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Las personas suelen conservar los libros encuadernados y tuve ocasión de ver que a Nola le interesaban la decoración de interiores, la alta cocina, la jardinería, el ganchillo y los consejos sobre belleza personal. Sin embargo, me llamaron la atención los dos estantes llenos de libros sobre arquitectura. ¿Qué hacían allí? Estaba claro que ni ella ni el doctor Fraker se dedicaban a proyectar edificios en sus ratos libres. Cogí un volumen enorme que se titulaba "Los valores gráficos en arquitectura" y miré la primera página. El ex libris consistía en un gato sentado que contemplaba un pez dentro de una pecera. Debajo se había garabateado el nombre de Dwight Costigan con caligrafía masculina. En el fondo de la memoria me tintineó una campanilla de alarma. ¿No era aquel el arquitecto que había proyectado la casa de Glen? ¿Se trataba de un libro prestado? Miré otros tres volúmenes. Todos ellos eran "de la biblioteca de" Dwight Costigan. Qué raro. ¿Por qué estaban allí?

Oí aproximarse el taconeo de Nola, puse los libros en su sitio, me acerqué a la ventana e hice como si hasta el momento me hubiera dedicado a contemplar el paisaje exterior. Ella entró en el estudio esbozando una sonrisa que aparecía y desaparecía como si tuviera algún cable suelto.

– Siento haberla hecho esperar. Siéntese, por favor.

La verdad es que no había pensado qué hacer para resolver la situación. Siempre que ensayo con antelación estas comedias estoy fabulosa y los demás personajes dicen exactamente lo que quiero que digan. Pero como nadie es perfecto, ni siquiera yo, es absurdo preocuparse por anticipado.

Tomé asiento en una de las sillas de metal, temiendo que se me escapara el culo por entre las tiras de cuero. Ella hizo lo propio en el borde de un pequeño sofá tapizado con algodón blanco y apoyó la mano con elegancia en la superficie de vidrio de la mesita del café, adoptando una actitud que habría sido de serenidad de no ser por las huellas de sudor que dejaba con las yemas de los dedos. La calibré de un vistazo. Esbelta, de piernas largas y con esos pechos que abultan lo que una manzana y que suelen calificarse de perfectos. Llevaba el pelo de un rojo que no se consigue en todas las peluquerías y que le enmarcaba el rostro en una cascada de bucles. Ojos azules, cutis inmaculado. Tenía ese aspecto despejado y sin edad que proporciona la cirugía estética cara, y el conjunto negro que vestía realzaba sus formas lozanas sin caer en la grosería o en la vulgaridad. Se conducía con solemnidad y franqueza, pero a mí todo me parecía una fachada.

– Usted dirá.

Tuve que formarme una opinión en una fracción de segundo. ¿De veras había podido liarse Bobby Callahan con una mujer tan artificial como la que tenía delante? Aunque ¿a quién trataba yo de engañar, copón? ¡Por supuesto que sí!

Le dediqué una sonrisa de quince vatios y apoyé la barbilla en la mano.

– Pues verá usted, Nola, tengo un pequeño problema. ¿Puedo llamarla Nola?

– Desde luego. Glen me ha dicho que investiga usted la muerte de Bobby.

– Así es. La verdad es que Bobby me contrató hace una semana y, como me dio un anticipo, me siento como si estuviera en deuda con él.

– Ya. Pensé que había sucedido algo anormal y que por eso quería usted hacer averiguaciones.

– Es posible. Aún no lo sé.

– Pero ¿no debería encargarse de ello la policía?

– Ya lo hace, ya. Yo practico… bueno, una investigación complementaria; por si la policía se equivoca.

– Bueno, pues a ver si lo resuelven entre unos y otros. Pobre muchacho. Todos lo sentimos mucho por Glen. ¿Y le sonríe a usted la suerte?

– Yo diría que en el fondo sí. Alguien me contó la mitad de la historia y sólo me falta averiguar el resto.

– Puede decirse, en tal caso, que es usted persona eficaz. -Titubeó con mucha elegancia-. ¿Y qué historia es esa?

Creo que en el fondo no tenía ganas de hacerme preguntas, pero se sentía obligada por la naturaleza de la conversación que sosteníamos. Hacía como que cooperaba y en consecuencia tenía que fingir interés por un tema que probablemente habría preferido ignorar.

Estuve un rato en silencio, contemplando la superficie de la mesa. Me pareció que daba verosimilitud a la mentira que estaba a punto de decirle. La miré a los ojos con intensidad efectista.

– Bobby me dijo que estaba enamorado de usted.

– ¿De mí?

– Eso me dijo.

Parpadeó. La sonrisa apareció y desapareció.

– Vaya, ha sido una sorpresa. La verdad es que me siento halagada, siempre me pareció un chico agradable, pero ¡por favor!

– A mí no me parece tan sorprendente.

Advertí en su carcajada una asombrosa mezcla de sinceridad e incredulidad.

– ¡Por el amor de Dios! Soy una mujer casada. Y doce años mayor que él.

Hostia, sabía restar años a su edad sin detenerse a hacer cálculos mentales ni recurrir a la cuenta de la vieja. Yo no soy tan rápida restando, lo que quiere decir que si no miento en este tema es por pura casualidad.

Esbocé una ligera sonrisa. Aquella mujer me cabreaba y di a mis palabras una entonación mundana y aburrida.

– La edad carece de importancia. Bobby está muerto. Ahora es más viejo que Matusalén. Más viejo que el viejo más viejo del mundo.

Se me quedó mirando, convencida de que me faltaba un tornillo.

– Bueno, tampoco es para ponerse así. Si Bobby Callahan se enamoró de mí, yo no tengo la culpa. En fin, ya me lo ha dicho. El chico estaba por mis huesos. ¿Y qué?

– Pues que estaba liado con usted, Nola. Eso es lo que hay. A usted se le enganchó la teta en una exprimidora y el chico la estaba ayudando a soltarse. Al chico lo mataron por su culpa, cara de culo. Y ahora vamos a dejarnos de tonterías y a poner las cartas sobre la mesa o llamo al teniente Dolan de Homicidios para que tenga una charla con usted.

– No sé de qué me habla -me espetó. Se puso en pie, pero yo ya había hecho lo mismo y le sujeté la delicada muñeca con tanta brusquedad que sufrió un sobresalto. Dio un tirón y la solté, aunque la mala leche me estaba inflando por dentro como un globo de hidrógeno.

– Se lo advierto, Nola. Es su única posibilidad. O me cuenta de qué iba la cosa o se va a enterar usted de lo que vale un peine. No me costaría nada. El tiempo de ir a los juzgados y revisar actas, registros, informes de prensa y fichas de la policía, hasta dar con cualquier noticia sobre usted, por pequeña que sea; y averiguar qué es lo que oculta; y ponerla en tal aprieto que durante el resto de su vida lamente no haberlo vomitado todo aquí, ahora, en este preciso instante.

Pisé el freno a tope. En el fondo de mi cerebro oí un ruido como el que hace un paracaídas al abrirse… Flofff. Se trataba de uno de esos momentos extraordinarios en que la memoria automática da un chasquido y emite una información que se concentra ante nosotros como si fuera un prontuario para estudiantes. Tuvo que ser por la adrenalina que me regaba la cabeza porque de la memoria central salió un chorro de datos que se proyectó en la pantalla de mi cerebro con la claridad de una mañana de primavera… no todos los datos, pero sí suficientes.

– Alto ahí. Ya sé quién es usted. Estuvo casada con Dwight Costigan. Sabía que su cara me sonaba de algo. Su foto salió en todos los periódicos.

Se puso pálida.

– Eso no tiene nada que ver con lo otro -dijo.

Me eché a reír, más que nada porque es mi reacción natural cuando recuerdo algo de pronto. Los saltos mentales me producen una pequeña reacción química y me da la risa floja.

– Vamos, vamos -exclamé-. Todo encaja. Aún no sé cómo, pero está claro que es la historia de siempre, ¿verdad?

Volvió a sentarse en el sofá y para mantener el equilibrio apoyó la mano en la superficie vítrea de la mesa. Respiró hondo para tranquilizarse.

– Será mejor que lo olvide -dijo sin mirarme.

– ¿Se ha vuelto loca? -dije-. ¿Se le ha estropeado el cerebro de mosquito? Bobby Callaban me contrató porque creía que querían matarle y resultó que era verdad.

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