandado y hundido, y se le notaban tanto los huesos de la cabeza que parecía una anciana de setenta años. Su foto habría servido para promover publicitariamente la adopción infantil.

– Tienes visita -dijo Natalie.

Los ojos de Kitty se posaron en mí y durante un segundo pude ver que estaba muy asustada. Iba a morirse. Tenía que darse cuenta. La energía se le iba por los poros, igual que el sudor.

Natalie inspeccionó la bandeja del desayuno.

– Sabes que si no comes te meterán en la UCI. Creí que habías hecho un pacto con el doctor Kleinert.

– Pero si he comido -dijo Kitty.

– Bueno, yo no estoy aquí para darte la matraca, pero el doctor Kleinert llegará de un momento a otro. Procura acabar lo que has dejado mientras hablas con tu amiga, ¿quieres? Todos deseamos que te repongas, pequeña. De verdad.

Nos dedicó una ligera sonrisa, salió y entró en la habitación contigua, donde la oímos hablar con otra persona.

La cara de Kitty se había vuelto de color rosa y se esforzaba por contener las lágrimas. Cogió un cigarrillo, lo encendió y ocultó la tos tras la mano huesuda. Cabeceó y esbozó una sonrisa que contenía cierto porcentaje de dulzura.

– Mierda, no puedo creer que haya llegado a esto -dijo, y acto seguido, con ansiedad-: ¿Crees que Glen vendrá a verme?

– No lo sé. Puedo pasar por casa y decírselo, si lo deseas.

– Le ha dado la patada a papá.

– Eso me han dicho.

– Seguramente me echará a mí también.

No pude seguir mirándola. Su deseo de que Glen estuviera allí era tan palpable que me hacía daño a los ojos. Observé la bandeja del desayuno: macedonia de frutas, pan. de arándanos, yogur de fresa, copos de cereales surtidos, zumo de naranja y té. No había la menor indicación de que hubiera probado nada.

– ¿Te apetece alguna cosa? -me preguntó.

– No, porque entonces le dirás al doctor Kleinert que te lo has comido tú.

Aún tenía fuerzas para ruborizarse y emitir una risa inquieta.

– Pero ¿por qué no comes? -añadí.

Hizo una mueca.

– Es que todo me da asco. Tengo una vecina que sufría anorexia, ¿sabes lo que es? La trajeron aquí y consiguieron que comiera. Ahora parece que está embarazada. Sigue estando como un palillo, pero se le ha hinchado la barriga como si se hubiera tragado una pelota de baloncesto. Es repugnante.

– ¿Y qué? Está viva, ¿no?

– No quiero tener ese aspecto. Nada me sabe bien y apenas pruebo bocado me entran ganas de vomitar.

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