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V. EL ROCÍO DEL ALMA

Acababa el sereno de cantar las doce de la noche, cuando don Trinidad y la señá María Josefa se retiraron de la sala dejando en manos de la famosa imagen del Niño de la Bola la solución de la suprema crisis a que había llegado el espíritu de Manuel Venegas.

Reinó desde entonces en la casa un profundo silencio, interrumpido únicamente por los cautelosos pasos del vigilante cura, que se acercaba de vez en cuando a la rendija de la puerta a observar a Manuel, y por los cuchicheos de las mujeres, acuarteladas en la cocina.

Polonia se encontraba entre ellas, por no haber podido dominar su inquietud y desasosiego quedándose en la otra casa. Dormía el hijo de Soledad en brazos de su abuela, después que Basilia lo hubo amansado con algunos bizcochos. La Volanta, a fuerza de llorar hipócritamente, había conseguido que don Trinidad dejase de mirarla con prevención, y formaba también parte de aquella especie de tertulia de enfermeras, en que tan buenas cosas se estarían diciendo. Y, por último, el arriero de Málaga roncaba en el patio, incómodamente sentado en una dura silla, como lo exigía la gravedad de las circunstancias.

Lo primero que hizo Manuel cuando se quedó solo fue apagar todas las velas que alumbraban al Niño Jesús, con lo que el salón quedó enteramente a oscuras…

Esto afligió mucho a don Trinidad, que todavía cifraba algunas esperanza s en la antigua devoción de su pupilo a la preciosa efigie en cuya compañía le había dejado… Pero luego recapacitó que el mismo hecho de apagar las luces podía significar, de parte del joven, una especie de miedo a aquel fantasma de su extinguida fe, y tan juiciosa reflexión no pudo menos de consolarle algo.

Manuel comenzó a pasearse en las tinieblas.

De vez en cuando se paraba, e ininteligibles monosílabos, rugidos sordos o sofocados lamentos salían de sus labios, como si dentro de él mantuviesen empeñada controversia dos seres distintos, el uno más feroz que el otro.

Indudablemente, el joven repasaba todas sus emociones de aquel día; indudablemente, le representaba su cerebro las provocativas alarmas del público; la calle de Santa María de la Cabeza; la inesperada aparición de Soledad, su impavidez, su hermosura, su mirada de amor, sus copiosas y amarguísimas lágrimas; el encuentro con don Trinidad Muley; las cristianas aclamaciones en que prorrumpió la muchedumbre; los santos discursos del bondadoso sacerdote; su lloro, sus caricias; la visita del Niño Jesús; el alarde de impiedad con que él la había recibido; el dolor que esto había causado al buen Padre de almas; la aparición de la madre y del hijo de Soledad; el digno lenguaje de la anciana, el llanto y la sonrisa de aquel inocente niño, y los insultos y amenazas del ofendido cura, de su generoso protector, del ser que más le amaba en el mundo…

Ahora bien: todas aquellas palabras de cariño, todos aquellos piadosos consejos, todas aquellas solemnes apariciones, todas aquellas tiernas súplicas, todas aquellas dulces lágrimas, todos aquellos paternales enojos, no podían menos que haber ablandado el corazón de la fiera… Por eso, sin duda, gemía en medio de su rabia, como el león herido; por eso batallaba tanto consigo propio, y por eso, y no por otra cosa, lo dejaba solo don Trinidad Muley, viendo clarísimamente que ninguno de sus esfuerzos por vencerlo había sido inútil; que todos estaban obrando en el rebelde espíritu del joven, y que este espíritu vacilaba, temía, emprendía la fuga, tornaba a la pelea, retrocedía de nuevo, y podía acabar por rendirse de un momento a otro… Pero ¡ay del bien! ¡Ay de la paz! ¡Ay de la caritativa empresa del digno párroco si el joven no se rendía en tan extrema lucha! ¡Entonces no habría ya esperanza de salvación!

Largo tiempo (¡son tan largas las horas de la agonía!) duró este combate entre la soberbia y la humildad, entre la ira y la paciencia, entre la pasión y la virtud, entre el amor propio y la abnegación, entre el egoísmo y la caridad, entre la bestia y el hombre.

A eso de las dos, Manuel no se paseaba ya, ni rugía, ni se quejaba… Solamente lanzaba de tarde en tarde hondos suspiros, que también cesaron al poco tiempo…

Don Trinidad no podía ya distinguir en qué parte de la habitación estaba el joven, ni si se había sentado, ni si por acaso se había dormido… El silencio que reinaba en aquellas tinieblas era absoluto, sepulcral, verdaderamente pavoroso. Parecía como que el enfermo se había muerto.

Pero ¿no podía ser que sólo hubiese muerto su enfermedad? ¿No podía ser que Manuel Venegas acabase de revivir a la razón, a la justicia, a la dignidad humana, a la vida de la conciencia?

En esta duda, el sacerdote desistió de la idea que tuvo un momento de coger una luz y entrar en la sala.

Pronto se alegró de haber sabido esperar, pues no tardó en advertir una cosa que le pareció simbólica y de mucho alcance, en medio de su vulgarísima sencillez, por cuanto le recordó la ceremonia con que se enciende fuego nuevo en la iglesia la mañana del Sábado de Gloria…

Fue el caso que Manuel dio repentinamente señales de estar vivo y despierto poniéndose a encender luz por medio de eslabón, pedernal, yesca y alcrebite, al uso de aquella época.

– Lumen Christi… -murmuró don Trinidad, santiguándose.

Obtenido que hubo nueva luz, el joven la aplicó a las velas que antes apagó, con lo que el Niño de Dios tornó a verse profusamente alumbrado, y quedó tan clara como de día toda la espaciosa habitación.

Sentóse entonces nuestro héroe enfrente de la imagen y púsose a contemplarla con honda y pacífica tristeza. La tempestad había pasado, dejando en la ya sosegada fisonomía de aquel hombre de hierro profundas e indelebles señales. Dijérase que había vivido diez años en dos horas; sin ser viejo, ya no era joven; sus facciones habían tomado aquella expresión permanente de ascética melancolía que marca la faz de los desengañados.

Digo más: la triste mirada con que parecía acariciar la efigie del Niño Jesús no tenía tampoco la dulzura del consuelo…: era una mirada de tranquilo, incurable dolor, como la que, pasados muchos años de la cruel pérdida y del agudo padecer, posamos en el retrato de un hijo muerto, de los padres que nos dejaron en la orfandad o de un antiguo amor que se llevó consigo las más bellas flores de nuestra alma…

– ¡No reza! ¡No llora! -pensó amargamente don Trinidad, formulando a su modo las mismas ideas que acabamos de emitir.

Y se alejó de su acechadero con mucha más inquietud que alegría le causó la primera mirada del joven a su antiguo Patrono.

– ¡No hacen las paces! -añadió luego el párroco, expresando en otra forma su disgusto-. ¡Y la verdad es que el pobre Manuel está dando muestras clarísimas de querer hacerlas! ¡Misterios de Dios! ¿Qué trabajo le costaba ahora a ese chiquito tender los brazos a mi ahijado, como se los tendió antiguamente a San Antonio de Padua? ¡Nada más que con esto saldríamos todos de apuros!

Y tornó a acercarse a la rendija de la puerta, y comenzó a rezar fervorosamente a la primorosa efigie, como arengándola a realizar un milagro indudable.

– ¡Nada! ¡No me hace caso! -se dijo, por último, viendo que el Niño Jesús no pestañeaba-. ¡Sin duda no conviene! ¡Respetemos la voluntad de Dios! Ni ¿quién soy yo, pecador miserable, para meterme a dar consejos a las imágenes de mi parroquia? ¡Si los siguiesen, yo sería el santo, que no ellas! ¡Haces bien, Niño mío! ¡Haces muy bien en desobedecerme!

Manuel se había puesto de pie entre tanto.

La tristeza de su semblante era mayor que nunca. Un profundo suspiro salió de su pecho, y pasóse ambas manos por la frente, como para echar de su imaginación renovadas angustias…

Parecía un reo en capilla la noche que precede al suplicio. La conformidad de la desesperación iba envolviéndole en su fúnebre velo…

En el fondo de la sala veíanse algunos de los grandes cofres que había traído de América. Manuel abrió el mayor de ellos y sacó una caja de concha, que puso sobre el velador.

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