Y ahora el pueblo había depositado todas sus esperanzas en la existencia de fantasmas en el cementerio y en que el urbanita consiguiera atraer al mundo entero hasta la mismísima puerta de Boone Creek precisamente gracias a esos fantasmas. Rodney tenía serias dudas de que el plan saliera como todos esperaban. Además, francamente, le importaba un comino si el mundo entero venía o no. Lo único que quería era que Lexie continuara formando parte de su mundo.
En el otro extremo del pueblo y casi a la misma hora, Lexie se asomó al porche de su casa justo en el momento en que Jeremy doblaba la esquina de su calle con un ramo de flores silvestres en la mano. «Qué detalle más agradable», pensó ella, y de repente deseó que él no se diera cuenta de su nerviosismo.
A veces ser mujer suponía todo un reto, y esa noche el reto era más que considerable. Primero porque no estaba segura de si se trataba de una cita formal o no. Desde luego la situación se asemejaba más a una cita que su rápida escapada al mediodía, pero no se trataba exactamente de una cena romántica para dos, y no estaba segura de si habría aceptado algo similar. Después también estaba la cuestión de la imagen y el aspecto que deseaba proyectar, no sólo con Jeremy sino con el resto de los que los verían aparecer juntos. Si además añadía que se sentía mucho más a gusto con unos vaqueros viejos y que no tenía intención de lucir ningún jersey escotado, toda la cuestión se tornaba tan confusa que finalmente Lexie tiró la toalla. Al final se decidió por una imagen profesional: un traje pantalón de color marrón con una blusa de color marfil.
En cambio, él se había decantado por una imagen funeraria: todo de negro, a lo Johnny Cash, como si la ocasión no le importara lo suficiente como para elegir un traje más festivo.
– Vaya, veo que no has tenido problemas para llegar hasta aquí -comentó Lexie a modo de saludo.
– No ha sido tan difícil -reconoció Jeremy-. Me mostraste tu casa cuando estábamos en la cima de Riker's Hill, ¿recuerdas? -Le entregó las flores-. Son para ti.
Ella las aceptó con una sonrisa adorable, incluso sensual, aunque a Jeremy le pareció que el término «adorable» era más apropiado.
– Gracias. ¿Qué tal te ha ido con los diarios?
– Muy bien, aunque hasta ahora no he encontrado nada espectacular en los que he leído.
– No desesperes -apuntó ella con una sonrisa enigmática-. Quién sabe lo que vas a encontrar. -Se acercó el ramo de flores a la nariz-. Son muy bonitas. Dame un segundo para que las ponga en un jarrón con agua y coja un abrigo.
– Te esperaré aquí -dijo Jeremy al tiempo que abría las manos, mostrando las palmas.
Un par de minutos más tarde ya estaban en el coche, conduciendo a través del pueblo en dirección opuesta al cementerio. Entre tanto, la niebla continuaba espesándose, y Lexie se dedicó a indicarle a Jeremy por qué calles tenía que ir hasta que llegaron a una carretera más amplia, flanqueada por unos magníficos robles que parecían centenarios. Aunque él no podía divisar la casa, aminoró la marcha cuando se acercó a una elevada valla de setos que supuso que debía de bordear toda la finca. Se inclinó hacia el volante, preguntándose qué dirección debía tomar.
– Aparca por aquí, si quieres -sugirió Lexie-. No creo que encuentres aparcamiento más adelante, y además, seguramente te interesará poder sacar el coche más tarde, cuando decidas marcharte.
– ¿Estás segura? Si ni siquiera podemos ver la casa.
– Confía en mí. ¿Por qué crees que he cogido el abrigo largo?
Jeremy dudó sólo unos instantes antes de decidirse. ¿Por qué no? Y unos momentos más tarde, los dos estaban caminando por la carretera. Lexie luchaba para que el viento no le abriera el abrigo. Siguieron la curva de la valla de setos, y de repente, la vieja mansión georgiana apareció en toda su gloria delante de ellos.
Sin embargo, lo primero que Jeremy vio no fue la casa, sino los coches: un montón de coches, aparcados de forma aleatoria, con los morros apuntando en todas direcciones como si planearan escapar de allí de la forma más práctica posible. Y seguían llegando más vehículos que, o bien daban vueltas alrededor de ese enorme caos de coches mal aparcados, mostrando las luces de los frenos constantemente, o bien intentaban entrar con calzador en los escasos espacios libres que quedaban.
Jeremy se detuvo y contempló la escena.
– Pensé que se trataba de una fiestecita, algo más íntimo, parecido a una reunión familiar.
Lexie asintió.
– Esta es la versión que el alcalde tiene de una fiestecita. Note olvides de que conoce prácticamente a todo el mundo condado.
– ¿Y tú sabías que sería un acontecimiento de esta magnitud?
– Claro.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– No me canso de repetírtelo: porque no me lo preguntante. Y además, pensé que ya lo sabrías.
– ¿Cómo quieres que me imaginara que el alcalde a organizar una cosa así?
Ella sonrió y desvió la vista hacia la casa.
– Realmente es impresionante, ¿no crees? Aunque eso no significa que crea que te merezcas esta clase de recepción.
Jeremy arrugó la nariz, con aire divertido.
– Empiezo a acostumbrarme a tu encanto sureño.
– Gracias. Y no te preocupes por esta noche. No resultará tan estresante como supones. Todos son muy afables, y si en algún momento te asalta alguna duda, recuerda que eres el invitado de honor.
Según Rachel, Doris demostró ser la organizadora de cenas más eficiente del mundo entero; había montado todo el tinglado sin ningún tropiezo e incluso todavía les había sobrado tiempo En lugar de ocuparse de servir la comida durante la velada, Rachel se estaba dedicando a contonearse entre la multitud con su mejor vestido de fiesta, una imitación de Chanel, cuando diviso a Rodney subiendo las escaleras del porche.
Con su uniforme más que impecable, se dijo que tenía aspecto de un verdadero oficial, como un marine en uno de esos antiguos pósteres de la segunda guerra mundial que adornaban las salas de la asociación de los Veteranos de Guerras en el Extranjero en Main Street. Los otros ayudantes del sheriff tenían las barrigas demasiado llenas de michelines y de Budweisers; pero en sus horas libres, Rodney se dedicaba a levantar pesas en el gimnasio que había improvisado en su garaje. Siempre tenía la puerta del garaje abierta mientras practicaba, y a veces, cuando Rachel regresaba a casa después del trabajo, se detenía para charlar un rato con él, como buenos y viejos amigos que eran. Habían sido vecinos desde chiquillos, y su madre guardaba fotos de los dos bañándose juntos en la bañera. La gran mayoría de los viejos amigos no podían jactarse de lo mismo.
Rachel sacó una barra de carmín del bolso y se retocó los labios, plenamente consciente de lo que sentía por él. Cada uno había hecho su vida por separado, pero en los dos últimos años las cosas habían cambiado. Dos veranos antes, habían acabado sentándose muy cerca en el Lookilu, y ella se había fijado en la expresión de la cara de Rodney mientras éste miraba atentamente las trágicas noticias en la televisión sobre un joven que había muerto en un accidente de tráfico en Raleigh. Ver cómo a Rodney se le humedecían los ojos por la pérdida de un desconocido le afectó de una manera que no podía imaginar. Y le sucedió lo mismo, por segunda vez, durante la pasada Semana Santa, cuando el Departamento del sheriff patrocinó la búsqueda oficial de los huevos de Pascua que el Ayuntamiento organizaba en la Logia Masónica, y él la apartó hasta un rincón y le desveló algunos de los lugares más difíciles donde había escondido los huevos. Parecía más excitado que los niños, lo que contrastaba plenamente con sus bíceps hinchados, y entonces Rachel recordó que en esos momentos se dijo que Rodney sería la clase de padre de la que cualquier esposa se sentiría más que orgullosa.