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– ¿Quién sabe? -dijo con abatimiento-. Esta noche creo. Al menos podré llevarme algo de ropa. Iba sin nada cuando me llevaron al loquero, joder.

– ¿Por qué te complicas así la vida, Kitty? Con Kleinert te iba bien.

– Es la hostia. ¿Has venido para sermonearme?

– He subido para registrar la habitación de Bobby. Busco el cuaderno rojo de direcciones por el que Bobby te preguntó el martes pasado Supongo que no sabes dónde está.

– No. -Se dobló por la cintura y, sirviéndose de un billete enrollado a modo de pajita, se puso a sorber por una de las fosas nasales como si fuese un aspirador en miniatura. Vi cómo el polvillo de coca le subía hasta la nariz, igual que en un truco de magia.

– ¿Se te ocurre a quién pudo habérsela dado?

– No. -Se recostó en la cama apretándose la nariz con los dedos. Se humedeció el índice, rebañó la superficie del espejito y se pasó la yema por las encías, como si se tratase de un calmante para el dolor de muelas. Cogió la copa de vino, volvió a recostarse en las almohadas y encendió un cigarrillo.

– Qué grande eres, tía -dije-. Hoy le das a todo. Unas rayitas, un lingotazo de vino, tabaco. Me parece que antes de meterte en la Tres Sur vas a tener que pasar por Desintoxicación.-Sabía que la estaba provocando, pero la niña me ponía a cien y tenía ganas de pelearme con ella; por lo menos me sentaría mejor que llorar y lamentarme.

– Vete a cagar -dijo con voz aburrida.

– ¿Te importa si lo hago sentada? -pregunté-

Me autorizó con un ademán, me senté en el borde de la cama y miré en derredor con curiosidad.

– ¿Qué ha sido de tu alijo?

– ¿Qué alijo?

El que guardabas aquí -dije- señalándole el cajón de la mesita de noche.

Se me quedó mirando con fijeza.

– Jamás he guardado ahí ningún alijo.

Me encantó el detallito de indignación puritana.

– Pues es curioso -dije- Yo vi que el doctor Kleinert sacaba de ahí un monedero repleto de pastillas.

– ¿Cuándo? -dijo con incredulidad.

– El lunes por la noche, cuando te llevaron en camilla. Quaaludes, Placidyles, Tuinales, la tira.-Yo no creía en realidad que aquellos somníferos y sedantes fueran suyos, pero tenía curiosidad por saber su versión.

Siguió mirándome durante unos momentos y soltó una bocanada de humo que volvió a inhalar limpiamente por la nariz.

– Yo no tomo esas cosas -dijo-.

– ¿Qué tomaste el lunes por la noche?

– Valium. Por prescripción facultativa.

Se levantó con fastidio y se puso a dar vueltas por la habitación.

– Me estás aburriendo, Kinsey. Por si se te ha olvidado, hoy han enterrado a mi hermanastro. Tengo otras cosas en que pensar.

– ¿Estabas liada con Bobby?

– No, no estaba "liada" con Bobby. Te refieres a tener relaciones sexuales, ¿no? A tener una historia, ¿no?

– Más o menos.

– Qué imaginación tienes. Para que lo sepas, ni siquiera se me ocurrió pensar en Bobby de ese modo.

– Puede que él sí pensara en ti de ese modo.

Se detuvo.

– ¿Quién lo dice?

– No es más que una suposición mía. Tú sabes que te quería. ¿Por qué no podía desearte sexualmente también?

.-Venga ya. ¿Te lo dijo Bobby?

– No, pero vi cómo reaccionaba la noche que te hospitalizaron. Lo que vi no me pareció que fuera amor exclusivamente fraternal. De hecho se lo pregunté a Glen entonces, pero según ella no había nada.

– ¿Lo ves? No había nada.

– Eso es lo malo. Porque habríais podido salvaros el uno al otro.

Imprimió un bailoteo a los ojos y me miró como diciendo: "qué morbosos sois los mayores"; pero con todo y con eso estaba inquieta y como pensando en otra cosa. Localizó un cenicero en la cómoda y apagó el cigarrillo. Levantó la tapa de una caja de música y oí las notas iniciales del Tema de Lara de Doctor Zivago antes de que la cerrase de golpe. Cuando volvió a mirarme, vi que tenía lágrimas en los ojos y al parecer le daba vergüenza llorar. Se apartó de la cómoda.

– Tengo que hacer la maleta.

Fue al ropero y cogió una bolsa deportiva de lona. Abrió el primer cajón de la cómoda y cogió un puñado de bragas, que metió en la bolsa con brusquedad. Cerró de golpe el cajón y abrió el siguiente, del que sacó camisetas, tejanos y calcetines.

Me puse en pie y me dirigí a la puerta, donde me volví con la mano ya en el tirador.

– Nada dura eternamente. Ni siquiera la desdicha.

– Claro, claro. La mía no, desde luego. ¿Por qué crees que tomo drogas, por la salud?

– Quieres hacerte la dura, ¿eh?

Joder, ¿por qué no te vas a predicar a las misiones? Te has aprendido muy bien el papel.

– Lo quieras o no, algún día llamará a tu puerta un poco de felicidad. Te convendría mantenerte con vida para disfrutar de ella.

– Lo siento. No hay trato. No me interesa.

Me encogí de hombros.

– Pues muérete. Nadie lo lamentará. Por lo menos, no tanto como la muerte de Bobby. Hasta ahora no has hecho nada por lo que valga la pena recordarte.

Abrí la puerta.

Oí el golpe de un cajón al cerrarse.

– Kinsey.

Me volví. Sonreía como burlándose de sí misma, aunque no lo suficiente.

– ¿Te apetece una raya? Yo invito.

Salí de la habitación y cerré con suavidad. Me habría gustado dar un portazo, pero ¿qué sentido tenía?

Bajé a la sala de estar. Tenía hambre y me apetecía una copa de vino. No quedaban ya más que cinco o seis personas. Sufi estaba sentada en un sofá, al lado de Glen. A los demás no los reconocí. Me acerqué a la mesa del bufé que se había instalado al fondo de la sala. Alicia, la doncella chicana, reordenaba una bandeja de gambas y unificaba entremeses para que lo que quedaba no pareciese un montón de sobras. Lo de ser rico era la hostia. A mí nunca se me habría ocurrido. Yo creía que bastaba con invitar a la gente y que cada cual hiciera lo que le diese la gana, pero no; ahora me daba cuenta de que para celebrar una fiesta había que controlarlo todo con muchísima astucia.

Llené un plato, me hice con una copa sin estrenar y me serví vino. Elegí un asiento lo bastante cerca de los demás para no quedar como una grosera, pero lo bastante alejado para no verme obligada a hablar con nadie. Tengo una vena de timidez que sale a la superficie en situaciones como ésta.

Prefería chismorrear con cualquier puta de la parte baja de State Street a intercambiar plácemes con aquella gente. ¿De qué íbamos a charlar? En aquel momento hablaban de las inversiones a largo plazo. Probé el paté de salmón y traté de poner interés en mi expresión, como si hubiera hecho un montón de inversiones a largo plazo y ahora me resultaran un engorro. Qué jodido, ¿no?

Noté que me rozaban el brazo y vi que Sufi Daniels se instalaba en el sillón contiguo al mío.

– Glen me ha dicho que Bobby le tenía mucho aprecio -dijo.

– Espero que sea verdad. A mí me caía muy bien.

Se me quedó mirando con fijeza. Seguí comiendo porque no tenía nada más que decir. Llevaba un vestido raro, largo, negro y de un tejido sedoso que combinaba con la chaqueta que se había puesto. Supuse que su intención era ocultar la pequeña joroba que le afeaba la espalda, pero tal como le quedaba se habría dicho que tocaba en alguna orquesta filarmónica, de las multitudinarias. En la cabeza lucía el mismo penacho claro y liso que le había visto al conocerla y se había maquillado con ineptitud. No habría podido diferenciarse más de Glen Callahan. Sus modales eran un tanto condescendientes, como si de un momento a otro me fuera a dar bajo manga un par de dólares por mis servicios. Habría podido darle un corte, pero siempre cabía la posibilidad de que tuviese el cuadernito rojo de Bobby.

– ¿Cómo conoció a Glen? -pregunté mientras tomaba un sorbo de vino. Dejé la copa en el suelo, al lado del sillón, y cogí una gamba fría con salsa picante. La mirada de Sufi se desvió para posarse en Glen durante unas décimas de segundo.

– Nos conocimos en la escuela.

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