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– Me ha dado usted un susto de muerte -dijo-. ¿Qué hace por aquí a estas horas? ¿Ha ocurrido algo?

– Nada en absoluto, no se preocupe. Siento haberla alarmado. Pasaba por aquí y tuve ganas de hablar con usted. ¿Puedo pasar?

– Estaba a punto de acostarme.

– Entonces podemos hablar aquí fuera.

Me miró con cara de pocos amigos y se apartó a regañadientes para dejarme entrar. Era media cabeza más baja que yo y le raleaba tanto la rubia pelambre que podía verle el cuero cabelludo. Pero no me parecía la típica señora mayor que se quedaba en casa con aquella bata de raso melocotón y las babuchas de pelo. Se notaba que le iba la marcha. A punto estuve de decirle "Tira, pendón", pero tuve miedo de que se ofendiera.

Una vez dentro, fotografié mentalmente la casa y archivé una copia en la memoria, en espera de futuras valoraciones. La estancia estaba sin ordenar y probablemente también sin limpiar ni fregar, habida cuenta de los platos sucios que la decoraban por doquier, las flores marchitas que había en un jarrón y la basura que crecía alrededor de una papelera llena hasta el borde. El agua que había en el fondo del jarrón había criado tantas bacterias que se había vuelto espesa y probablemente olería igual que un enfermo de cáncer de vejiga a punto de morir. En el brazo del sillón había una cajita de bombones estrujada. En el escabel, abierto y boca abajo, había uno de esos libros condensados que publica Reader's Digest. La estancia olía a pizza de mortadela, un fragmento de la cual entreví en la caja que había encima del televisor. El calor que emanaba el aparato la mantenía caliente, y el aroma del orégano y la mozzarella se mezclaban con el olor del cartón. Me acordé de que hacía un siglo que no probaba bocado.

– ¿Vive usted sola? -le pregunté.

Me miró como si mi intención fuera desvalijarle la casa.

– ¿Y qué si es así?

– Pensé que era usted soltera. Pero no es más que una suposición, porque nadie me ha dicho nada en este sentido.

– Es muy tarde para hacer encuestas -dijo con aspereza-. ¿Qué quiere?

Me siento liberada cuando la gente se me pone rústica. Es como si se me abriesen las compuertas de la tolerancia, la indolencia y la ordinariez. Le sonreí.

– He encontrado el cuaderno de Bobby.

– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

– Tengo curiosidad por saber qué relación tenía usted con él.

– Yo no tenía ninguna relación con él.

– Eso no es lo que he oído decir.

– Pues ha oído mal. Conocerle, le conocía, desde luego. Era el único hijo de Glen, y Glen y yo somos amigas íntimas desde hace años. Al margen de esto, Bobby y yo no teníamos nada que decirnos.

– Entonces ¿por qué se reunía con él en la playa?

– Yo nunca me "reunía" con él en la playa -dijo con sequedad.

– Cierta persona la vio con él en más de una ocasión.

Titubeó un segundo.

– Puede que me lo encontrase por casualidad un par de veces. ¿Qué hay de malo en ello? También le veía cuando trabajaba en el hospital.

– Lo que quisiera saber es de qué hablaban, nada más.

– Supongo que de muchas cosas -dijo. Advertí que ajustaba los engranajes cerebrales, probablemente para cambiar de táctica. Se despojó de unos cuantos kilos de dignidad ofendida, para sustituirla por lo visto por un poco de simpatía-. No sé qué me pasa. Siento haber sido tan grosera. Pero ya que está aquí, siéntese, por favor. Si quiere un vaso de vino, tengo una botella en el frigorífico.

– Pues sí. Muchas gracias.

Salió de la habitación, agradecida sin duda porque así tendría tiempo para inventarse explicaciones. Yo, por mi parte, me sentí encantada, porque me permitió husmear un poco. Me acerqué al sillón e inspeccioné la mesa que había junto a él. La superficie estaba alfombrada de objetos que no quise tocar. Abrí el cajón. Parecía el taller de un lampista. Pilas, velas, un alargador eléctrico, facturas, gomas elásticas, cajas de cerillas, dos botones, una caja de costura, lápices, correo comercial, un tenedor, una grapadora, todo ello rodeado y cubierto de polvo. Metí un dedo en el borde del asiento del sillón, recorrí el perímetro del mismo y encontré una moneda, que dejé donde estaba. Oí en la cocina el chirrido que produce una botella cuando se descorcha y el tintineo de los vasos cuando se cogen de la alacena. Cuando Sufi emprendió el camino de vuelta, el tintineo aumentó de volumen. Abandoné el registro y me instalé con indiferencia en el brazo del sofá.

Quería decirle algo bonito sobre la casa, pero me preocupaba más la posibilidad de que hubiera vencido la validez de mi última vacuna contra el tétanos. Si hubiera tenido que ir al lavabo, en vez de sentarme en la taza me habría puesto en cuclillas.

– Toda una casa -observé.

Hizo una mueca.

– La señora de la limpieza vendrá mañana -dijo-. No es que haga mucho, pero mis padres la tuvieron durante muchos años y yo no tengo valor para despedirla.

– ¿Viven con usted?

Negó con la cabeza.

– Murieron. De cáncer.

– ¿Los dos?

– Suele ocurrir -dijo con un encogimiento de hombros.

Cuánto amor por la familia.

Llenó un vaso y me lo tendió. Por la etiqueta de la botella vi que se trataba del mismo tarquín de reserva especial que solía beber yo antes de hacerme adicta a los envases de cartón con una viña dibujada en primer término. Estaba claro que ni ella ni yo teníamos ni paladar ni presupuesto para nada que valiese la pena.

Se instaló en el sillón con el vaso en la mano. Saltaba a la vista que había cambiado de actitud. Algo bueno había tenido que maquinar en la cocina. Tomó un sorbo de vino y me miró por encima del borde del vaso.

– ¿Ha hablado con Derek hace poco? -preguntó.

– Se presentó en mi oficina esta tarde.

– Ha tenido que mudarse. Cuando Glen volvió de San Francisco, ordenó a la doncella que empaquetara sus cosas y se las dejara en la puerta. Luego cambió las cerraduras.

– Qué cosas tiene la vida -dije-. ¿Sabe por qué?

– En vez de preocuparse por mí, le resultaría más productivo hablar con él.

– ¿Por qué dice eso?

– Porque él tenía un motivo para matar a Bobby. Yo no; en caso de que sea eso lo que anda usted buscando.

– ¿A qué motivo se refiere?

– Glen se ha enterado de que hace dieciocho meses suscribió a nombre de Bobby una póliza de seguros muy cuantiosa.

– ¿Qué? -El vaso se me volcó y el vino me chorreó por la mano. No podía ocultar que estaba sorprendida, pero no me gustó la cara de listilla que puso para darme en la boca.

– Lo que oye. La compañía de seguros la localizó para solicitarle una copia del acta de defunción. Es probable que el agente leyese lo de Bobby en la prensa y se acordara del nombre. Así se enteró Glen.

– Creí que no se podía suscribir una póliza a nombre de otra persona sin contar con la firma de ésta.

– Técnicamente eso es verdad; pero se puede hacer.

Me limpié el vino derramado con un pañuelo de papel. Mientras lo hacía se me encendió una de esas bombillas que aparecen en la cabeza de los personajes de las películas de dibujos animados y caí en la cuenta de que aquella mujer detestaba profundamente a Derek.

– Explíquemelo -dije.

– Pues nada, que lo han cogido con los pantalones en los tobillos. El dice que suscribió la póliza hace un siglo, después de que Bobby destrozara el coche un par de veces. Pensó que acabaría autodestruyéndose. Ya se sabe cómo son estos jóvenes, un accidente tras otro y al final al cementerio. Acaba por ser una forma de suicidio socialmente aceptada. Personalmente, no creo que Derek fuera tan previsor. Bobby bebía como una esponja y estoy convencida de que tomaba drogas. Tanto él como Kitty eran un desastre. Ricos, malcriados, caprichosos…

– Tenga cuidado con lo que dice, Sufi. A mí me caía muy bien Bobby Callaban. Creo que tenía voluntad y decisión.

– Sí, todos lo sabemos -dijo. Me hablaba ahora con un tono de superioridad que me sacaba de quicio, pero en aquel momento no me podía permitir el lujo de replicarle. Cruzó las piernas y balanceó un pie. El pelo de la babucha se agitó al chocar contra el aire-. Le guste o no, es la verdad. Y eso no es todo. Parece que Derek suscribió también una póliza a nombre de Kitty.

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