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Don Trinidad temió que el joven fuese a suicidarse, y se apercibió a entrar en el aposento…

Pero tranquilizóse en seguida, al observar que lo que en la caja buscaba Manuel no eran pistolas, sino vistosísimas alhajas: collares, pendientes, brazaletes, sortijas, alfileres…: un tesoro, en fin, de perlas, brillantes, esmeraldas y otras piedras preciosas…

– ¡Son las donas que pensaba ofrecer a Soledad el día que se casase con ella! ¡Son los regalos de boda que le traía el desgraciado!… -pensó el sacerdote, lleno de conmiseración…

Manuel fue contemplando una por una aquellas galas póstumas, aquellas joyas sin destino, aquellos emblemas de su infortunio…; y, ejecutando luego la idea que, sin duda, le había movido a tan penosa operación, comenzó a ponerle las alhajas a la sagrada efigie de que era mayordomo y a quien, por ende, estaba obligado a agasajar…

Don Trinidad Muley no pudo contener su entusiasmo y su regocijo, y corrió de puntillas a llamar a las ancianas para que contemplasen aquella piadosísima escena.

¡Imagínese, pues, el que leyere, la emoción, los comentarios en voz baja y los dulces lloros que habría al otro lado de la puerta, en tanto que Manuel prendía en las ropas del Niño Jesús, o le colgaba del cuello y de los brazos, los restos del naufragio de tantas amorosas esperanza s!… Estas cosas se sienten o no se sienten, pero no se explican.

Baste saber que todos decían con religioso júbilo y abrazándose cariñosamente:

– ¡Se ha salvado! ¡Ha resuelto perdonar! ¡Dentro de pocas horas se habrá marchado para siempre! ¡Dios le haga más venturoso que hasta ahora!

Mientras don Trinidad y las tres virtuosas ancianas hablaban así, la pérfida Volanta, que todo lo había visto y oído, se deslizó por la escalera abajo como una sabandija, sin que nadie reparara en ello, y marchóse a la calle, cuidando de no despertar al improvisado conserje…

Ni ¿cómo habían de advertir aquel suceso los que arriba seguían con el alma las operaciones de Manuel, cuando éste acababa de ejecutar otro acto que ya no dejaba ni asomos de duda acerca de sus nobles y pacíficas intenciones?

Tal fue el sublime arranque de humildad con que, sacando del bolsillo el primoroso puñal indio que aquella tarde había llevado a la procesión, lo desnudó, alzólo a la altura de su cara, contempló su luciente hoja y rica empuñadura, lo besó luego y lo colocó a los pies del Niño Jesús…

Sin la fe ciega que don Trinidad Muley tenía ya en la redención del joven, hubiera temblado por su vida, como temblaron las mujeres, al verlo levantar el puñal, y no habría estorbado, como estorbó, que se precipitasen en la sala… Y también fue necesaria en seguida toda la autoridad del sacerdote para impedir que estallasen en gritos de santo alborozo al contemplar aquella solemne abdicación de la mayor soberbia que jamás cupo en corazón humano.

– ¡Callad! ¡Callad!… -les decía al oído el autor de tan prodigiosa obra-. ¡Callad!… ¡Dejadle!… ¡Dios está con él! ¡No despertemos al demonio del orgullo, que ya duerme y pronto habrá muerto en el corazón de mi buen hijo!

Manuel consideró lo que había hecho, y su grave rostro expresó una reflexiva y triste complacencia; pero no en modo alguno aquella devoción activa, directa, personal, que suponían las buenas mujeres, y cuyos resplandores de triunfo y esperanza habría querido hallar don Trinidad Muley en los ojos del león vencido…

– ¡Eso no es fe! ¡Eso no es más que caridad! -dijo el indocto Padre de almas, dando crédito, como siempre, a su leal corazón-. ¡Mi obra puede quedar incompleta! ¡Malhaya los hombres que han sacado las fuentes de la alegría en un espíritu tan bueno! ¡Mientras Manuel no crea, no tendrá dicha propia, y sólo gozará en ver que los demás son venturosos!

El hijo de don Rodrigo sacó en esto el reloj y miró la hora. Pero debió de hallarlo parado, pues en seguida abrió un balcón que daba a Oriente y dominaba toda la vega, y consultó la posición de los astros…

Corrió entonces a la puerta del salón, y, sin abrirla, dio dos palmadas, como llamando…

– Dejadme a mí… -murmuró don Trinidad, haciendo señas a las mujeres para que se alejasen.

Y penetró en el vasto aposento.

– ¿Quieres algo? -preguntó dulcemente a Manuel.

Fuese modestia, fuese cansancio, fuese aquel pueril resentimiento que los amputados guardan algunas horas al operador que en realidad les ha salvado la vida, nuestro joven esquivó la mirada del sacerdote, y dijo rápidamente:

– Que venga Basilia.

Don Trinidad se retiró sin enojo alguno.

Basilia entró a los pocos momentos.

– ¿Está ahí el arriero de Málaga? -le preguntó Manuel con la sequedad de quien desea pronta y breve contestación.

– Abajo está… -respondió temblando el ama.

– Pues dígale que cargue todo mi equipaje y ensille mi caballo. Son las tres y media… Partiré a las cinco. Que entren por estos cofres… Pero ¡que no me hable nadie! Ruegue usted a don Trinidad, de parte mía, que tome algo y se acueste. Necesito estar solo.

Y, dicho esto, se salió al balcón que acababa de abrir, donde permaneció, vuelto de espaldas al aposento, mientras que Basilia y Polonia, llorando silenciosamente, sacaban los baúles, y mientras que don Trinidad y la señá María Josefa lloraban también en el próximo corredor y tiraban desde allí besos de agradecimiento a la imagen del Niño Jesús.

Al cabo de una hora comenzó a clarear el día…

Manuel se quitó entonces del balcón, y, cogiendo una silla, sentóse en medio de la ya solitaria estancia, y siguió mirando al cielo, con la resignada perspectiva del héroe condenado a muerte que ve nacer la última luz de su existencia.

Así estuvo mucho tiempo, sumido en un éxtasis de dulce dolor, que iba hermoseando cada vez más su noble rostro… La fiera había llegado a tener cara de hombre. El hombre no tardó en tener cara de ángel. Dijérase que su alma había entrado en coloquio con lo infinito.

Ya era enteramente de día… Ya habían dado las cinco, y las cinco y media… Ya estaban listas las cargas y ensillado el caballo… ¡Y nadie se atrevía a decírselo, nadie se atrevía a interrumpir aquel inefable arrobamiento en que el joven parecía gozar anticipadamente la recompensa de su abnegación, el premio de su sacrificio!

Salió, al fin, el sol, y su primer rayo penetró en la sala, bañando de fúlgida luz la plácida figura de Manuel Venegas…

– Soledad… -gritó entonces el loro en el balcón, donde lo habían dejado olvidado…

Manuel se estremeció convulsivamente al oír aquel nombre con que el pájaro americano saludaba todos los días, hacía muchos años, la salida del sol, y un mundo de recuerdos y de fallidas esperanza s reapareció ante sus ojos, haciéndole volver del cielo a la tierra, de la eternidad al tiempo, del olvido a la realidad. Pero, falto ya de soberbia para luchar con su enemiga suerte, una mortal congoja oprimió su corazón; un desfallecimiento nunca sentido aniquiló todo su ser; extendió los brazos como quien se ahoga (y aun pareció que efectivamente pedía auxilio), hasta que, por último, estalló en amargos sollozos, seguido de copiosísimo llanto…

Y roto por primera vez en toda su vida el dique de las lágrimas, desbordáronse éstas con tal ímpetu, que pronto bañaban su faz, sus manos y su agitado pecho…

Al principio fueron ardiente lava…; luego, benéfica sangría y salvador desahogo de su corazón…, y, al fin, blando rocío que bajaba del cielo a templar la sed de su alma sin ventura.

Don Trinidad corrió a él y lo envolvió piadosamente en su manteo, diciéndole:

– ¡Llora, llora, hijo mío! ¡Llora cuanto quieras! ¡Llora en los brazos de tu padre!

Manuel se colgó del cuello del sacerdote y le llenó la cara de besos, diciéndole entre dulces gemidos:

– ¡Perdón! ¡Perdón!…

– ¡Perdóname tú a mí! -sollozaba don Trinidad.

Y las mujeres lloraban también desatadamente, comenzando a invadir la sala, y el mismo arriero (que había entrado por el foro) se daba puñetazos en la cabeza, diciendo con profunda emoción:

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