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– ¿Cómo se encuentra Kitty? No me lo ha dicho.

– Cuando la vi… bueno, estaba alterada, supongo que por verse de pronto en un hospital, pero le dije… le dije: "Mira, pequeña, tienes que entrar en razón". -Había recuperado el papel de padre, pero tampoco parecía sentirse a gusto con él. Podía imaginarme su eficacia a la hora de ligar.

– No parece que Glen simpatice mucho con ella -dije.

– No. Tampoco se lo reprocho; Kitty es muy difícil, y creo que Glen no entiende que cuesta mucho responsabilizarse de una muchacha así. Bobby ha tenido siempre todo lo que puede comprarse con dinero. ¿Y por qué no, si se lo podía permitir? Lo que me fastidia es que, haga lo que haga, a Bobby siempre se le perdona todo. Mientras que, haga Kitty lo que haga, es siempre el crimen del siglo. Bobby se ha buscado la ruina él solito, no nos engañemos. Pero cada vez que comete una barrabasada, Glen encuentra la forma de justificarle. ¿Entiende lo que le digo?

Me encogí de hombros sin mojarme el culo.

– No estoy al tanto de las actividades de Bobby.

Llegó la segunda ronda de bebidas y Derek tomó un sorbo de la suya como si se ganara la vida probando cócteles de vermut. Asintió con discreción y dejó el vaso en el centro justo del posavasos.

Se rozó las comisuras de la boca con los nudillos. Los movimientos se le volvían fluidos y los ojos empezaban a movérsele en las órbitas como un par de canicas en un recipiente de mercurio. Desde mi punto de vista, Kitty había cogido un colocón equivalente, sólo que con barbitúricos en vez de ginebra.

El camarero sacó del frigorífico un par de cervezas y se dirigió al otro extremo de la barra para servir a un cliente.

Derek bajó la voz.

– Lo que voy a contarle ha de quedar entre nosotros dos y los taburetes -dijo-. El muchachito ha recibido un par de citaciones por conducir borracho, y hace más de un año dejó inconsciente a una niña en un accidente de coche. Glen prefiere creer que son travesuras, dice que ya se sabe cómo son los jóvenes y bobadas por el estilo, pero si Kitty se pasa de la raya una sola vez, entonces ya es el acabóse.

Comenzaba a comprender por qué pensaba Bobby que aquel matrimonio no iba a durar. Estaban enfrentados en una lucha sin cuartel, papá contra mamá, e íbamos ya por las semifinales. Esbozó una sonrisa forzada que quiso ser simpática y pasó a situarse en terreno neutral.

– ¿Por dónde empieza cuando trabaja en un caso así? -preguntó.

– Aún no lo sé. Suelo husmear un poco, compruebo antecedentes, descubro una pista y la sigo para ver adónde me conduce. -Le observé mientras asentía como si le hubiera dicho algo realmente significativo.

– Pues le deseo suerte. Bobby no es mal chico, pero a veces hace de las suyas. Hay en él más cosas de las que pueden apreciarse a simple vista -dijo con expresión de complicidad. No se le trababa la lengua al hablar, aunque empezaba a pronunciar las consonantes indistintamente. Volvió a esbozar la sonrisa simpática de mensaje malicioso. Toda su actitud daba a entender que podía hablar con franqueza absoluta si quisiera, pero que se contenía por discreción. No le tomé en serio. Maquinaba algo y al parecer no se daba cuenta de que era transparente como el cristal. Tomé un sorbo de vino mientras calculaba si le podría sonsacar más datos de interés.

Consultó la hora.

– Será mejor que vuelva a casa. Hay que dar la cara. -Apuró lo que le quedaba en el vaso y abandonó el taburete. Sacó la cartera y pasó el dedo por varios fajos de billetes hasta que encontró uno de cinco y otro de diez, que dejó sobre la barra.

– ¿Se habrá enfadado Glen?

Sonrió para sí como si se le hubieran ocurrido varias contestaciones.

– Glen siempre está enfadada estos días. El cumpleaños ha sido una mierda. Eso es lo que pienso.

– Puede que salga mejor el año que viene. Gracias por la bebida.

– Gracias a usted por venir. Le agradezco su preocupación. Si puedo hacer algo por usted, no tiene más que decírmelo.

Anduvimos media manzana, hasta llegar a mi coche, y nos separamos. Por el espejo retrovisor vi que se dirigía con paso inestable hacia el parking de las visitas, en el otro extremo del hospital. Sospeché que fingía más control del que tenía. Sólo habíamos estado treinta minutos en el Plantación y le había visto zamparse dos cócteles de vermut. Arranqué, tracé una herradura y me detuve junto a él. Me incliné sobre el asiento contiguo y abrí la portezuela del copiloto.

– Si quiere que le lleve…

– No, gracias, estoy bien -dijo. Permaneció erguido un instante, balanceándose un poco. Comprendí el mensaje que emitía su sistema nervioso central. Inclinó la cabeza, frunció el ceño, entró en mi coche y cerró de un portazo.

– Ya tengo bastantes problemas, ¿verdad?

– Verdad -dije.

7

Al llegar a la oficina a las nueve de la mañana del día siguiente, vi que el abogado de Bobby me había enviado una copia del primer informe del accidente, junto con las notas relativas a la investigación incoada y muchas fotos en color que revelaban con detallismo satinado lo destrozado que había quedado el coche de Bobby y cómo se había producido la muerte de Rick Bergen a consecuencia de la caída. El cadáver, aplastado y magullado, se había encontrado en mitad de la pared montañosa. Aparté los ojos de la fotografía como si me hubiesen puesto en la cara un foco potentísimo y un escalofrío me recorrió el espinazo. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para observar los detalles con objetividad. Las luces del fotógrafo de la policía habían falseado el escenario negro de la noche de tal manera que la muerte parecía exageradamente truculenta, como en esas películas de terror donde el presupuesto y el guión no dan para más. Repasé por encima la colección entera hasta que di con las que recogían las imágenes del accidente en cuanto tal.

El Porsche de Bobby se había llevado por delante un buen pedazo de pretil, había partido por la base una carrasca, arañado rocas y cavado una trinchera entre los matojos, dando al parecer cinco o seis vueltas de campana antes de quedar inmóvil en el fondo del desfiladero, convertido en un amasijo de metales doblados y vidrios rotos. Se había fotografiado el coche desde perspectivas distintas, por delante y por detrás, para dar constancia de su posición relativa respecto de diferentes puntos del terreno; también había primeros planos de Bobby antes de que los de la ambulancia lo sacaran del coche. "Mierda", murmuré entre dientes. Dejé estar las fotos unos instantes y me llevé la mano a los ojos. Aún no me había tomado el café matutino y allí me tenías mirando un par de cuerpos forrados con sus propias entrañas.

Abrí el balcón y salí a tomar un poco el fresco. A mis pies, State Street estaba en orden y en silencio. Había poco tráfico y los peatones obedecían las señales como si fueran protagonistas de una de esas películas educativas que se pasan en los colegios para que los niños aprendan a andar por la calle. Los ciudadanos parecían gozar de buena salud y paseaban por las aceras con los miembros intactos y la carne cubriéndoles los huesos, como está mandado. El sol brillaba en un cielo sin nubes y las ramas de las palmeras permanecían inmóviles, ya que no soplaba la menor corriente de aire. Todo parecía de lo más normal, aunque sólo por el momento y hasta donde la vista me alcanzaba. Donde menos se esperaba podía saltar la muerte, igual que esos muñecos siniestros que salen de repente de una caja, con una mueca de crispación asesina.

Volví al interior, preparé la cafetera de filtro, me senté a la mesa, repasé otra vez las fotos y me puse a leer con atención y detenimiento los informes de la 'policía. Había también una copia del resultado de la autopsia de Rick Bergen, y advertí que la había practicado Jim Fraker, que por lo visto se dedicaba también a aquellos menesteres en el St. Terry. Santa Teresa es demasiado pequeña para que la policía tenga su depósito de cadáveres particular y su propio forense, y hay que contratar a especialistas ajenos a la administración.

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