– Y esta mañana -continuó Polonia- se levantó usted con estrellas, y desde entonces no ha parado un momento, con tantas funciones en la parroquia y tantos jaleos como ha habido en la calle… por culpa de quien yo me sé…
– ¡Qué quieres, hija! -pronunció el cura, haciéndose el chiquito-. ¡No hay más remedio que arrimar el hombro hasta que le toque a uno reventar y caer!… Acuéstate tú y descansa, que también has trabajado hoy mucho… ¡Pobrecita vieja! ¡Cuánto siento proporcionarte estos sinsabores! ¡Conque vamos, señor don Manuel…; usted dirá adónde nos dirigimos primero: si a buscar a un hombre de bien para matarlo, o a enamorar a una madre de familias!…
Manuel seguía en un ángulo de la habitación, vuelto de espaldas a don Trinidad, fijos los ojos en el suelo y estremeciéndose a cada recriminación que se desprendía contra él de aquellos discursos. Sobre todo, las últimas frases del sacerdote, tan sarcásticas y sangrientas, le arrancaron una especie de gemido, cual si le hubiesen llegado al alma.
Polonia replicaba entretanto.
– Pero ¡no se marchará usted sin cenar! Son las diez de la noche, y desde la una de la tarde está usted con el triste puchero, que apenas probó…
– Es muy verdad… Pero ¿qué quieres? Las cosas vienen así…
– ¡Acuérdese usted de que tiene dos perdices estofadas…, que tanto le gustan!
– ¡Ya las huelo…, y, en medio de estos sinsabores, estaba soñando con ellas!… ¡Perdóneme Dios, pero es mi único vicio: cenar bien los días clásicos! Sin embargo, quiero demostrar con un ejemplo a este cobarde que el hombre es dueño de sus pasiones, de sus apetitos, de su voluntad… Dile a la criada que lleve ahora mismo ese par de perdices, y mi pan, y mi almíbar de cabello de ángel, en fin, todo lo que ibas a darme de cenar esta noche, a la pobre viuda del albañil que se mató el otro día… ¡Así celebrará con sus hijos la fiesta de hoy, mientras que a mí me servirá de alimento el pensar en la alegría de esos infelices!
– Pero, niño… -observó el ama a media voz-. ¡Repara en que te vas a caer muerto! Lo de regalar las perdices está bien, y Dios te bendiga por esa idea… Pero toma otra cosa.
– ¡Nada! ¡No ceno! ¡Ya está hecho el sacrificio! ¡Veré esta noche la procesión de las Ánimas…, y Dios querrá premiarme abriéndole el sentido a ese alma de cántaro!
– ¡Esto es demasiado! -gritó Manuel, acercándose a don Trinidad-. ¡Usted se ha propuesto matarme! ¡Usted no tiene lástima de mí!…
– ¡Pues entonces no sé quién la tiene!… -respondió fríamente el sacerdote-. ¿Será acaso el público, que piensa divertirse a tu costa como si fuese al teatro a ver una tragedia?
– Lo que digo… -insistió el joven con ternura- es que cene usted y se acueste…
– En tu mano está el que lo haga… ¡Quédate a cenar y a dormir conmigo! ¡Si no perdices (porque ya no son nuestras), tomaríamos huevos frescos y jamón crudo!, y en cuanto a cama, por ahí debe de andar tu antiguo catre…
– ¡Su cuarto está como lo dejó!… -añadió Polonia con indecible alegría.
– Señor cura, yo tengo que irme a mi casa… -balbuceó Manuel implacablemente.
– ¡Y yo contigo! -repuso don Trinidad, fingiendo buen humor-. ¡Tú mismo te lo dices todo!… Conque vamos andando… Adiós, Polonia: ¡hasta que Dios quiera!
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? -gimió el pobre Venegas, resolviéndose a echar a andar-. ¡Yo no contaba con este hombre!
– Espera un poco… -exclamó don Trinidad, obstruyendo con su cuerpo la puerta del despacho-. Tengo que dar algunos encargos a Polonia.
Manuel se dejó caer en una silla.
Don Trinidad salió con su ama al corredor, y le dijo rápidamente:
– Hay que buscar ahora mismo a la señá María Josefa, en su casa o en la de su hija…
– ¡Ahí la tienes esperándote hace media hora!… -respondió el ama.
– ¡Ah! ¡El cielo me la envía! Voy a hablarle… Quédate tu aquí de centinela, y si ves que mi prisionero piensa escapar, avísame… Pero ¡no le des conversación!
Pocos minutos después, el cura había terminado su conferencia con la madre de Soledad, y estaba de vuelta en la puerta del despacho, diciendo al abatido joven:
– Cuando quieras podemos irnos…
– ¡Quédese usted, don Trinidad!… -expuso Manuel, levantándose y en ademán de súplica.
– ¡No hay don Trinidad que valga…! adonde tú vayas, voy yo: si a tu casa a tu casa… (que es lo mejor que podemos hacer), y si a correrla, a correrla. ¡Ah! Se me olvidaba la alcancía…
Así dijo el denonado cura, y cogiendo los antiguos ahorros del joven, salió resueltamente al corredor, y comenzó a bajar la escalera, no sin exclamar con grandes voces:
– Vamos…, ven…, y dame el brazo, que estoy rendido de fatiga…
Manuel inclinó la frente, y salió en pos de don Trinidad, el cual se aferró a su brazo derecho con tal fuerza, que no hubiera sido fácil determinar quién era el robusto y quién el débil, quién el aprehensor y quién el aprehendido.
Por último, ya desde la puerta de la calle, don Trinidad retrocedió hasta el ojo de patio, llevando y trayendo a Manuel como a un hombre ebrio y gritó fortísimamente:
– ¡Cuidado, Polonia! ¡Que no tardes en enviar las perdices a quien hemos dicho!…
Añadiendo luego en voz baja:
– ¡Y qué buenas deben de estar las pícaras! ¡Esta Polonia guisa como un ángel!
IV. LOS NIÑOS Y LOS VIEJOS
Poquísimas personas encontraron en las calles don Trinidad y Manuel al trasladarse de una casa a otra, y todas ellas se arrimaron a las paredes con no menos susto que respeto, para dejar pasar a aquellos dos maravillosos personajes de que tanto se estaba hablando en toda la ciudad.
No sucedió, empero, lo mismo cuando, llegados a la Plaza Mayor, tuvieron que cruzar por delante de la célebre botica…
Hallábase ésta a medio cerrar, y en la media puerta que aún dejaba paso a la luz de adentro veíase a Vitriolo, quien despedía a sus últimos tertulios, dándoles tal vez instrucciones para el día siguiente.
Tan luego como divisaron y reconocieron a la claridad de la luna el interesante grupo que formaban el cura y Manuel, comenzaron a reír y murmurar en voz baja, y aun los más jóvenes se atrevieron a seguirlos y a pasar casi rozando con ellos, a ver si les cogían alguna frase.
Quedó, sin embargo, defraudada su curiosidad, pues el párroco y su antiguo huésped no hablaron ni una palabra, como tampoco la habían hablado en todo el camino, y de este modo penetraron al fin en la antigua Casa del Chantre.
Profusamente alumbrada la tenía también aquella noche la etiquetera Basilia, así como abierta de par en par y con toda la servidumbre en ejercicio, a fin de recibir al señor con los honores debidos a sus grandes riquezas y a la sangre real mahometana de que procedía.
El arriero malagueño, alojado allí con sus tres mulas, y resuelto a no marcharse de la ciudad hasta después de la rifa que tanto le elogió el mismo Venegas la tarde anterior, hallábase en el patio, haciendo de portero, y saludó con una profunda reverencia al extraordinario personaje con quien había andado tres largas jornadas sin imaginar que llevaba consigo al terror y asombro de las gentes.
Al pie de la escalera estaba la pérfida Volanta, que no sólo era amiga de Vitriolo, y paniaguda de Soledad y de la señá María Josefa, sino también duende familiar de Polonia y Basilia; lo cual quiere decir que discurría libremente y con salvoconducto por todos los campamentos, como los traidores y los espías. Don Trinidad, hombre de clarísimo instinto, la miró con enojo; pero ella le besó la mano y corrió a ocultarse en las tinieblas como una garduña en su escondrijo.
Por último: en la primera meseta estaba la ceremoniosa Basilia, quien, después de hacer al hijo de don Rodrigo los tres saludos de ordenanza, dijo respetuosamente:
– Permítame el señor darle la enhorabuena… ¡En la sala tiene una gran visita, aguardándole!