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– ¡Pierdo un millón! -dijo el terrible anciano al firmar la diligencia de remate-. Pero, ¡qué remedio!… Los bienes del manirroto y despilfarrado Venegas no valen ni un ochavo más…

– ¡No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!… -le respondió severamente una persona de la curia-. ¡Verdad es que, en cambio, y según espera todo el mundo, regalará usted una buena cantidad al inocente huérfano; se hará cargo de su educación; cuidará de su porvenir…!

– ¿Yo? ¿Cuidar? ¿Qué está usted diciendo? ¡Harto hago en cuidar a mi hija! Y por lo que toca a regalos de buenas cantidades, ¡ya los harán el día del juicio los admiradores del difunto héroe! ¡Es muy fácil recetar por cuenta ajena!

– Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna…

– A su edad la pedía yo también… -replicó el usurero, volviendo la espalda.

La indignación general contra don Elías llegó al último límite, según que fueron sabiéndose todos los pormenores, y ¡gracias a que el astuto riojano, cuya casa había quedado reducida a cenizas, continuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser así, lo hubiera pasado muy mal! Sin embargo, como en el mundo no hay nada más valiente que un usurero apoyado en la ley (de donde todos los judíos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado, nuestro buen Caifás, no era cobarde de nacimiento, sino prudente conservador de sus millones y del infinito placer de aumentarlos, resolvió mudarse inmediatamente al caserón solariego de los Venegas, que ya le pertenecía, y, para ello, dispuso hacerle una poca obra, reducida a fortificarlo bien y a proveerlo de muchos cerrojos, llaves y trancas…

Algo se habló también con este motivo sobre juntas y conciertos de los operarios para no trabajar en los reparos de aquella venerable mansión; pero don Elías, que lo supo, anunció que pagaría los jornales con algún aumento, en atención a la carestía del pan, por cuyo sencillo medio halló de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse muy pronto a su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando al efecto cierta noche que llovía a cántaros y en que no andaba por la ciudad persona humana…

Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas, respiró con satisfacción, como quien no pensaba volver a salir a la calle en cuatro o cinco años, y dijo a su mujer…

– Mañana mismo escribiré a mi banquero de la capital para que le envíe a la niña cinco mil duros en ropas, alhajas y juguetes. Tú y yo nos arreglaremos de cualquier modo.

Y dio una docena de besos a su hija y se acostó en la cama que había sido de don Rodrigo, cuyos aplastados colchones conservaban todavía la huella del peso de su cadáver.

La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel lecho, dos veces fúnebre, el sitio de la que fue años antes felicísima esposa del pundonoroso caballero, y, pretextando tener que trabajar mucho, se pasó la noche dando cabezadas en una silla.

¡En fin… Soledad, la niña mimada, la hija querida de Caifás, durmió en la cama que había pertenecido al desahuciado hijo de Venegas!

¿Qué había sido entretanto del pobre huérfano, del desheredado de diez años, del niño en cuyo lujoso catre soñaba con los prometidos juguetes la millonaria de ocho abriles?

Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia.

III. DE CÓMO UN NIÑO DEJÓ DE SERLO

Manuel, que así se llamaba el huérfano, era, la funesta mañana en que su padre lo dejó dormido para ir a lanzarse al fuego que devoraba la casa de don Elías, un gentilísimo muchacho, blanco y sonrosado como el más vistoso amanecer y alegre y retozón como una florecilla descuidada. Criábalo don Rodrigo con el mayor esmero, no cifrado todavía en enseñarle nada literario, ni tan siquiera a leer y a escribir, de lo cual decía que siempre habría tiempo, sino en fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza física, sujetándolo a rudos ejercicios de agilidad y fuerza, aleccionándolo a andar largas jornadas en interminables cacerías, y explicándole de paso los misterios de la Sierra, la botánica de los montesinos, la medicina de los cortijeros, la astronomía de los pastores, las costumbres de todos los animales, la manera de luchar con ellos y matarlos, o de cogerlos vivos y reducirlos a su obediencia, y otros muchos secretos de la vida agreste y montaraz; de donde resultaba que siempre estaban juntos padre e hijo, y que se querían y trataban, más que como lo que eran, como dos hermanos, como dos camaradas, como dos compadres.

Nada sabía el halagado pequeñuelo de la total ruina de su casa ni de las consiguientes zozobras de don Rodrigo (quien, como se ve, lo criaba para pobre, presintiendo que llegaría a serlo); y a la sombra de aquella ignorancia, su niñez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera, hasta donde es posible en quien no ha conocido madre, cuando vinieron en montón y de golpe sobre su frente todos los infortunios humanos… En un mismo día…, ¡en el espacio de pocas horas!…, vio que traían de la calle, abrasado y sin conocimiento, al ídolo, al señor, al compañero y único amigo de su vida; presenció su espantosa muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmóviles ojos, ni un consejo, ni un ósculo de sus convulsos labios; se enteró de que existía Caifás y de la terrible tragedia del incendio, así como de su espantoso origen; supo que era tan pobre como los mendigos descalzos que piden limosna de puerta en puerta; comprendió que tenía que despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerraban, incluso los objetos que más le hubieran recordado al autor de sus días; contempló, cual si soñase, a todos los vecinos de la ciudad, constituidos en su casa, alrededor del cadáver de don Rodrigo, guardándolo como si fuera suyo; hasta que, finalmente, lo alzaron en hombros y se lo llevaron… no sin darle antes a él muchos besos y decirle muchas cosas, que no le supieron a nada… y quedóse allí abandonado, silencioso, estúpido, sentado en un rincón de la cámara mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qué esperar a nadie.

Llegada, en fin, la noche…, la primera noche de orfandad, cuando dejaron de tañer las campanas y de sonar las remotas músicas del entierro; cuando hasta las tinieblas le advertían que ya estaba solo sobre la tierra, cuando comenzaba a figurarse que él también había muerto y sido sepultado, oyó una voz ronca y áspera, la voz de un sacerdote grueso y feo, que le decía lúgubremente:

– Muchacho, ¿dónde estás? ¿Por qué no has encendido luz? Vente conmigo… ¡Yo te recojo, y sea lo que Dios quiera! Vámonos a mi casa…

Manuel lo siguió como un autómata, o más bien como el pobre can que se ha quedado sin dueño.

IV. UN CURA DE MISA Y OLLA

Apresurémonos a decir algo (muy poco) respecto de este sacerdote, antes de engolfarnos completamente en la historia del que había llegado a ser su pupilo.

Don Trinidad Muley era uno de aquellos curas a la antigua española, a quienes aman y respetan todos sus feligreses y cuantos los conocen, sin distinción de partidos políticos ni aun de creencias religiosas; curas que, sin ser liberales ni dejar de serlo, o, mejor dicho, por no tener opinión alguna sobre las cosas del César, pero sí una altísima idea de las cosas de Dios, no perdieron nunca ese amor y ese respeto, ni en la explosión nacional de 1808, ni en la reacción absolutista de 1814, ni en el furor revolucionario de 1820, como tampoco los perdieron después, cuando vino Angulema, ni por resultas del motín de La Granja ni en ninguna de las vicisitudes posteriores, tan fecundas en desavenencias entre la Iglesia y el Estado; curas indígenas, digámoslo así, que aman a su patria como cualquier hijo de vecino, sin tener nada de cosmopolitas, de europeos, ni aun de ultramontanos, por lo que rara vez legan su nombre a la Historia; curas, en fin, de la clase de católicos rancios, sin ribetes de política ni de filosofía, que no suelen poseer ni exigir de nadie sutilísimos conceptos teológicos con que explicar la mente del Autor del mundo, ni inflexibles fórmulas de escuela sobre la sociedad y su gobierno, sino pura y simplemente la práctica real y efectiva de todas las virtudes cristianas.

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