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Era absurdo seguir discutiendo y cambié de tema.

– ¿Has hablado con tu padre después de que Glen lo echara de casa?

Se encogió de hombros.

– Viene a verme todas las tardes. Se hospeda en el Hotel Edgewater, hasta que encuentre casa.

– ¿Te ha contado lo del testamento de Bobby?

– Por encima. Dice que Bobby me ha dejado un montón de dinero. ¿Es verdad? -Hablaba como al borde del desaliento.

– Supongo que sí.

– Pero por qué, ¿por qué lo habrá hecho?

– Puede que se sintiera culpable de tus problemas y quisiera hacer algo bueno por ti. Derek me ha dicho que también ha dejado algún dinero a los padres de Rick. A lo mejor pensó que el dinero te animaría a salir de la mierda en que estás metida, para variar.

– Nunca hice ningún trato con él.

– No creo que su intención fuera hacer un trato.

– No me gusta que me controlen.

– Mira, Kitty, ya has demostrado con creces que no se te puede controlar. Todos nos hemos enterado y hemos aprendido la lección. Pero Bobby te quería.

– Nadie se lo pidió. A veces me portaba mal con él. Y no tenía en cuenta si le perjudicaba o no.

– ¿En qué sentido?

– En ninguno. Olvídalo. Ojalá no me hubiera dejado nada. Así me siento mezquina.

– No sé que decir, la verdad -murmuré.

– Mira, yo nunca le pedí nada. -Hablaba como si se defendiera de algo, pero no acababa de entender cuál era su punto de vista.

– ¿Qué te atormenta?

– Nada.

– ¿Por qué tanta inquietud entonces?

– ¡Yo no estoy inquieta! Mierda. ¿Por qué tendría que inquietarme? Lo hizo porque quiso, para sentirse bien, pero no porque el hecho tuviese que ver conmigo.

– Algo tendría que ver contigo porque de lo contrario habría legado el dinero a otra persona.

Empezó a mordisquearse la uña del pulgar y se olvidó momentáneamente del cigarrillo que, incrustado en la muesca del cenicero, elevaba hacia el techo una hebra de humo que parecía la señal de un piel roja situado en la cima de una montaña lejana. Se estaba poniendo de mal humor. No sabía por qué la alteraba tanto que le hubieran caído del cielo dos millones de dólares, pero tampoco quería indisponerla conmigo. A mí sólo me interesaba la información. Volví a cambiar de tema.

– ¿Qué sabes del seguro de vida que suscribió tu padre a nombre de Bobby? ¿Te ha hablado de ello?

– Sí. Y me sonó extraño. Siempre hace cosas así y luego no entiende que los demás se ofendan. No lo hace con mala intención, al contrario, le parece de lo más lógico. Como Bobby había destrozado el coche un par de veces, papá pensó que si se mataba por lo menos que fuese en provecho de alguien. Supongo que ha sido por eso por lo que Glen lo ha echado de casa.

– Sí, yo también. A ella tuvo que sentarle como un tiro que quisiera beneficiarse con la muerte de Bobby. Por lo que respecta a Glen, es lo peor que pudo ocurrírsele. Además, con la operación de marras, ahora es sospechoso de asesinato.

– ¡MI padre no es capaz de matar a nadie!

– El dice lo mismo de ti.

– Porque es verdad. Yo no tenía ningún motivo para desear la muerte de Bobby. Y él tampoco. Yo ni siquiera sabía lo de la herencia, y, además, no la quiero.

– Puede que el dinero no fuese el motivo -dije-. Es lo que primero se investiga, pero no siempre aclara las cosas.

– Pero tú no crees que lo hiciera mi padre, ¿verdad?

– Aún no tengo una idea muy concreta al respecto. Sigo indagando sobre lo que le sucedía a Bobby y todavía me quedan lagunas que llenar. Salta a la vista que pasaba algo raro, pero no consigo dar con ninguna pista. ¿Qué relación tenía con Sufi? ¿Lo sabes?

Recuperó el cigarrillo y apartó la mirada. Se entretuvo un momento decapitándole la ceniza, le dio una chupada profunda, la última, y lo apagó. Tenía las uñas tan mordisqueadas que las yemas de sus dedos parecían esferas de carne.

Se estaba debatiendo consigo misma. Mantuve la boca cerrada para darle tiempo.

– Sufi era un contacto -dijo al fin, en voz baja-. Se trataba de una investigación, un servicio que Bobby le estaba prestando a otra persona.

– ¿A quién?

– No lo sé.

– Era a los Fraker, ¿verdad? Anoche estuve hablando con Sufi y, nada más irme yo, cogió el coche y se fue derecha al domicilio de los Fraker. La visita duró tanto que al final me cansé y me fui a mi casa.

Me miró a los ojos.

– No sé de qué se trataba.

– Pero ¿cómo se metió Bobby en el asunto? ¿Y cuál era el asunto en concreto?

– Lo único que sé es que me dijo que buscaba algo y que había entrado a trabajar en el depósito de cadáveres para poder buscar de noche.

– ¿En los archivos médicos, quizá? ¿Algo que se guardaba allí?

La cara volvió a ensombrecérsele y se encogió de hombros.

– Pero Kitty -insistí-, cuando supiste que habían querido matar a Bobby, ¿no lo relacionaste con esa búsqueda?

Se había metido otra vez el pulgar en la boca y se mordisqueaba la uña con toda seriedad. Vi que le cambiaba la dirección de la mirada y me volví. El doctor Kleinert la observaba desde la puerta. Posó los ojos en mí cuando se dio cuenta de que le había visto. La sonrisa que esbozó parecía forzada y no era exactamente de alegría.

– Bien. No sabía que esta mañana estuvieses ocupada -dijo a Kitty. Y a mí, con sequedad-: ¿Qué la ha traído tan temprano a este lugar?

– Me dirigía a casa de Glen y como me quedaba de camino… Trataba de convencer a Kitty para que comiera -dije.

– No hace ninguna falta -dijo con toda naturalidad-. Esta jovencita y yo hemos hecho un pacto. -Consultó la hora con ademán experto, colocándose la esfera del reloj en el dorso de la muñeca antes de que la manga volviera a ocultarlo-. Tendrá usted que disculparnos. Me esperan otros pacientes y tengo el tiempo justo.

– Ya me iba -dije. Miré a Kitty-. Igual te llamo dentro de un rato. Trataré de convencer a Glen de que venga a verte.

– Estupendo -dijo-. Gracias.

Les dije adiós con la mano y abandoné la habitación mientras me preguntaba cuánto tiempo habría estado Kleinert en la puerta y cuánto habría escuchado. Recordé algo que me había dicho Carrie St. Cloud. Bobby, según ella, andaba metido en algo parecido a un chantaje, pero que no tenía nada que ver con la típica extorsión económica. Era otra cosa. "Alguien sabía o tenía algo relacionado con otra persona, amiga de Bobby, y éste trataba de echarle una mano." Esto era más o menos lo que me había dicho la joven. Si en última instancia se trataba de una exacción, ¿por qué no había acudido a la policía? ¿Y por qué había sido Bobby el encargado de echarle una mano a quien fuera?

Volví al coche y me dirigí a casa de Glen.

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Eran las nueve pasadas cuando detuve el coche ante la casa. El jardín estaba vacío. La fuentecita lanzaba un chorro de agua de tres metros de altura que caía sobre sí produciendo destellos nevados y esmeraldinos. Una máquina eléctrica de cortar el césped gemía en una de las terrazas de atrás y los aspersores rociaban los helechos gigantes y moteados de sol que bordeaban los senderos de grava. El aire olía a jazmín, a bosque tropical.

Llamé al timbre y me abrió una de las doncellas. Pregunté por Glen y me murmuró algo en español, al tiempo que alzaba los ojos hacia la planta superior. Deduje que Glen estaba arriba.

La puerta de la habitación de Bobby estaba abierta y Glen estaba sentada en uno de los sillones con las manos en el regazo y la cara impasible. Al verme sonrió de un modo casi imperceptible. Parecía agotada, se le habían acentuado las arrugas bajo los ojos. Se había maquillado por encima, pero el maquillaje sólo había conseguido realzarle la palidez de las mejillas. Llevaba un vestido de punto de un rojo demasiado chillón para ella.

– Hola, Kinsey -dijo-. Siéntese.

Lo hice en el otro sillón.

– ¿Cómo se encuentra?

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