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– Dos o tres veces te he oído ya decir eso mismo… ¿Quieres explicármelo?

– Tiene muy poco que explicar. ¡No le temo porque soy cobarde!

Y, al hablar así, Vitriolo se erguía con especial orgullo.

– ¡Gran verdad has dicho! -exclamó Antúnez-. El mundo es patrimonio de los que no pelean; o, más bien, de los que no dan la cara… No hay quien corra menos peligros que un cobarde… ¡El desprecio de los valientes les sirve de escudo!… En fin… ¡Allá tú! Yo me retiro con tu licencia.

El boticario suspiró melancólicamente, y murmuró, como hablando consigo mismo:

– ¡Hay pocas naturalezas cabales!…

– ¡Pocas! -repitió Antúnez.

– Con todo, ¡por algo seré yo vuestro jefe!

– Ya lo creo… ¡Y aun por algos!

– ¿Estás pesaroso? -interrogó vivamente el farmacéutico-. ¿Piensas tú también abandonarme?

– Sí; pero es porque me voy a almorzar… -contestó el discípulo mayor sonriénduse con expresión indefinible.

Y se marchó muy despacio, dejando sumido a Vitriolo en dolorosas meditaciones.

* * *

El resto de la mañana fue, cual si dijéramos, una ampliación de la tertulia que hemos presenciado en la puerta de la botica. Tan luego como el vecindario acabó de almorzar, llenóse otra vez la plaza de corrillos y de paseantes, cual si allí se celebrara la gran fiesta del día, y no en el barrio de Santa María de la Cabeza. Contra la inveterada costumbre, muchas personas principales del pueblo, y desde luego todos los hombres de armas tomar o aficionados a ruidos y reyertas, dejaron de asistir a la solemne misa que en aquel instante se cantaba en la parroquia gobernada por don Trinidad Muley… «¿A qué ir -parecía decir e la gente-, cuando sabemos que Manuel Venegas esta encerrado en esa Casa?» No apartaban, pues, los ojos de aquellos mudos balcones o de aquella inexorable puerta los grupos diseminados acá y allá, y hasta los mismos paseantes volvían la cabeza a cada momento para ver si daba señales de vida el albergue del infeliz recién llegado. Tenía aquello algo de la expectativa del público en una plaza de toros, cuando los aficionados bullen todavía en el circo, esperando a que se anuncie la salida de la fiera para quitarse de en medio y dejar a otros el cuidado de hacerle frente… O, más bien, era un caso igual al de los antiguos torneos… ¡Manuel y Antonio estaban como obligados a optar entre la pelea y la deshonra! ¡Sangre o rechifla!, parecía ser el estribillo del coro.

Llegó la hora de comer, las dos de la tarde, sin que se hubiese movido ni una mosca en casa de Venegas, no obstante haber estado dos veces llamando al portón el ama de don Trinidad Muley y otras dos un acólito de la parroquia de Santa María, y el público se retiró de la plaza.

Pero no habían transcurrido veinte minutos, cuando ya se hallaban de vuelta algunas personas… (¡Parcas fueron en el comer, o poco abastecida estuvo su mesa!). Otras regresaron algo más tarde.Acudió, por añadidura, mucha gente que no había estado allí por la mañana, y, con todo ello, la plaza acabó por parecer un animadísimo campamento… ¡Baste decir que varios mozos, y hasta algunos sujetos muy formales, hablaban ya de su firme propósito de no ir a la procesión si veían que Manuel no concurría a ella, y de pasar allí el resto de la tarde!

De pie a la puerta de su tienda de campaña, el general de aquel ocioso ejército…, quiero decir de pie a la puerta de su botica, el intrépido Vitriolo se restregaba las manos al ver que todos, por comisión o por omisión, estaban secundando su plan de batalla, y, a mayor abundamiento, daba instrucciones a sus ayudantes de órdenes para que sembrasen entre los corrillos las ideas más conducentes al triunfo de la ira sobre la paciencia, o, como él decía, «al triunfo de la razón sobre las preocupaciones»

De pronto cundió por toda la plaza una noticia que revolvió y barajó los grupos, formando otros nuevos y más numerosos, en que ingresaron los paseantes: ¡Pepa la peinadora acababa de cruzar por allí, diciendo que venía de rizar el pelo a la señora de Arregui en forma de tirabuzones iguales a los de la forastera, y que en aquel momento la dejaba vistiéndose de tiros largos para ir a la procesión en compañía de su madre!

No habían empezado los comentarios acerca de este grave acontecimiento, cuando ocurrió otra novedad, que puso el colmo a la agitación de la muchedumbre… ¡La puerta de la casa de Manuel Venegas se acababa de abrir, y Basilia, su ama de gobierno, estaba en el portal notificando al público que el hijo de don Rodrigo Venegas había comenzado a arreglarse, también para ir a la procesión del Niño de la Bola!

La alegría, el miedo y el entusiasmo de la multitud no tuvieron límites. Hubo hasta aplausos de la gente baja y silbidos y carreras de los pilludos, advertido lo cual por el alcalde, y temiendo un motín o cosa parecida, aconsejó a todos, «por honor de aquella ciudad, antigua colonia fenicia y romana, y posteriormente corte de no sé qué rey moro, que se trasladaran a la carrera de la procesión, donde parecía más natural que estuviesen reunidas aquella tarde las personas decentes, y que allí esperasen con la debida compostura la llegada de su querido paisano Manuel Venegas, quien se alegraría mucho de poder salir de su casa como un hombre serio y formal, y no entre aquella especie de rebullicio.»

Penetráronse de estas razones los agitados grupos, y casi todos se disolvieron, o, mejor dicho, se encaminaron en masa hacia la parroquia de Santa María, cuyas alegres campanas anunciaban ya con su primer repique que apenas faltaba una hora para la procesión.

Sigamos nosotros al turbión de la gente, y trasladémonos también. A aquel apartado barrio, donde encontraremos muchas personas conocidas.

II. LA PROCESIÓN

Era una hermosísima y apacible tarde en que la primavera, vestida de andaluza, llenaba el cielo de esplendores y sonrisas, de cálidos besos el sosegado ambiente, y de fragantes rosas, no sólo todos los huertos y balcones de la ciudad, sino también el lustroso peinado de las doncellas y las manos de sus felices o desgraciados amadores.

Todavía faltaba media hora para la salida de la procesión, y la calle de Santa María de la Cabeza, a cuyo extremo inferior se halla situado el templo del mismo nombre, estaba ya hecha un patio del cielo, una antesala de la gloria, un verdadero Empíreo…, tal y como los nietos de Adán y Eva nos imaginamos y solemos representar semejantes excelsitudes desde nuestro confinamiento terrestre…

Quiero decir con esto que todas las ventanas tenían grandes colgaduras de coco, de zarza, de filipichin y hasta de damasco, en las cuales era fácil reconocer las colchas de novios de muchas generaciones, mientras que el suelo de la prolongada calle y de toda la carrera que había de llevar la procesión veíase alfombrado de verde juncia, de amarilla gayomba, de olorosos mastranzos y de otras campesinas hierbas… Las campanas de Santa María repicaban gozosamente por segunda vez, anunciando que ya se acercaba el momento solemne… Cohetes voladores reventaban a docenas en los aires, como notificando a los demás planetas lo que ocurría en el nuestro…, y el tambor de la Milicia Nacional daba golpes y redobles de atención y llamada, que hacían subir de punto la general expectativa.

Todas las ventanas y azoteas, y aun los mismos oblicuos tejados, estaban llenos de gente, sobre todo de mozas aderezadas y carilimpias, habiéndose reservado los balcones para las señoras y señoritas del centro de la ciudad, que ya ostentaban en ellos sendas mantillas o tocas de Alma gro, peinados a la francesa y demás distintivos de su elevada alcurnia.

En la calle no se podía echar un alfiler; tan atestada se veía de artesanos vestidos de nuevo, de jornaleros vestidos de limpio y de caballeretes vestidos de moda. Hasta los regadores habían abandonado los campos, y encontrábanse allí apoyados en sus azadas, como dispuestos a volver a la interrumpida tarea en cuanto presenciaran el paseo triunfal del Niño de Dios. Algunos militares retirados (entre los cuales descollaba nuestro capitán) lucían su irremplazado uniforme de la guerra de la Independencia, y a fe que era grato verlos embutidos en sus casacas de altísimo cuello, provisto de sudadero, que les rozaba la coronilla, con la ancha capona o larga charretera empinadas sobre los hombros, con el inflexible corbatín de ballena impidiéndoles fijar los ojos en el género humano, y con su morrión de carrilleras y descomunal campana, que no habría podido soportar el propio dios Marte… Por último, los bulliciosos chicuelos y los circunspectos milicianos (o sea los nacionales, que era como se llamaban allí entonces) se apiñaban en el atrio y gradas de la iglesia, para servir aquéllos de vanguardia y éstos de escolta a la venerada efigie del Niño Jesús, en tanto que el sol, enfilando de lleno la calle al bajar a Poniente, daba a todas aquellas cosa divinas, humanas y pueriles, un carácter glorioso, triunfante, santo, que, si distaba muchísimo de la beatitud eterna, diferenciábase también algo de las coti diana s luchas de esta vida.

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