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– ¡Fue para comérsela! -dijo doña Paz al subteniente, al referirle este endiablado episodio.

Ni pararon aquí las temeridades de Soledad en aquella primera entrevista… Dos veces lo menos, al atravesar la plaza de una acera a otra, volvió la cabeza para mirar nuevamente al huérfano cuya hermosura no debió de haberle parecido menor que contemplada desde las rendijas de los balcones del palacio; y, por último, antes de desaparecer detrás del portón (que hacía rato se había abierto para recibirla) le dirigió una postrera y más larga mirada, con todos los honores de saludo…

Manuel quedó anonadado y como imbécil bajo el peso de sus extrañas y confusas ideas, y no alzó los ojos del suelo hasta que el reloj de la Catedral dio la una, recordándole que le esperaba don Trinidad… Levantóse entonces con tanta pena como la mujer del usurero al alejarse de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tomó el camino de la casa del cura, tambaleándose cual si fuese ebrio o medio sonámbulo…

Sansón había conocido a Da lila.

VII. VARIAS Y DIVERSAS OPINIONES DE DON TRINIDAD

El descendiente de los Venegas tuvo, sin embargo, bastante fuerza de voluntad para no volver en muchísimo tiempo por aquella plaza ni por sus cercanías, bien que semejante resolución no dimanase exclusivamente de su conciencia.

Don Trinidad Muley fue quien, al ver que el joven no quiso comer ni cenar el día mencionado, ni durmió aquella noche, y amaneció al día siguiente con calentura, le recibió declaración indagatoria, y sabedor de todo lo ocurrido, díjole estas palabras:

– Caminas derechamente a tu perdición. Ya te lo anuncié cuando me opuse a que fueras a sentarte en aquel maldito poyo…; pero no quisiste hacerme caso, y el resultado lo estás viendo. ¡Temprano empiezan a gustarse las amigas de la serpiente!… Sin embargo, yo no te lo criticaría (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo caso se acabaría el mundo…); no te lo criticaría, digo, si no se tratara de la hija del que tan cruel fue con tu padre… Pero se trata de ella, y comprendo que los escrúpulos de haberte complacido en mirarla te hayan quitado el sueño y la salud, como a todos los que están en pecado mortal. Por consiguiente, ¡en nombre de don Rodrigo Venegas (que en paz descanse), y hasta en nombre de Dios, te conjuro a que no vuelvas a acercarte a aquel barrio, si no quieres perder mi cariño, la estimación de las gentes y, por de contado, tu propia alma!

Algo muy semejante había dicho ya su corazón a Manuel, y, vista la resuelta actitud, acompañada de cariñoso llanto, de su amadísimo protector, dio palabra formal y solemne de abstenerse de ir a la plaza de los Venegas, mientras que don Trinidad no dispusiera otra cosa…

Pasaron, pues, nada menos que tres años sin que Manuel volviese a ver a Soledad.

Durante ellos, aquel singularísimo niño vivió primero encerrado casi continuamente en la iglesia de Santa María, más entregado que nunca a su antigua amistad con la efigie del Niño de la Bola, a la cual hacía muchos regalos, daba frecuentes besos y hasta solía hablar al oído, como si le confiara sus penas. ¡Lo que no hacía, ni aun en los momentos de mayor efusión, era llorar!… El don del llanto había sido negado a aquella desgraciada criatura.

Llegado de este modo a los catorce años, y cuando el vigilante don Trinidad, que nada le preguntaba, lo creía ya olvidado de su pasión pueril, Manuel cambió súbitamente de vida, y comenzó a emprender largas excursiones a la Sierra. En ella estaba algunas veces ocho días seguidos, y desde luego llamó la atención que, no conociendo allí a nadie, ni acercándose jamás adonde hubiera gente, no llevase nunca provisiones ni armas…

– Muchacho -le dijo un día el clérigo-, ¿cómo te las compones para comer?

– Señor cura… -contestó el niño-, ¡en la Sierra hay de todo!

– ¡Sí! Ya sé que hay frutas bordes y legumbres salvajes, y mucha caza mayor y menor… Pero ¿cómo cazas sin escopeta?

– ¡Con esto! -respondió Manuel, mostrándole una honda de cáñamo que llevaba liada a la cintura-. ¡Y con ramas de árbol! ¡Y a brazo partido…, y a bocados, si es menester!

– ¡El demonio eres, muchacho! -concluyó diciendo el cura, a quien, en medio de todo, le gustaba más la vida montaraz que la civilizada, y que tampoco tenía nada de cobarde.

Siguió, pues, respetando aquella nueva manía de su pupilo, y hasta justificando que el pobre huérfano buscase una madre en la soledad y una aliada en la Naturaleza, como había buscado un hermano en el Niño Jesús.

– ¿Qué le hemos de hacer? -solía decir a su ama de llaves-. Si en esa vida de perros no aprende cosas buenas, tampoco aprenderá cosas malas; y si nunca llega a saber latín, le enseñaremos un oficio, y en paz. San José fue maestro carpintero… ¿Qué digo?… ¡Ni tan siquiera consta que fuese maestro!

– Ese niño está loco… -contestaba siempre Polonia.

Las correrías de Manuel iban haciéndose interminables, y de ellas regresaba cada vez más taciturno y melancólico, siendo cosa que ya daba espanto verlo llegar, después de meses enteros de ausencia, curtido por el sol o por la lluvia, deshechos pies y manos de trepar por inaccesibles riscos, desgarradas a veces sus carnes por los dientes y las uñas del lobo, del jabalí y de otras fieras y siempre vestido con pieles de sus adversarios, única gala del pequeño Nemrod después de tan desiguales luchas.

Pero ¡ay! ¿Qué valían todos estos destrozos en comparación de los que un tenaz sentimiento, impropio de su edad, o una nueva locura, según Polonia, hacía en el alma enferma de aquel desgraciado? ¿Qué importaban tales fatigas a quien precisamente buscaba en ellas remedio o lenitivo a más íntimas y mortales inquietudes?

Porque ya hay que decirlo: con quien verdaderamente luchaba el huérfano en aquellos parajes selváticos, sin conseguir el deseado triunfo, era con su involuntario e indestructible cariño a Soledad, como también había luchado con él inútilmente en la iglesia de Santa María bajo la protección del Niño de la Bola. Pasaba ya el mozo de los quince años; era de sangre árabe, y en su fogosa y pertinaz imaginación resplandecía más fulgente y hechicera que nunca la imagen de la niña vedada, del bien prohibido, de la felicidad imposible, mientras que su escrupulosa conciencia sentía cada vez mayor repugnancia a aquel afecto criminal, infame, sacrílego (él lo calificaba entonces así), que había venido a frustrar tantos y tantos planes de reparación y de justicia, amasados lentamente por el huérfano en tres años de meditación y de mudez. Figurábase que su padre maldeciría desde el cielo aquel amor inventado por el demonio para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros, y hacía esfuerzos inauditos para arrancarse del alma el nombre de Soledad, por no ver la cariñosa luz de sus ojos, por no envidiar el regalo de su sonrisa, por matar, en fin, aquel insensato deseo de ser amigo suyo, de serlo siempre, de serlo más que nadie, que precisamente había nacido en su soberbio corazón de la misma imposibilidad de lograrlo.

No sabemos en qué habría venido a parar Manuel, ni si efectivamente hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro pies como las bestias feroces, según vaticinaba el ama del cura, a no haber logrado ésta convencer a don Trinidad de que el presunto Nabucodonosor estaba más enamorado que nunca de la hija del usurero; de que tal era la causa de la desastrada vida que hacía, y de que aquel indomable y contrariado cariño daría muy pronto al traste con el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso ¡ya podían echarse a temblar don Elías, su esposa, su hija y todos los nacidos que se le pusieran por delante!

Penetrado que estuvo don Trinidad de estas razones, púsose a discurrir la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y de la justicia el cariño de Manuel a Soledad, que tan execrable le había parecido tres años antes; y después de largas cavilaciones e insomnios, y de muchas conferencias con su dicha ama, con una hermana muy discreta que el ama tenía y con la propia mujer del usurero (la cual solía avistarse con el bondadoso padre de almas cuando Manuel estaba en la Sierra), hizo al fin su composición de lugar, en forma de sermón de Domingo de Cuasimodo, cuyas ideas capitales fueron las siguientes:

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