Las horas pasaban lentamente. Su vuelo salía al mediodía desde Raleigh, lo cual quería decir que pronto se marcharía del Greenleaf. Se había levantado antes de las seis, había hecho las maletas y había cargado todo el equipaje en el coche. Tras asegurarse de que la luz de la habitación de Alvin estaba encendida, se dirigió al bungaló de recepción. El golpe del aire helado matutino acabó de despertarlo.
Jed lo miró con cara de pocos amigos, como ya esperaba. Su pelo estaba más enmarañado que de costumbre, y su ropa, notablemente arrugada, así que Jeremy supuso que el gigante se acababa de levantar hacía sólo unos escasos minutos. Jeremy depositó la llave sobre el mostrador.
– Vaya lugar tan especial. Se lo recomendaré a mis amigos -pronunció Jeremy, con afán de ser afable.
Aunque pareciera imposible, la expresión de Jed se tornó todavía más despreciativa, y Jeremy se limitó a sonreír. De vuelta a su habitación, distinguió los focos de un coche que se abría paso a través de la niebla por el camino de gravilla. Durante un instante pensó que era Lexie, y su corazón dio un vuelco súbitamente; cuando el coche estuvo finalmente a la vista, sus esperanzas desaparecieron también súbitamente.
El alcalde, arropado con una chaqueta gruesa y una bufanda, salió del coche. Sin mostrar la energía de la que había hecho alarde en los últimos encuentros, avanzó a tientas en la oscuridad hasta Jeremy.
– ¿Qué, ya has hecho las maletas? -soltó a modo de saludo.
– Pues sí. Ahora mismo las estaba cargando en el coche.
– Supongo que Jed no te habrá cobrado la estancia.
– No -contestó Jeremy-. Muchas gracias por tu generosidad.
– No hay de qué. Tal y como te dije, es lo mínimo que podemos hacer por ti. Sólo espero que lo hayas pasado bien en nuestra apreciada localidad.
Jeremy asintió, fijándose en la cara de preocupación del alcalde.
– Sí, la verdad es que lo he pasado muy bien.
Por primera vez desde que Jeremy lo había conocido, Gherkin parecía no encontrar las palabras que buscaba. Mientras el silencio se tornaba incómodo, Tom introdujo la bufanda dentro de la chaqueta.
– Bueno, sólo quería pasar por aquí para decirte que a los del pueblo les ha encantado conocerte. Sé que no debería hablar en boca de todos, pero te aseguro que has causado una muy buena impresión.
Jeremy hundió las manos en los bolsillos.
– ¿Por qué el engaño?
Gherkin suspiró.
– ¿Te refieres a incluir el cementerio en la gira?
– No. Me refiero a que tu padre plasmó la respuesta en su diario y que tú me lo has ocultado.
Una expresión taciturna se apoderó de la cara de Gherkin.
– Tienes razón -repuso tras unos segundos, con la voz entrecortada-. Mi padre resolvió el misterio. -Miró a Jeremy directamente a los ojos-. ¿Sabías el motivo de su interés por la historia del pueblo?
Jeremy sacudió la cabeza lentamente.
– En la segunda guerra mundial, mi padre coincidió en el ejército con un hombre llamado Lloyd Shaumberg. Shaumberg era teniente, y mi padre no era más que un soldado raso. Ahora parece como si la gente no apreciara que en la guerra no sólo había soldados en la primera línea de fuego. La mayoría de los que tomaron parte en ese episodio eran personas normales y corrientes: panaderos, carniceros, mecánicos. Shaumberg era historiador. Por lo menos eso es lo que mi padre decía. De hecho, era un simple profesor de historia en un instituto de Delaware, pero mi padre aseguraba que no existía ningún oficial mejor que él en todo el ejército. Solía entretener a sus hombres contándoles historias del pasado, historias que casi nadie conocía, y eso ayudó a que mi padre no se muriera de miedo por las atrocidades que sucedían a su alrededor. Pues bien, después del penoso avance hasta la península de Italia, Shaumberg y mi padre y el resto del pelotón quedaron sitiados por los alemanes. Shaumberg ordenó a sus hombres que se retiraran mientras que él intentaba cubrirlos. «No me queda ninguna otra alternativa», les explicó. Era una misión suicida; todos lo sabían, pero así era Shaumberg. -Gherkin hizo una pausa-. Al final mi padre sobrevivió y Shaumberg murió, y cuando mi padre regresó a casa después de la guerra, prometió que también se convertiría en historiador, como una forma de honrar a su amigo.
Gherkin no continuó, y Jeremy lo miró con curiosidad.
– ¿Por qué me cuentas todo esto?
– Porque -respondió Gherkin- a mi modo de entender, yo tampoco tenía ninguna otra alternativa. Cada pueblo necesita un elemento distintivo, algo que sea capaz de transmitir a sus habitantes la poderosa idea de que viven en un lugar especial. En Nueva York no tenéis que preocuparos por esas tonterías. Están Broadway y Wall Street y el Empire State Building y la Estatua de la Libertad. Pero aquí, después del cierre de casi todas las fábricas, reflexioné y me di cuenta de que lo único que nos quedaba era una leyenda. Y las leyendas…, bueno, las leyendas sólo son reliquias del pasado, y un pueblo necesita algo más que eso para sobrevivir. Es todo lo que intentaba hacer: hallar una forma de mantener vivo este pueblo, de no dejarlo morir del todo, y entonces apareciste tú.
Jeremy desvió la mirada, pensando en los comercios cerrados que había visto la primera vez que pisó Boone Creek, y recordó el comentario de Lexie sobre el cierre del molino textil y de la mina de fósforo.
– Así que has venido para darme tu interpretación -dedujo Jeremy.
– No. He venido para que sepas que todo esto ha sido idea mía, sólo mía; ni de los del Ayuntamiento, ni de la gente que vive aquí. Quizá me haya equivocado. Quizá no estés de acuerdo con mis métodos. Pero quiero que sepas que lo he hecho porque pensaba que era lo mejor para el pueblo y para sus habitantes. Y ahora, todo lo que te pido es que cuando redactes tu artículo, recuerdes que no hay nadie más involucrado. Si quieres sacrificarme, adelante; podré vivir con esa pena. Además, tengo la seguridad de que mi padre me habría comprendido, y eso me llena de orgullo.
Sin esperar una respuesta, Gherkin dio media vuelta, regresó a su coche y desapareció en la niebla.
La luz del amanecer confería al cielo unos tonos grises plomizos. Jeremy estaba ayudando a Alvin a cargar el resto del equipaje cuando apareció Lexie.
Se bajó del coche con el mismo porte enigmático que la primera vez que la vio, con sus ojos violetas inescrutables, incluso cuando lo miró directamente a la cara. En su mano sostenía el diario de Gherkin. Por un momento, se miraron en silencio, como si no supieran qué decirse.
Alvin, de pie cerca del maletero abierto, rompió el silencio.
– Buenos días -la saludó.
Ella se esforzó por sonreír.
– Ah, hola, Alvin.
– Caramba, estás muy madrugadora.
Lexie se encogió de hombros y volvió a fijar los ojos en Jeremy. Alvin miró primero a uno y luego al otro antes de señalar hacia el bungaló con la cabeza.
– Creo que será mejor que eche un último vistazo a la habitación -apuntó, a pesar de que nadie parecía prestarle atención.
Cuando hubo desaparecido, Jeremy suspiró profundamente.
– Pensaba que no vendrías.
– La verdad es que yo tampoco estaba segura de si lo haría.
– Me alegro de que te hayas decidido -dijo él.
La luz gris le recordó su paseo por la playa cerca del faro, y sintió un profundo pinchazo de angustia y desespero al reconocer lo mucho que la quería. Aunque su primer instinto fue romper la distancia que lo separaba de ella, la postura rígida de Lexie hizo que desistiera de la idea.
Lexie señaló hacia el coche.
– Veo que ya lo tienes todo listo para marcharte.
– Si.
– ¿Acabasteis de filmar las luces?
Jeremy dudó un instante, sintiendo una creciente irritación por la banalidad de la conversación.
– ¿Has venido a hablar sobre mi trabajo o a averiguar si ya he hecho las maletas?