Ya en casa y a salvo, saqué el talón de compra con tarjeta de crédito que había cogido de la caja de zapatos de Lila. La compra en cuestión se había hecho el 25 de mayo en un establecimiento de Las Cruces. El nombre del propietario de la tarjeta, que había quedado impreso en el talón, era "Delia Sims". En la casilla del "teléfono" se había garabateado un número. Cogí la guía y busqué el prefijo de Las Cruces. Cinco, cero, cinco. Fui al teléfono y marqué el número, y mientras oía a lo lejos las señales de la llamada me pregunté qué diantres diría cuando descolgaran.
– Diga. -Voz de hombre. Cuarentón. Sin inflexiones.
– Sí, ¿oiga? -dije con afabilidad-. Quisiera hablar con Delia Sims.
Unos momentos de silencio.
– Espere, por favor.
Supuse que habían puesto la mano en el auricular porque al fondo oí el murmullo apagado de una conversación. Entonces se puso al habla otra persona.
– Dígame.
Era una mujer, pero no supe adivinar la edad.
– ¿Delia? -dije.
– ¿Quién llama, por favor? -La voz estaba en guardia, como si pudiera tratarse de una llamada obscena.
– Oh, disculpe -dije-. Soy Lucy Stansbury. No es usted Delia, ¿verdad? No me suena su voz.
– Soy una amiga de Delia. Ella no está en este momento. ¿Quería algo?
– Bueno, tal vez -dije con el cerebro a doscientos por hora-. Llamo desde California. He conocido a Delia hace poco y el caso es que se olvidó un par de cosas en el asiento trasero de mi coche. La única forma de ponerme en contacto con ella era este número de teléfono, que vi en la factura de una compra que efectuó en Las Cruces. ¿Sigue en California o ha vuelto ya a casa?
– Un momento, por favor.
Otra vez la mano en el auricular y el murmullo de una conversación al fondo. Volvió a ponerse la mujer.
– ¿Por qué no me dice su nombre y su teléfono para que la llame ella cuando vuelva?
– Sí, desde luego -dije. Le repetí el nombre, que le deletreé minuciosamente, y me inventé un número con prefijo de Los Ángeles-. ¿Quiere que le envíe las cosas por correo o espero hasta que me llame? Me sabe mal porque a lo mejor no sabe dónde se las dejó.
– ¿Qué es lo que se dejó exactamente?
– Ropa sobre todo. Un vestido de verano que sé que le gusta, aunque no creo que tenga mucha importancia. También tengo el anillo, el de esmeraldas y diamantes -dije, describiéndole el anillo que había visto en el dedo de Lila aquella primera tarde, en el jardín de Henry-. ¿Cree que tardará en volver?
Tras titubear abiertamente, la mujer replicó con sequedad:
– Pero ¿quién es usted?
Colgué. Toma, me dije, por querer engañar a los de Las Cruces. Era incapaz de adivinar las intenciones de aquella mujer, pero no me gustaba nada el negocio inmobiliario que había propuesto a Henry. Este estaba tan colado por Lila que ella podía convencerle sin duda de cualquier cosa. Y como la condenada se movía aprisa además, me dije que era urgente obtener unas cuantas respuestas antes de que le sacara a Henry todo lo que tenía. Cogí un fajo de tarjetas nuevas de fichero que tenía encima de la mesa, y cuando minutos más tarde sonó el teléfono, di un respingo.
Mierda, ¿ya han localizado la llamada? No, imposible.
Descolgué con cautela y escuché por si oía el zumbido lejano de las conferencias. No, no era una conferencia.
– ¿Sí?
– ¿La señorita Millhone? -Hombre. La voz me era conocida, aunque no pude identificar al propietario. Al fondo se oía música a todo volumen, motivo por el que mi interlocutor se veía obligado a hablar a gritos y por el que también yo tuve que gritar.
– ¡Sí, soy yo!
– Soy Gus -voceó-, el amigo de Bobby, el del puesto de patines.
– Ah, hola. Encantada de oírte. Ojalá tengas alguna información porque te lo agradecería de veras.
– Pues mira, he estado pensando en Bobby y creo que estoy en deuda con él. Debería habértelo dicho todo esta tarde.
– No te preocupes. Te agradezco que no me hayas olvidado. ¿ Quieres que nos veamos o prefieres decírmelo por teléfono?
– Me es igual. Hay algo que quería comentarte, no sé si te será útil o no, pero Bobby me dio un cuaderno de direcciones y a lo mejor te gustaría echarle un vistazo. ¿Te habló de él en alguna ocasión?
– Y tanto que sí. He puesto patas arriba la ciudad para ver si lo encontraba. ¿Dónde estás ahora?
Me dio un número de la calle Granizo y le dije que estaría allí en unos minutos. Colgué y cogí el bolso y las llaves del coche.
El barrio de Gus estaba mal iluminado y los patios y jardines eran solares adornados de vez en cuando con una palmera. Los coches pegados a las aceras eran vehículos baratos, con la pintura sin repasar, los neumáticos gastados y abolladuras que daban miedo. La compañía ideal para mi VW. Cada tres casas más o menos había una verja nueva de tela metálica, levantada para encerrar Dios sabe qué animales. Al pasar delante de una oí un revuelo desagradable y furioso que corrió hasta donde daba de sí la cadena que lo sujetaba y que se convirtió en gemido ahogado al ver que no me podía alcanzar. Seguí mi camino.
Gus vivía en una pequeña casa de madera situada en un semicírculo de casas iguales y que compartían un mismo jardín. Crucé la puerta ornamental sobre la que las cifras del número de la calle se habían dispuesto en arco. Había ocho viviendas en total, tres a cada lado del camino del centro y dos al fondo. Todas tenían un color amarillento, aunque por culpa del hollín incluso de noche su aspecto era deprimente. Supe cuál era la de Gus porque de ella salía la misma música que había oído por teléfono. De cerca no sonaba tan bien. La cortinilla de la puerta era una sábana colgada de una barra normal de cortinas y el cancel, en vez de tirador, tenía un taco de madera sujeto por un clavo. Para llamar tuve que esperar a que terminase la canción y se produjese un poco de silencio. La música se reanudó con gran estruendo.
– ¡Voy! -gritó Gus, que al parecer me había oído. Abrió la puerta y sostuvo el cancel para que pasara. Me introduje en la estancia y se me echaron encima el calor, la música a toda pastilla y un fuerte olor a gato.
– ¿No puedes quitar ese ruido? -grité.
Asintió, se acercó al equipo y lo apagó.
– Lo siento -dijo con voz insegura-. Siéntate.
Su casa era la mitad de pequeña que la mía, pero con el doble de muebles. Cama de cuerpo y medio, una cómoda grande de conglomerado, el equipo de música, unas derrengadas estanterías a base de ladrillo y tablas, dos sillones con la tapicería rota por los lados, una estufa de placas y una de esas unidades del tamaño de una mesa de televisor y que reunía el fregadero, la cocina y el frigorífico.
El cuarto de baño estaba separado de la estancia principal por un trozo de tela que colgaba de una cuerda. Las dos lámparas que había se habían envuelto en sendas toallas rojas que reducían sus doscientos cincuenta vatios a un suave resplandor rosáceo. Los dos sillones estaban llenos de gatos, cosa de la que Gus pareció darse cuenta al mismo tiempo que yo.
Cogió una brazada de felinos como quien coge un montón de ropa y me senté en el espacio que quedó libre. En cuanto los gatos aterrizaron en la cama, emprendieron el camino de vuelta. Uno de ellos se puso a sobarme el regazo como si fuese masa de pan y cuando quedó satisfecho se enroscó sobre sí mismo. Otro se me pegó al costado y un tercero se instaló en el brazo del sillón. Al parecer se espiaban para ver cuál se quedaba con la mejor parte. Tenían pinta de adultos y sin duda eran de la misma camada, ya que todos tenían el mismo pelaje y la cabeza del tamaño de una bola de billar. En el otro sillón había dos jóvenes encogidos, el uno pelirrojo y el otro negro, enredados como calcetines desparejos. Otro, el sexto, salió de debajo de la cama y se detuvo, estirando primero una pata trasera y luego la otra. Gus lo contempló con sonrisa apocada y con expresión de orgullo.
– ¿Verdad que son estupendos? -dijo-. Nunca me aburro con estos pequeñajos. Por la noche, cuando me meto en la cama, se me echan encima como un edredón. Uno se me pone en la almohada y me enreda el pelo con los pies. Y es que no me canso de darles besos. -Cogió uno y lo acunó como a un niño pequeño, humillación que el felino soportó con una pasividad sorprendente.