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Por fortuna, llamaron en esto a la puerta de la calle, que, si no, ¡sabe Dios el vapuleo que habría dado el jurisconsulto a las pobres hijas y nietas de Eva, inclusas las más guapas que figuran en las historias!

– ¡Ahí está Pepito! -exclamó la prima del marqués-. El nos traerá noticias frescas…

Lo primero resultó cierto; pero no así lo segundo. Pepito entró, efectivamente, en el salón, empinado y tieso para ganar estatura, y los saludó a todos, aunque sin ver más que a la forastera, como la mariposa no ve más que la llama… Mas, ¡ay!, en cuanto a noticias, todas las que llevaba eran negativas o dudosas.

Sacábase de ellas en sustancia que Manuel Venegas no había penetrado aún en la ciudad, ni sabía nadie por dónde andaba; que don Trinidad Muley, cansado de recorrer el campo en su busca, y teniendo que madrugar para la gran función del otro día (misa y sermón con Señor manifiesto, comunión general, etc., etc), se había retirado a dormir hacía pocos instantes; que la casa de Antonio Arregui, sita en distinto barrio que el ya vacío palacio de los Venegas, estaba cerrada como un sepulcro, pero no así la dispuesta para alojar al Niño de la Bola, por cuyos abiertos balcones se veían muchas luces, como si allí hubiera un muerto de cuerpo presente; y, en fin, que hasta los serenos, únicas personas que ya andaban por las calles, temían que a la tarde siguiente ocurriese alguna desgracia durante la procesión del verdadero Niño de la Bola, a la cual no dejaría de asistir ninguno de los tres personajes principales del drama: Soledad, por el bien parecer, a fin de que no se dijera que le había impresionado el regreso de su antiguo amador; Manuel Venegas, a convertir en hechos sus juramentos y amenazas de antaño, y Antonio Arregui, a evitar que le creyeran huido y lo infamaran con la fea nota de cobarde… Es decir: los tres ¡por consideración al publico!

– Pues ¡hay que ir a esa procesión! -exclamó en el acto la forastera.

– Balcones tengo reservados al efecto, desde mucho antes que pudieran preverse estas barahúndas… -respondió don Trajano-. Iremos a casa de uno de mis labradores.

– ¡No faltaré! -dijeron los ojos de Pepito, quien no podía concebir que Manuel Venegas fuese más interesante que un hijo de las Musas.

– ¡Y también habrá que ir pasado mañana a la rifa! -continuó la madrileña-. El Niño de la Bola no podrá menos de presentarse allí a cumplir su juramento de bailar con la Dolorosa… ¡Deseando estoy conocerlos a los dos!

– Cuente usted con palco principal, o sea con la cueva del mayordomo de la Cofradía -repuso don Trajano, saludando a la prima del marqués.

Y como en aquel momento diese las once el reloj de música que había en el recibimiento, la tertulia se levantó en masa, despidiéndose todos hasta la tarde siguiente, en la procesión; con lo que la forastera se retiró a su cuarto a soñar con no sé qué prestamistas de Madrid; Pepito se fue a su desván a componer versos eróticos a la forastera; los tertulios innominados y mudos se marcharon a descansar del trabajo de haber nacido, y el elocuente señor de Mirabel cayó bajo el brazo secular de su esposa.

Descansemos nosotros también, poniendo para ello fin al libro tercero.

LIBRO CUARTO: LA BATALLA

I. EL CUARTEL GENERAL DE «VITRIOLO»

Amaneció al fin aquel memorable domingo en que había de tener comienzo la ruda batalla de treinta y seis horas que riñeron el Bien y el Mal en torno de Manuel Venegas, y especialmente dentro de su atormentado corazón; batalla empeñadísima y desastrosa, en que tomaron parte, más o menos directa y justiciable, todos los habitantes de la ciudad, o sea todos los individuos del gran Jurado que solemos llamar el público.

Vitriolo había citado la noche anterior a su gente, «para el toque de diana, en la puerta de la botica», y allí estaban, en efecto, desde el amanecer, los que más atrás denominamos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas, de quienes era apóstol y cabeza el pasante de farmacéutico.

También se encontraban en aquel centro ordinario de noticias (y excelente acechadero en tal mañana para seguir las operaciones de Manuel Venegas, cuyo domicilio estaba en la misma plaza) otras muchas personas diversas en edad, clase y condición, todas ellas muy afanadas en averiguar o refererir lo último que se sabía relativamente a los pavorosos sucesos que se veían llegar…, que eran infalibles…, que hasta se aguardaban con impaciencia…, y contra los cuales no dejaría de tronar todo el mundo, ni de proceder activamente la justicia, luego que se hubiesen consumado. Las mismas criadas que iban a la compra se acercaban a aquella gran tertulia al aire libre, y metían su baza en la conversación, indicando lo que debía hacer cada personaje, si tenía honor y vergüenza… Las más sisadoras y alegres de cascos eran las más implacables y terribles, y repetían punto por punto los juramentos y amenazas que el Niño de la Bola pronunció hacía ocho años, terminando todas sus arengas de: ¡Ahora veremos si hay hombres! El propio alcalde, persona muy digna, peroraba allí con la mayor seriedad, sobre si Manuel mataría a Antonio aquella tarde o lo dejaría para el día siguiente en la rifa, inclinándose a que sucedería lo primero. Un familiar del obispo, todavía simple diácono, aunque ya iba para viejo, pero que comenzaba a tener fama de gran teólogo, habíase aproximado a la reunión como por casualidad, y no perdía palabra de lo que en ella se decía, sin que aún hubiese despegado los labios por su parte… En fin, hasta nuestro antiguo amigo, aquel capitán retirado que ofreció dos pagas a Manuel Venegas la tarde de la célebre rifa, hallábase entre los curiosos, sin embargo de sus setenta y ocho inviernos y gloriosísimos achaques…

El único que faltaba para completar la asamblea era su presidente nato, el dueño de la casa, el insigne Vitriolo, encerrado hacía media hora en la trasbotica con una especie de bruja, antigua deudora arruinada por don Elías Pérez y actual paniaguada de casa de Soledad; la misma, según creemos, que la noche anterior fue allí por medicinas para la señá María Josefa. Los sectarios del farmacéutico, presumiendo, sin duda, los importantísimos asuntos que podían tratarse en aquella encerrona, se guardaban muy bien de interrumpirla, y, por el contrario, explicaban a los demás concurrentes la ausencia de su maestro, diciéndoles que se hallaba confeccionando un medicamento de todos los demonios para un sacristán de un pueblecillo de las cercanías. Habíase visto, finalmente, a Vitriolo salir a la botica a tomar dinero del cajón, y por cierto que, mientras esto hacía, todos creyeron notar que estaba más feo, más pajizo y más excitado que de costumbre.

Entre tanto, ya se habían dado y repetido, y comentado hasta la saciedad, muchas y muy interesantes noticias a la puerta del establecimiento. Sabíase, por ejemplo, que Manuel Venegas entró al cabo en su casa la noche anterior, cerca ya de la madrugada, con el caballo jadeando, destrozada la ropa y sin sombrero, cual si volviera de espantoso combate: que este combate debió de ser consigo mismo, pues varios regadores lo habían visto galopar sin rumbo cierto por los sembrados de la vega y por remotos olivares y viñas, como si lo persiguieran invisibles fantasmas; que había tropezado con los guardas de campo y dádoles juntamente latigazos y dinero cuando se le quejaron de los destrozos que hacía, oyendo, en cambio, de boca de aquellas gentes toda la historia de lo ocurrido en la ciudad durante su ausencia; que, tan luego como dejó el caballo, salió otra vez a la calle, a pie, embozado en una larga manta, y se dirigió al barrio de San Gil, donde el sereno lo vio pasearse delante de la cerrada vivienda de Antonio Arregui, y aun llamar a la puerta… (¡qué horror!), sin que de adentro respondiesen a sus repetidos aldabonazos… (¡qué ignominia!), hasta que, ya casi de día, tomó la vuelta de su casa y penetró en ella; con lo que inmediatamente se cerraron sus puertas y balcones, como cerrados seguían en aquel momento…

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