Le cambió la cara y se me quedó mirando con intranquilidad.
– ¿Sí? -dije.
– Es que acabo de recordar algo. Derek y yo estuvimos en Europa este verano. Al volver me di cuenta de que veíamos a los Fraker más que de costumbre, pero no le di importancia. Ya sabe cómo son estas cosas. Se frecuenta a otro matrimonio una temporada y de pronto, sin saber por qué, las visitas se interrumpen durante un tiempo. No puedo creer que Nola me hiciera una cosa así, ni a Jim tampoco. Hace que me sienta como una esposa celosa. Como si me hubieran engañado.
– Vamos, Glen, por favor. Puede que fuera lo mejor que le ocurriera a Bobby en toda su vida. Puede que, en cierto modo, le ayudara a madurar. ¿Quién sabe? Bobby era un buen muchacho. ¿Qué importancia puede tener a estas alturas? -Era vergonzoso, pero no quería que pasara por el ignominioso trance de mentir a propósito de quién había sido Bobby y qué había hecho.
Las mejillas se le habían teñido de rosa. Me miró con frialdad.
– Sé qué quiere decirme. Pero sigo sin comprender por qué me lo dice.
– Porque no es asunto mío ocultarle la verdad.
– Tampoco lo es difundir bulos.
– Sí. Tiene razón. Pero no suelo chismorrear por chismorrear. Cabe la posibilidad de que esta historia esté relacionada con la muerte de Bobby.
– ¿De qué modo?
– En seguida se lo digo, pero antes tiene usted que prometerme que no contará nada de esto.
– Pero ¿qué relación hay entre una cosa y otra?
– No escucha usted lo que le digo, Glen. Se lo contaré hasta donde pueda, pero no todo lo que sé; y por favor, no se altere. Si repite usted lo que voy a decirle nos puede poner en peligro a las dos.
Le conté en pocas palabras lo del último mensaje que Bobby me había dejado en el contestador automático y lo del presunto chantaje, cuyos entresijos no acababa yo de comprender. Le oculté la participación de Sufi en el asunto, porque aún no las tenía todas conmigo y temía que Glen tomara cartas en el asunto y cometiera una tontería. En aquellos instantes me parecía tan sensible e inestable como un frasco de nitroglicerina. Podía estallar al menor golpe.
– Necesito su cooperación -le dije al terminar.
– ¿Para qué?
– Quiero hablar con Nola. Aún no sé nada con certeza, y si la llamo yo o le hago una visita inesperada, puedo asustarla y echarlo todo a rodar. Me gustaría que la llamase usted, a ver qué averigua.
– ¿Cuándo?
– Esta mañana, si es posible.
– ¿Y qué quiere que le diga?
– Cuéntele la verdad. Dígale que investigo la muerte de Bobby, que creemos que el verano pasado estuvo viéndose con una mujer y que, como estuvo usted de vacaciones, ha pensado que a lo mejor ella vio a Bobby con alguien. Pregúntele si tiene algún inconveniente en hablar conmigo.
– ¿No sospechará? Supondrá inmediatamente que va usted tras ella.
– Bueno, siempre cabe la posibilidad de que esté equivocada. Puede que no sea ella la mujer que buscamos. Es justamente lo que quiero saber. Si es inocente, no pondrá pegas. Si no lo es, dejaremos que maquine una coartada para ponerse a cubierto. No es esto lo que me preocupa. Lo fundamental es que no tendrá agallas para darme con la puerta en las narices, cosa que sucedería sin duda si fuera a verla por mi cuenta y riesgo.
Meditó unos segundos.
– De acuerdo.
Se levantó, se dirigió al teléfono, que estaba en la mesita de noche, y marcó el número de Nola de memoria. Concertó la cita con una habilidad envidiable y no pude por menos de pensar en lo bien que se las apañaría a la hora de recaudar fondos. Nola no pudo estar más simpática y dispuesta a colaborar, y al cabo de quince minutos estaba ya en mi VW, rumbo otra vez a Horton Ravine.
Vi a la luz del día que la mansión de los Fraker estaba pintada de amarillo claro y que el tejado era de tejas planas. Llegué al final del camino y estacioné el vehículo en el parking que había a la izquierda del edificio, junto a un BMW marrón oscuro y un Mercedes plateado. Como no tenía ganas de suicidarme por el momento, antes de salir bajé el cristal de la ventanilla para ver dónde estaba el perro. Sultán, Rintintín o como se llamara resultó ser un gran danés de morros de caucho y bordeados de negro y de los que le chorreaban goterones de saliva. Desde donde me encontraba habría jurado que llevaba al cuello un dogal de clavos. El plato del que comía era un cuenco ancho de aluminio con señales de mordiscos en el borde.
Bajé del coche con precaución. Echó a correr hacia la valla y se puso a ladrarme. Apoyaba las patas traseras en el suelo y las delanteras en la puerta. Tenía el cipote como una salchicha de Frankfurt incrustada en un bollo de aspecto correoso y lo sacudía en mi dirección como un sujeto que saliese de pronto de una cabina telefónica y se abriera la gabardina.
Iba a devolverle la grosería cuando me di cuenta de que Nola acababa de salir al porche, que estaba a mis espaldas.
– No le haga caso -dijo. Llevaba un conjunto distinto del anterior, negro esta vez, y parecía media cabeza más alta que yo a causa de los zapatos de tacón que calzaba.
– Muy simpático el perrito -puntualicé. A todos los que tienen perro les encanta que les digan estas cosas. De paso sabes hasta qué punto se sienten por encima de los demás.
– Gracias. Entre. Tengo que hacer un par de cosas, pero mientras tanto puede usted esperarme en el estudio.
22
La casa de los Fraker parecía desnuda y poco acogedora; suelos de madera oscura y reluciente, paredes blancas, ventanas sin adornos ni cortinas, flores recién cortadas. Los muebles estaban tapizados con tela blanca de algodón, y el estudio al que Nola me hizo pasar estaba forrado de libros. Se disculpó y oí alejarse su taconeo por el pasillo.
No es aconsejable dejarme sola en una habitación. Soy una fisgona recalcitrante y automáticamente me pongo a registrarlo todo. Como a los cinco años me quedé huérfana y a merced de una tía soltera, pasaba mucho tiempo en casa de sus amistades, que por lo general no tenían descendencia. Siempre me decían que jugara en silencio, cosa que conseguía durante los primeros cinco minutos gracias al libro para colorear que mi tía me compraba cada vez que íbamos de visita. Lo malo era que no sabía estarme quieta y los dibujos del libro -niños y niñas jugando con perros y visitando granjas- me parecían siempre una imbecilidad. No me gustaba colorear pollos y cerdos, y poco a poco aprendí el arte de registrar. Así me enteraba de la cara oculta de la vida ajena: los medicamentos del botiquín, los laxantes que se guardaban en el cajón de la mesita de noche, el dinero que se escondía en el fondo del armario, los manuales sexuales y aparatos eróticos que se ocultaban entre el colchón y el somier. Como es lógico, no podía interrogar a mi tía acerca de los exóticos objetos que encontraba porque en teoría yo no sabía nada de su existencia.
Llena de fascinación, al final entraba en la cocina, donde los adultos de la época tendían a reunirse para beber whisky y hablar de bobadas (política y deportes) y me quedaba mirando a las mujeres (Bernice, Mildred; los maridos solían llamarse Stanley o Edgar) mientras me preguntaba quién haría qué con el cacharro alargado con pilas en la punta. No era una linterna. Hasta aquí, lo sabía. No tardé en comprender la diferencia, notable en ocasiones, que hay entre la fachada pública y los gustos privados. Así eran las personas ante quienes mi tía me había prohibido decir tacos, a despecho de cómo habláramos en casa. Pensaba que algunas de sus expresiones habituales podían estar en relación con aquellas cosas, pero no había manera de comprobarlo Así pues, mi educación consistió en aprender las palabras exactas que correspondían a objetos que ya conocía.
Aunque parezca mentira, en el estudio de los Fraker apenas había nada donde esconder objetos. Ni cajones ni rinconeras ni mesitas de servicio con plúteos y anaqueles. Las dos sillas eran de metal con tiras de cuero. La mesita del café era de vidrio y finas patas metálicas, y contenía una bandeja con un juego de garrafa y dos copas de brandy. Ni siquiera había alfombra para echar un vistazo debajo. Pero ¿qué gente vivía allí, Señor? No tuve más remedio que ponerme a inspeccionar las estanterías de los libros para adivinar los gustos y aficiones de sus propietarios.