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También se había utilizado como caja de seguridad el listón trasero del segundo cajón, donde encontré varias tarjetas de crédito y otro permiso de conducir. Este se había expedido a nombre de Delia Sims, domiciliada en Las Cruces, Nuevo México, y con la misma fecha de nacimiento que figuraba en el otro. Volví a tomar nota de los datos y devolví el carnet a su escondrijo con mucho cuidado. Metí otra vez el cajón y consulté la hora. Las siete y media pasadas. Por mí no había problema, pero aún quedaba mucho por registrar. Seguí la búsqueda, poniendo mucha atención en lo que hacía y guardándome de tocar nada. Cuando hube terminado de registrar los cajones de la cómoda, cogí los cabellos y volví a pegarlos en su sitio.

En el tocador no encontré nada y en las mesitas de noche menos aún. Miré en el armario, registré bolsillos, maletas, bolsos de mano y las cajas de zapatos, en una de las cuales vi la factura correspondiente a las sandalias rojas de tacón incorporado que calzaba Lila cuando nos presentaron. Cosido a la factura había un talón de compra con tarjeta de crédito, me guardé ambos papeles para echarles después un vistazo más detenido.

*El nombre, castellanizado, sería: Dalila Sansón (N. del T.)

No había nada debajo del lecho, nada detrás de la cómoda. Iba a registrarlo todo otra vez por si se me había pasado algo por alto cuando oí un gritito agudo en la sala de estar.

– ¡Kinsey, ya vuelven! -gimió Moza, muerta de miedo.

Amortiguado por la distancia, oí en la calle el estampido típico que produce la portezuela de un coche cuando se cierra de golpe.

– Gracias -murmuré. La adrenalina me recorrió el sistema circulatorio como el agua recorre las cañerías en un día de lluvia y habría jurado que el corazón, al igual que en las películas de dibujos animados, me hinchaba una tercera teta. Contemplé la habitación desde una perspectiva general. Todo parecía en su sitio. Abrí la puerta, salí al pasillo, cerré, saqué del bolsillo de los tejanos el manojo de llaves limadas. La linterna. ¡Joder! Me la había dejado encima del tocador.

Murmullos en la puerta de la casa. Lila y Henry. Moza haciéndose la simpática, preguntándoles por la cena. Volví a abrir sigilosamente, correteé de puntillas hasta el tocador, cogí la linterna y volví al pasillo. Me puse la linterna bajo el brazo y recé a todos los santos del cielo para no equivocarme de llave maestra. La giré hacia la izquierda y oí el chasquido del pestillo al entrar en el agujero. La giré en sentido contrario y la saqué con muchas precauciones, procurando evitar que las demás tintineasen. Miré por encima del hombro al tiempo que buscaba una salida.

A la derecha del pasillo, a cosa de un metro, estaba el vano por el que se accedía a la sala de estar. El dormitorio de Moza se encontraba al final de este tramo. A la izquierda estaba el recodo del teléfono, un cuarto trastero, el cuarto de baño y la cocina; al fondo se veía la entrada del comedor que comunicaba a su vez con la sala de estar. Si entraban por aquí, accederían al pasillo por mi derecha. Corrí hacia la izquierda y de dos saltos me colé en el cuarto de baño.

Me di cuenta al instante de que había elegido el peor sitio posible. Habría tenido que dirigirme a la cocina, por la que se podía salir a la calle. El cuarto de baño era una ratonera.

A la izquierda tenía la ducha, que era independiente y a la que se entraba por una portezuela de vidrio opaco; pegada a la ducha estaba la bañera. A la derecha tenía la pila y, algo más allá, el retrete. Sólo había un ventanuco y probablemente llevaba años sin abrirse. Oí que las voces aumentaban de volumen y supuse que Lila acababa de entrar en el pasillo. Me metí en la ducha autónoma y cerré la portezuela. No me atreví a echar el pestillo. No me cupo la menor duda de que se habría oído el chasquido metálico, que habría delatado mi presencia. Empuñé la linterna, me sujeté a la puerta, pegué los dedos a las baldosas y me fui agachando hasta quedar en cuclillas, ya que si entraba alguien sería menos visible si permanecía encogida. Retumbaron las voces en el pasillo y oí que Lila abría la puerta de su cuarto.

La ducha, que se había utilizado hacía poco, estaba húmeda aún y olía a jabón Zest. Un trapo del piso, colgado del grifo del agua fría, me goteaba en el hombro. En situaciones así, lo mejor es buscar refugio en la meditación trascendental. De lo contrario se acaba con dolores en las rodillas, con calambres en las piernas, perdiendo toda sentido de la precaución y con unas ganas locas de salir corriendo y chillando, a despecho de las consecuencias. Hundí la cara en el brazo derecho y me concentré en mi mundo interior. Aún sentía en la garganta el sabor de la cebolla del bocadillo. Tenía ganas de carraspear. Y de echar una meada. Esperaba que no me descubrieran porque iba a hacer un ridículo espantoso si a Lila o a Henry les daba por abrir la ducha y me veían allí agazapada. Ni siquiera me molesté en preparar una explicación. No había ninguna.

Alcé la cabeza. Voces en el pasillo. Lila había salido de su cuarto y cerrado a sus espaldas. A lo mejor había entrado sólo para cerciorarse de que los cabellos de seguridad seguían en su sitio.

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Habría tenido que confiscarle los permisos de conducir nada más verlos. No, había hecho bien dejándolos donde estaban.

La puerta del cuarto de baño se abrió de pronto y la voz de Lila retumbó entre las cuatro paredes de baldosas como si hablase por un megáfono. El corazón me dio tal vuelco que fue como si me hubiera sumergido en una piscina de agua helada. Lila estaba exactamente al otro lado de la portezuela de la ducha, a través de cuyo vidrio opalino distinguía vagamente su gordo perfil. Cerré los ojos, igual que hacen los niños, y deseé ser invisible.

– No tardo nada, querido -canturreó a medio metro de mí.

Se dirigió a la taza y oí el murmullo de su vestido de poliéster y el crujido de la faja.

Dios de los cielos, murmuré para mí, no permitas que se dé una ducha inesperada ni que le entren ganas de cagar. Estaba tan tensa que me habría puesto a estornudar, a toser, a gemir, a reír como una histérica. Me obligué a estar inmóvil, como hipnotizada, mientras el sudor me corría por las axilas.

Oí el agua de la cisterna. Lila tardó una eternidad en componerse la ropa. Murmullo, crujido, chasquido. La oí darle a la manivela y el agua de la cisterna volvió a salir a chorro. Se lavó las manos y el grifo gimió al cerrarse. ¿Cuánto tiempo iba a estar allí aquella mujer? Se dirigió por fin a la puerta, la abrió y oí que sus pasos se alejaban por el pasillo, camino de la sala de estar. Cuchicheos, bisbiseos, risas apagadas, voces de despedida y se cerró la puerta principal.

No moví ni un músculo hasta que oí la voz de Moza en el pasillo.

– ¿Kinsey? Se han ido ya. ¿Sigues aquí?

Expulsé el aire que había retenido en los pulmones y me puse en pie, al tiempo que me guardaba la linterna en el bolsillo trasero. Esta no es forma de ganarse la vida, pensé. Hostia, es que ni siquiera me iban a pagar por aquello. Saqué la cabeza por la portezuela de la ducha para cerciorarme de que no era una trampa. En la casa no había absolutamente nadie, salvo Moza, que en aquel momento abría el armario de los cacharros de la limpieza, sin dejar de murmurar "¿Kinsey?".

– Estoy aquí -dije en voz alta.

Salí al pasillo. Moza estaba tan emocionada porque no me habían descubierto que fue incapaz de enfadarse conmigo. Se apoyó en la pared y se abanicó con la mano. Pensé que lo mejor era marcharme de la casa cuanto antes, no fuera que volviesen con cualquier pretexto y me quitaran otros diez años de mi esperanza de vida.

– Es usted fabulosa -murmuré-. Toda la vida estaré en deuda con usted. Recuérdeme que la invite a cenar en el bar de Rosie.

Entré en la cocina y asomé la cabeza por la puerta trasera antes de salir. Ya era noche cerrada, pero antes de abandonar el oscuro refugio de la casa de Moza me aseguré de que la calle estaba desierta. Volví andando a casa, riéndome por dentro. En realidad tiene gracia esto de jugar con el peligro. Me divierte meter las narices en los cajones de los demás. Si el cumplimiento de la ley no me hubiese tentado primero, creo que me habría dedicado a desvalijar pisos. En lo tocante a Lila, comenzaba por fin a controlar una situación que no me gustaba ni un pelo, y el saberme con un poco de poder en la mano casi me producía vértigo. No sabía muy bien qué buscaba aquella mujer, pero estaba decidida a averiguarlo.

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