Ahora está muerto y no puede modificar las cosas, pero yo sí, y si cree usted que voy a retirarme por la puerta de servicio es que no me conoce.
Cabeceó. Le había desaparecido todo rastro de hermosura y lo que quedaba era una pena. Tenía ahora el mismo aspecto que tenemos todos bajo un tubo fluorescente: macilento, agotado y manoseado.
– Le contaré lo que pueda -dijo en voz baja-. Pero le ruego que en cuanto me haya oído abandone la investigación. Se lo digo por su bien. Es cierto. Estuve liada con Bobby. -Hizo una pausa para preparar lo que tenía que decir-. Era una persona maravillosa. De verdad. Yo estaba loca por él. Era muy sencillo, sin complicaciones ni historias pasadas. Era sólo eso, un joven sano y lleno de energía. Señor. Tenía veintitrés años. Sólo con verle la piel, yo… -Se me quedó mirando a los ojos y se interrumpió vencida por la torpeza mientras le iba y venía la sonrisa, esta vez a causa de algún sentimiento que no supe descifrar: de dolor, tal vez de ternura. Me acomodé en la silla con cuidado, temiendo estropear el espíritu del momento.
"A esa edad -continuó- aún creemos que sabernos hacer bien las cosas. Aún creemos que podemos hacer todo lo que queremos. Pensamos que la vida es sencilla, que para cambiarlo todo basta con un par de maniobras. Yo le dije que a mí no me convencía este planteamiento, pero Bobby tenía espíritu de caballero andante. Mi pobre tonto.
Guardó silencio durante un rato.
– ¿En qué sentido era tonto? -dije sin perder la calma.
– Bueno, murió por eso, ya lo sabe usted. Y no puede ni figurarse lo culpable que me he sentido… -Se le fue la voz y desvió la mirada.
– Cuénteme el último capítulo. ¿Cómo encaja Dwight en esto? Creo recordar que se lo cargaron, ¿no?
– Dwight era mucho mayor que yo. Cuando nos casamos tenía cuarenta y cinco años y yo veintidós. Fuimos felices. Bueno, hasta cierto punto.
El me adoraba y yo le admiraba. Hizo muchas cosas por esta ciudad.
– ¿Proyectó la casa de Glen, no?
– Pues la verdad es que no. Quien trazó los planos originales, allá en los años veinte, fue su padre. Dwight se encargó de restaurarla tiempo después -dijo-. Me apetece un trago. ¿Quiere usted otro?
– Sí, sí, desde luego -dije.
Cogió la garrafa de brandy y le quitó el macizo tapón de vidrio. Apoyó la boca de la garrafa en el borde de una de las copas, pero le temblaban tanto las manos que temí por la suerte de ambos objetos. Le quité la garrafa y le serví una buena ración. Me serví yo otra, aunque a las diez de la mañana no me apetecía ni por asomo. Dio una sacudida circular a la copa y bebimos las dos. Engullí el licor y la boca se me abrió automáticamente como si me hubiera zambullido en una piscina y acabara de salir a la superficie. Aquello era alcohol de verdad, de verdad y del bueno; tanto que no tendría que cepillarme los dientes por lo menos durante un año. Vi que se calmaba respirando hondo un par de veces.
Me esforzaba mientras tanto por recordar los detalles que había publicado la prensa sobre el episodio en que Costigan había perdido la vida. Había sido cinco o seis años antes. Si la memoria no me fallaba, un desconocido había forzado cierta noche la puerta de su casa de Montebello y había matado a tiros a Dwight tras un forcejeo en el dormitorio. Yo estaba en Houston entrevistándome con un cliente y no había seguido con atención el desarrollo de los acontecimientos, pero, que yo supiera, el caso no se había solucionado en su momento y aún estaba pendiente de explicación.
– ¿Qué ocurrió? -pregunté.
– No me interrumpa con preguntas. Pedí a Bobby que lo olvidara, pero no me hizo caso y le costó la vida. El pasado es el pasado. Lo hecho hecho está y yo soy la única que paga ahora las consecuencias. Olvídelo. A mí ya no me importa y, si es usted inteligente, tampoco le importará.
– Usted sabe que eso es imposible. Cuénteme qué ocurrió.
– ¿Para qué? Las explicaciones no van a cambiar nada.
– Nola, voy a averiguarlo tanto si me lo cuenta como si no. Si me lo cuenta usted con pelos y señales, cabe la posibilidad de que me dé por satisfecha. A lo mejor lo comprendo y me olvido del asunto. Soy persona que se aviene a razones, pero usted tiene que jugar limpio.
Vi la indecisión escrita en sus facciones.
– Dios mío -exclamó, y bajó la cabeza durante unos segundos. Me miró con ansiedad-. Hay un loco por medio. Una persona que no está en sus cabales. Júreme… prométame que se apartará de la investigación.
– Eso no se lo puedo prometer y usted lo sabe. Cuéntemelo todo y ya veremos después qué nos conviene.
– Nunca se lo he contado a nadie. Sólo a Bobby, y ya ve usted lo que le pasó.
– ¿Y Sufi? Ella también lo sabe, ¿verdad?
Me miró sin comprender, momentáneamente sobresaltada ante la mención de aquel nombre. Desvió la mirada.
– No, no, en absoluto. Estoy convencida de que no sabe nada. ¿Por qué iba a saberlo? -Me pareció una respuesta demasiado indecisa para resultar convincente, pero lo dejé pasar por el momento. ¿La estaría chantajeando Sufi?
– Bueno, no puede negarse que lo sabe alguien más -dije-. Por lo que sé, a usted la estaban chantajeando y Bobby quiso pararle los pies al chantajista. ¿Cuál es el motivo? ¿Qué tiene esta persona contra usted? ¿En qué se basa?
Guardé silencio durante un rato mientras la veía debatirse con su necesidad de desahogarse. Cuando se decidió a hablar por fin, lo hizo en voz tan baja que tuve que inclinarme para acercar el oído.
– Estuvimos casados casi quince años. Dwight tenía la presión arterial muy alta y los medicamentos que le recetaron le produjeron impotencia. En realidad nunca tuvimos una vida sexual muy activa. Me cansé y busqué… a otra persona.
– Un amante.
Asintió. Había cerrado los ojos como si le hiciera daño recordar.
– Dwight nos descubrió una noche en la cama. Se puso furiosísimo. Fue al estudio a buscar una pistola, volvió y se entabló una pelea.
Oí pasos en el pasillo. Me volví hacia la puerta y ella giró también.
– Por favor -dijo con voz apremiante-, no repita nada de lo que le he dicho.
– Confíe en mí, no diré nada. ¿Qué ocurrió después?
Titubeó.
– Yo maté a Dwight. Fue un accidente, pero mis huellas están en el arma y el arma sigue en poder de cierta persona.
– ¿Es eso lo que buscaba Bobby?
Asintió con un movimiento casi imperceptible.
– ¿Quién tiene la pistola? -proseguí-. ¿Su ex amante?
Se llevó el dedo a los labios. Llamaron a la puerta y el doctor Fraker asomó la cabeza; al parecer se llevó una sorpresa al verme.
– Ah, hola, Kinsey. ¿Entonces es suyo el coche que hay fuera? Ya me iba, pero me entró curiosidad por saber quién estaba aquí.
– Vine para hablar con Nola acerca de Glen -dije-. Me parece que lo está pasando muy mal y me preguntaba si podríamos turnarnos para hacerle compañía, ahora que Derek se ha marchado.
Cabeceó con pesar.
– El doctor Kleinert me ha contado que Glen lo echó de casa. Es una vergüenza. No es que ese hombre me importe mucho, pero también son ganas de buscarse complicaciones precisamente ahora. Como si no tuviera bastantes.
– Pienso igual que usted -dije-. ¿Le molesta el coche? ¿Quiere que lo mueva?
– No, no, tranquila -dijo. Y mirando a Nola-:
Tengo que ir al hospital, pero no creo que vuelva tarde. ¿Hay algún plan para cenar?
Nola sonrió con simpatía, aunque tuvo que carraspear para responder.
– Cenaremos en casa, si no tienes inconveniente.
– No, claro que no. Bueno, os dejo con vuestras intrigas. Ha sido un placer, Kinsey.
– En realidad ya habíamos terminado -dijo Nola, poniéndose en pie.
– Ah, estupendo -dijo su marido-. Saldremos juntos entonces.
Me di cuenta de que Nola había aprovechado la aparición de Fraker para poner punto final a la conversación, pero no se me ocurrió ninguna treta para quedarme y menos aún con los dos allí de pie y mirándome.