Jeremy desvió la vista hacia la ventana, preguntándose por qué caía siempre en la trampa de ojear la prensa local. Vio una máquina dispensadora del USA Today, y se disponía a buscar unas monedas sueltas en el bolsillo cuando el ayudante del sheriff se sentó justo en la mesa de enfrente de él.
El individuo tenía cara de pocos amigos, y daba la impresión de estar en una excelente forma física; parecía que sus bíceps hinchados fueran a reventar las costuras de las mangas de su camisa de un momento a otro, y lucía unas gafas de sol pasadas de moda con cristales de espejos. Sí, pensó Jeremy, las típicas que exhibían los sheriffs en las series televisivas. Su mano se apoyaba en posición de reposo sobre la pistola, y en la boca tenía un mondadientes, que pasaba de un lado a otro sin parar. No dijo nada; se limitó a observarlo quedamente, lo cual le dio a Jeremy la oportunidad de ver su propio reflejo durante un buen rato.
No podía negar que ese sujeto lo intimidaba.
– ¿Deseaba algo? -le preguntó Jeremy finalmente. El mondadientes se movió de un lado a otro de nuevo. Jeremy cerró el periódico, preguntándose qué diantre sucedía.
– ¿Jeremy Marsh? -preguntó el oficial.
– ¿Sí?
– Me lo había figurado.
Encima del bolsillo de la camisa del oficial, Jeremy distinguió una placa brillante con el nombre grabado. Otra chapa de identificación.
– Y usted debe de ser el sheriff Hopper.
– El ayudante del sheriff.
– Disculpe -dijo Jeremy titubeando-. ¿He cometido alguna infracción, oficial?
– No lo sé -repuso Hopper-. ¿Usted qué opina?
– Creo que no.
El palillo volvió a moverse en la boca del ayudante del sheriff.
– ¿Está pensando en quedarse por aquí una temporada?
– Sólo una semana, más o menos. He venido porque quiero escribir un artículo…
– Lo sé -lo interrumpió Hopper-. Pero quería confirmarlo. Me gusta charlar con los forasteros que tienen intención de quedarse unos días en nuestro pueblo.
Hopper recalcó la palabra «forasteros», haciendo que Jeremy sintiera que ser forastero era como una especie de pecado. No creía que pudiera aplacar la hostilidad del oficial con ningún comentario, así que se limitó a asentir.
– Ah.
– He oído que piensa pasar muchas horas en la biblioteca.
– Bueno, supongo que debería…
– Ya veo -murmuró el ayudante del sheriff, interrumpiéndolo de nuevo.
Jeremy asió la taza de café y tomó un sorbo, intentando ganar tiempo.
– Lo siento, oficial, pero lo cierto es que no sé qué le pasa.
– Ya veo -volvió a repetir Hopper.
– ¡Eh, Rodney! ¡Deja en paz a nuestro huésped! -gritó el alcalde desde la otra punta de la sala-. Es un invitado especial, que ha venido para escribir un artículo sobre las costumbres locales.
El ayudante del sheriff no parpadeó ni apartó la vista de Jeremy. Por alguna razón, parecía completamente enojado.
– Sólo estoy charlando con él, alcalde.
– Pues deja que el señor Marsh disfrute de su desayuno -lo amonestó Gherkin al tiempo que se levantaba de la mesa. Luego saludó con la mano-. Ven, Jeremy; aquí hay un par de personas que quiero que conozcas.
Hopper siguió mirando a Jeremy con cara de pocos amigos mientras éste se levantaba y se dirigía a la mesa del alcalde.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Gherkin lo presentó a los dos hombres que compartían mesa con él. Uno debía de ser el abogado más esquelético del condado, y el otro era un espécimen de médico sumamente grueso, que trabajaba en el hospital de la localidad. Ambos parecieron examinarlo con la misma mirada despectiva que el ayudante del sheriff; con reservas, como se solía decir. Entretanto, el alcalde se deleitaba explicando lo contentos que estaban todos en el pueblo con la visita de Jeremy. Se inclinó hacia los otros dos y asintió de forma conspirativa.
– Quizá salgamos en Primetime Live -susurró Gherkin.
– ¿De veras? -exclamó el abogado. Jeremy pensó que ese individuo parecía un esqueleto andante.
Jeremy empezó a balancearse, apoyando todo el peso de su cuerpo en un pie y luego en el otro de forma alternativa.
– Bueno, como ayer intentaba explicarle al señor alcalde…
Gherkin le propinó una fuerte palmada en la espalda, interrumpiéndolo rápidamente.
– ¡Qué ilusión aparecer en un programa de tanta audiencia! -exclamó Gherkin.
Los otros asintieron con expresión solemne.
– Y hablando del pueblo -agregó repentinamente el alcalde-, tengo el placer de invitarte a una cena privada esta noche, con un reducido grupo de amigos. Nada especial, no creas, pero puesto que sólo estarás unos días, me gustaría que conocieras a algunas de las personas más destacadas de la localidad.
Jeremy levantó los brazos.
– No es necesario…
– ¡Bobadas! -espetó Gherkin-. Es lo mínimo que podemos hacer. Y recuerda, algunas de las personas que invitaré han visto esos fantasmas con sus propios ojos, así que tendrás la oportunidad de recoger sus vivencias de primera mano. Probablemente sus historias te provocarán pesadillas.
Jeremy enarcó una ceja. El abogado y el médico lo observaban expectantes. Cuando Jeremy vaciló, el alcalde aprovechó para zanjar el tema.
– ¿Te va bien a las siete? -inquirió.
– Sí… Supongo que sí -convino Jeremy-. ¿Dónde será la cena?
– Ya te lo comunicaré más tarde. Supongo que pasarás el día en la biblioteca, ¿no?
– Seguramente sí.
Gherkin esbozó una mueca, haciéndose el gracioso.
– Entonces supongo que ya habrás conocido a nuestra adorable bibliotecaria, la señorita Lexie.
– Así es.
– Es realmente encantadora, ¿no te parece?
Por el tono, Jeremy interpretó que se refería a otra serie de posibilidades, algo más en la línea de los típicos comentarios que los hombres suelen hacer sobre las mujeres en los vestuarios de los gimnasios.
– La verdad es que me ha ayudado muchísimo -se limitó a decir Jeremy.
En ese momento Rachel los interrumpió.
– ¿Te dejo el desayuno en la mesa, cielo?
Jeremy miró al alcalde, como solicitándole permiso para marcharse.
– Ya hablaremos más tarde. ¡Ah, y que aproveche! -dijo Gherkin al tiempo que lo saludaba con la mano.
Jeremy se dirigió nuevamente a su mesa. Afortunadamente el ayudante del sheriff se había marchado, y Jeremy se dejó caer en la silla con pesadez. Rachel depositó el plato delante de él.
– Que aproveche. Le he pedido al cocinero que te prepare la tortilla con mucho cariño, porque vienes de Nueva York. ¡Me encanta ese lugar!
– ¿Has estado ahí alguna vez?
– No. Pero siempre he querido ir. Parece tan… glamuroso y excitante.
– Deberías ir. No hay ninguna otra ciudad igual en el mundo.
Ella sonrió, con aire coquetón.
– Pero bueno, señor Marsh… No me digas que me estás invitando.
La mandíbula de Jeremy se abrió involuntariamente.
– ¿Cómo?
Sin embargo, Rachel no pareció darse cuenta de su expresión pasmada.
– Bueno, quizás acepte tu oferta -proclamó ella-. Ah, y otra cosa: estaré encantada de enseñarte el cementerio la noche que quieras. Normalmente acabo de trabajar a las tres de la tarde.
– Gracias. Lo tendré en cuenta -balbuceó Jeremy.
Durante los siguientes veinte minutos, mientras Jeremy desayunaba, Rachel pasó por su mesa al menos una docena de veces, rellenando cada vez su taza con un chorrito de café y sonriéndole efusivamente.
Jeremy se encaminó hacia su coche, recuperándose de lo que se suponía que debía de haber sido un desayuno apacible. El ayudante del sheriff. El alcalde. Tully. Rachel. Jed.
Desde luego, esas pequeñas localidades en Estados Unidos podían ofrecer un sinfín de experiencias difíciles de digerir, incluso antes del desayuno.
A la mañana siguiente pensaba tomar café en cualquier otro sitio menos en el Herbs, aunque la comida fuera de primera. Y, tenía que admitir, era mejor de lo que había esperado. Tal y como Doris le había comentado el día previo, todo parecía fresco, como si los ingredientes procedieran directamente del huerto.