Atajé por el inmenso pasillo abovedado que conduce a los jardines de la parte posterior. Habría unas veinticinco personas esparcidas por el césped, las unas comiendo, las otras dando una cabezada, las restantes tomando el sol. Por entretenerme, me puse a contar y calificar los encantos físicos de un tío cachas que venía hacia mí con una camisa azul claro de manga corta. Comencé la evaluación visual por abajo y fui subiendo. Ajá, caderas interesantes… lástima que vaya vestido… ajá, estómago plano… brazos fuertes. Estaba ya casi a mi altura cuando llegué a la cara y me di cuenta de que era Jonah.
No lo había visto desde junio. El régimen alimenticio y la gimnasia habían hecho milagros en su anatomía. La cara, que yo había calificado de "inofensiva" en el pasado, le había adelgazado de un modo muy atractivo. Llevaba un poco más largo el pelo negro, y como había tomado el sol los ojos azules le chispeaban en un rostro que había adquirido el color del azúcar moreno.
– Qué barbaridad -exclamé, deteniéndome en seco-. Estás fabuloso.
Me sonrió halagado.
– ¿Lo dices en serio? Gracias. Al menos he adelgazado diez kilos desde que nos vimos por última vez.
– ¿Y cómo lo has hecho? ¿En el gimnasio?
– Bueno, sí, fui una temporadita.
Le miré, me miró y volví a mirarle. Emanaba feromonas como si se hubiera puesto una loción para después de afeitarse al almizcle y noté que la química de mi organismo empezaba a reaccionar. Me sacudí mentalmente la modorra. No era aquello lo que yo quería. Si hay algo peor que un hombre recién separado es un hombre que no acaba de separarse.
– Me dijeron que te habían herido -dijo.
– Sólo con un veintidós, apenas un rasguño. Pero además me molieron a palos y eso sí que me dolió. Los hombres desvían la mirada cuando ven esta mierda -dije, pasándome el dedo por el puente de la nariz-. Me la rompieron.
Movido por un impulso, alargó la mano y me la rozó.
– A mí me parece totalmente presentable.
– Gracias -dije-. Aún moqueo mucho.
Hicimos una de esas pausas horrorosas que desde el principio habían caracterizado nuestra relación. Me cambié el bolso de hombro, sólo por hacer algo.
– ¿Qué has traído? -dije, señalando la bolsa de papel que llevaba en la mano.
Miró la bolsa.
– Ah, sí. Ya me había olvidado. Bueno… unos bocatas, Pepsi y un par de pasteles.
– Podríamos comer y todo.
Se quedó donde estaba. Cabeceó.
– Kinsey, creo que es la primera vez que te lo digo, pero ¿por qué no mandamos a la mierda la comida y nos agazapamos detrás de aquellos matorrales?
Me eché a reír porque acababa de intuir la materialización de algo cachondo y viscoso que no tengo inconveniente en repetir. Le enlacé el brazo con la muñeca.
– Eres una ricura.
– No me llames ricura.
Descendimos los anchos peldaños de piedra y nos dirigimos al otro extremo de los jardines, donde hay árboles desmelenados que dan sombra. Nos sentamos en la hierba y nos dedicamos a comer. Abrimos las latas de Pepsi, cayeron hojas de lechuga de los bocatas, nos pasamos servilletas de papel y comentamos entre murmullos que todo estaba muy bueno. Al terminar habíamos recuperado un poco la compostura profesional y hablábamos como adultos y no como adolescentes ávidos de sexo.
Metió en la bolsa su lata vacía de Pepsi.
– ¿Sabes lo que se rumorea sobre la muerte de Costigan? Hablé con un colega que trabajaba antes en Homicidios y me dijo que desde el principio pensó que había sido la mujer. La situación, los detalles, todo olía mal en aquella historia. Según la mujer, un tipo forzó la entrada, el marido cogió una pistola, te ataco, me defiendo, ¡bumba! Se dispara la pistola y el marido la palma. El intruso sale corriendo y ella llama a la policía, víctima asustada de un intento de robo de lo más casual. En fin, era un asunto feo, pero la mujer se mantuvo firme. Contrató a un abogado hábil y mañoso sin pérdida de tiempo y no dijo esta boca es mía hasta que hizo acto de presencia. Ya sabes cómo son estas cosas. "Lo siento, pero mi cliente no puede responder a esa pregunta." "Lo siento, pero no permitiré que responda a esa otra." Nadie creyó una palabra de cuanto dijo la mujer, pero no había pruebas y aguantó con entereza hasta el final. Ni indicios materiales, ni chivatazos, ni arma homicida, ni testigos. Fin de la historia. Espero que no estés trabajando para ella, porque si es así, vas lista.
Negué con la cabeza.
– Investigo la muerte de Bobby Callahan -dije-. Creo que lo mataron y estoy convencida de que su muerte está en relación con el caso Dwigth Costigan.
– Le hice un resumen del asunto sin mirarle a los ojos. Nos habíamos tumbado en la hierba y seguían bailoteándome en la cabeza unas fantasías sexuales muy inoportunas. Para olvidarme de ellas le di a la lengua todo lo que pude y le conté detalles que habría podido callar.
Jodeeeer. Di una sola palabra sobre el asesinato de Costigan y el teniente Dolan te colgará del palo de la bandera -dijo.
– ¿Qué has averiguado sobre Lila Sams?
Me enseñó el índice.
– Reservaba lo mejor para el final -dijo-. Introduje su nombre en el ordenador y me salió una biografía completa. Esa mujer tiene una colección de órdenes de búsqueda y captura más larga que tu brazo. Las primeras se remontan a 1968.
– ¿Y por qué?
– Por estafa, por adquirir propiedades fraudulentamente, por robo con premeditación y engaño. Ha pasado dinero falso, además. En este momento siguen vigentes seis órdenes de búsqueda contra ella. Espera, míralo tú misma. Te he traído el listado.
Me tendió el impreso y lo cogí. ¿Por qué no salté de alegría ante la idea de tener a Lila en el bote? Pues porque a Henry se le iba a partir el corazón y yo no quería ser la responsable. Leí la hoja por encima.
– ¿Puedo quedármela?
– Sí, pero no tiembles de ese modo. Tranquilízate -dijo-. Supongo que conoces su paradero.
Le miré con sonrisa apocada.
– Probablemente está ahora en mi jardín, tomándose un té con hielo -dije-. Mi casero está chiflado por ella y sospecho que ella está a un paso de quitarle todo lo que tiene.
– Habla con Whiteside, de Fraudes y Estafas, y él hará que la detengan.
– Creo que sería conveniente hablar antes con Rosie.
– ¿La vieja que está a cargo del tugurio que hay cerca de tu casa? ¿Qué tiene que ver con esto?
– No, nada, que Lila nos cae gorda a las dos. Fue Rosie quien me sugirió la idea de comprobar sus antecedentes, aunque sólo fuera por fastidiar. Queríamos saber de dónde procedía.
– Pues ya lo sabes. ¿Cuál es el problema?
– No lo sé. Creo que no es más que una tontería, pero ya veremos. Lo que no quiero es precipitarme y hacer algo que luego pueda lamentar.
Hubo un momento de silencio y Jonah me tiró de la blusa.
– ¿Has estado últimamente en el campo de tiro?
– No voy por allí desde que fuimos juntos aquella vez -dije.
– ¿Quieres que volvamos?
Jonah, no podemos.
– ¿Por qué?
– Pues porque parecería que queremos ligar y no sabríamos qué hacer.
– Creí que éramos amigos.
– Y lo somos. Pero no podemos salir juntos.
– ¿Por qué no?
– Porque eres un tío cachas y yo soy una listilla -dije con resentimiento.
– Otra vez el tema de Camilla, ¿no?
– Exacto. No tengo intención de entrometerme. Has estado con ella mucho tiempo.
– Escucha, yo sigo pensando que cometí una equivocación. Pude haber ido a otro instituto, ¿no? Séptimo curso. ¿Cómo iba a saber entonces que tomaba una decisión que me las haría pasar putas a los cuarenta?
Me eché a reír.
– La vida es eso, amigo mío. Tuviste que elegir entre ciencias y letras, ¿no? Pudiste ser mecánico, pero preferiste ser policía. ¿Sabes entre qué tuve que elegir yo? Entre psicología infantil y economía doméstica. Las dos me importaban un rábano.
Ojalá no nos hubiéramos vuelto a ver.
Se me borró la sonrisa de la cara.