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Montaba el joven que tan minuciosamente hemos descrito un soberbio potro cordobés negro como la endrina, enjaezado con silla a la española, sobre cuyo arzón iba sujeto un angosto maletín de vaqueta, y sobre cuya grupa ostentaba vivos y múltiples colores una manta mejicana de gran mérito, o, mejor dicho, lo que allí se denomina un zarape. Armas… no llevaba en su persona ni en su cabalgadura, pero, hablando en verdad, de uno de los tres bagajes mencionados pendían juntas cuatro excelentes escopetas (dos de ellas con todos los honores de espingardas), que podían sacar de apuros a cualquier valiente.

Digamos algo del arriero. Su pantalón largo de tela veraniega; la chaquetilla de lienzo blanco que llevaba al hombro, a lo húsar; su faja encarnada, su sombrero calañés tirado atrás, y su fisonomía movible y falsa como la de un comediante, denotaban al individuo de baja estofa del litoral malagueño, nacido en la playa, al aire libre; criado sin casa ni hogar; educado por los truhanes más listos del viejo y corrompido Mediterráneo, y capaz de todo lo malo y de todo lo bueno que pueda hacer un hombre…, salvo decir la verdad dos veces seguidas, o rehusar una copa de aguardiente.

Por último, las cargas de las tres mulas se componían de cofres, maletas, arcas antiguas, cajones esterados, cestas y cuévanos de diversos tamaños y hechuras, y otra infinidad de líos de raras materias y formas. Recios manojos de larguísimos bambúes y de enormes y vistosas plumas empenachaban además gallardamente cada uno de estos bagajes, y, en fin, sobre el altísimo túmulo y copete del mayor de ellos veíase una gran jaula de hoja de lata dentro de la cual se consumía de nostalgia el más corpulento y verde loro que haya atravesado nunca el Océano Atlántico. Indudablemente, el apuesto joven, o la persona a quien hubiese robado (suponiedo que nos las hayamos con un bandido), acababa de llegar de América…

Nada podemos asegurar todavía sobre estas cosas. El mismo arriero las ignoraba a la sazón, según que dijo después, jurándolo por un puñado de cruces. Lo único que en tal punto y hora sabía era que el martes de aquella semana lo había buscado un fondista de Málaga para que condujese aquel voluminoso equipaje a la ciudad de que va hecha referencia; que el presunto indiano, feriante, contrabandista o salteador de caminos, llevaba ya entonces seis u ocho días de llamar la atención de los malagueños por su bizarro porte y raro y lujoso traje; que el magnífico potro en que ahora viajaba era muy conocido y envidiado en aquella población, como de la propiedad del Marqués de ***, al cual podía muy bien habérselo comprado el forastero, que éste había vivido allí en la mejor fonda, dándose muy buen trato, pero que nadie había ido a visitarle; que en el libro del establecimiento estaba inscrita su entrada bajo el nombre de Manuel Venegas, y que Don Manuel le decían, efectivamente, el amo y los mozos, aunque guiñándose muy luego, como dudando de que tal persona pudiera llamarse de modo tan cristiano; y, en fin, que durante las tres jornadas y media que llevaban de camino, nadie había dado muestras de conocer al misterioso joven, el cual era, por otra parte, de tan pocas palabras y tan fresco y valiente para no contestar a ciertas preguntas, que el arriero no había podido sacar de él más luz que muchos y buenos cigarros a todas horas, mucho arroz con pollos en las posadas y muchos vasos de vino o de aguardiente en cuantas ventas o ventorrillos les iban saliendo al encuentro, cosas tanto más de agradecer, cuanto que el generoso donador no fumaba, ni bebía, ni apenas probaba bocado.

Réstanos hacer una advertencia, y es que, como el cruce de los viajeros procedentes de la capital con los que venían de la ciudad no solía verificarse (según ya hemos dicho) hasta que unos y otros llegaban a aquellas alturas de la Sierra, nuestro joven y su especie de espolique no habían tropezado todavía con nadie el referido sábado, bien que ya comenzasen a oír a lo lejos el monótono cencerreo de una recua y algún que otro rasgo oratorio de arriero, de esos que hacen a las bestias encoger el rabo y salir al trote…

III. HABLA EL CORO

No tardó en aparecer al opuesto confín del reducido paisaje la tribu de jumentos anunciada por tan claros rumores, sobre la cual iban procesionalmente todos los pasajeros que aquel día habían tenido precisión de encaminarse de la ciudad a la capital, dado que entonces era sabia costumbre no hacer este viaje sino formando grandes caravanas, en evitación de tropiezos con la partida de ladrones del Tuerto B, del Chato X, del Manco H, o de cualesquiera otros lisiados por la mano de Dios (que siempre fueron los cabecillas más célebres y temidos). Y aun así, el encuentro solía tener lugar con derrota segura de los confederados viajeros.

Marchaba esta vez al frente de la comitiva una pareja de aceiteros del reino de Jaén, escoltada por muchos burros de vacío, sobre cuyas albardas yacían exánimes y por docenas los desocupados pellejos. Venían luego otros cuatro asnos de la misma recua convertidos en cabalgaduras de dos mujeres de fisonomía, edad y clase me diana s, y de dos hombres por el mismo estilo, uno de ellos con gorra de cuartel, en que brillaba la modesta insignia de subteniente del Ejército, y el otro con medias negras de lana y todo el corte de sacristán o de meritorio del oficio. Seguían unos cuantos mozalbetes (estudiantes, sin duda, que regresaban a la Universidad después de las vacaciones de Semana Santa), los cuales andaban a pie por su gusto y para enredar más, pues allí tenían de sobra caballerías en que subirse; y cerraba la procesión el jefe de los aceiteros, cuya amplia faja debía de contener el producto contante y sonante de la venta del aceite, visto que montaba una mulilla muy vivaracha y retozona, pintiparada para volver grupas y ponerse en salvo al primer barrunto de amigos de lo ajeno. Las dos señoras (que bien merecían este dictado por su gravedad olímpica) iban en sendas jamugas, con sus correspondientes almohadas de cama y la indispensable colcha de percal (para mayor decoro); el subteniente, que era grueso, había tenido que sentarse a mujeriegas en el ancho y tosco aparejo de esparto, por miedo de abrirse hasta la cintura yendo a horcajadas, y el sacristán, en virtud de igual temor, aunque era de menos carnes, había optado por montar un borrico en pelo, del cual ya se había caído dos o tres veces.

Debemos apresurarnos a advertir que ninguno de estos vulgarísimos personajes tiene nada que ver con el presente drama, por más que figuren en él un momento como parte de la masa de gente anónima que los trágicos griegos llamaron coro, y que todavía manotea y canta en nuestras óperas y zarzuelas. Fíjese, pues, el lector, en lo que esos coristas hablen, sin parar mientes en sus insignificantes personas, y se ahorrará muchos quebraderos de cabeza.

– ¡Ya están ahí! -exclamó el sacristán, tirándose al suelo, voluntariamente esta vez, al distinguir la nube de polvo en que venía envuelto nuestro protagonista.

– ¿Quién dice usted que viene, hombre de Dios? -preguntó el militar.

– ¡Los ladrones! ¿No los está usted viendo? ¿No sabe usted que éste es el sitio clásico de los robos?

– ¡Ladrones, doña Paz! ¡Oh, ventura!… ¿No se lo dije a usted? -gritó alegremente uno de los estudiantes, acercándose a la menos fea de las dos mujeres y poniéndose a bailar delante de su burro.

– ¡Ladrones! -¡Jesús me valga! -¡Ave María Purísima! -¡San Antonio bendito! -¡Qué va a ser de mí! -Pues ¿y de mí? -Capitán…, ¡no nos abandone usted! -chillaron alternativamente las dos hembras.

– ¡No lloréis, oh, viudas! ¡Oh, divinidades de barbecho! ¡Oh, Didos abandonadas por dos crueles difuntos en lo más florido y hasta granado de vuestra mayor edad! -añadió otro estudiante-. ¡Vosotras, que tanto jugáis en esta batalla, pedid a Dios lo que mejor os convenga! ¡En cuanto a mí, soy tan desdichado, que ningún bien ni mal pueden hacerme los ladrones!

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