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El niño tampoco contestó a este discurso, y siguió escribiendo con el pie en el suelo, donde ya podía leerse el nombre de su padre: RODRIGO.

– ¿Qué escribes ahí? -preguntó, después de otra pausa, la esposa de don Elías-. Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla… Respóndeme, pues. ¡Cuando tú vienes aquí todas las tardes, algo quieres!… Dímelo con franqueza… O, si no, toma, y es mejor… Tú gastarás esto en lo que necesites…

Y le largó un bolsón de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas relucía mucho oro. Lo menos contendría seis mil reales Manuel borró con el pie el nombre del difunto caballero, y se puso a escribir otro, que resultó ser el de la madre a quien no había conocido: MANUELA. Es decir, que ni siquiera se dignó fijar sus ojos en la bolsa… Por el contrario: para dar a entender que nada tomaría, escondió sus manos en los bolsillos del pantalón.

– ¡Eres muy rencoroso, o tienes mucho orgullo, Manuel! -dijo entonces con amargura la señá María Josefa-. Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, ¡y lo que es en eso te equivocas!… Figúrate que tengo una hija a quien adoro, como tu padre te adoraba a ti; la cual esta mañana le decía a mi marido, después del almuerzo: «Mira, papá: es menester perdones a ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y le digas que sí a lo que venga a pedirte… ¡A mí me da mucha lástima de él! ¡Dicen que antes era más rico que nosotros, y que la cama en que yo duermo ha sido suya…» ¡Conque ya ves, hombre, ya ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por ti!

Manuel había levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

– Dígame usted, señora… -pronunció entonces reposadamente-. ¿Cuántos años tiene esa niña?

– Va a cumplir doce… -respondió la madre con incomparable dulzura.

Manuel volvió aparentemente a su distracción; pero escribió con el pie en la tierra: SOLEDAD.

– Supongo que ya te habrás convencido de que puedes tomar esta friolera… -añadió la buena mujer, alargándole el dinero.

Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad y tristeza:

– Señora…, ¡bastante hemos hablado!

Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, desapareciendo detrás de una esquina.

La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa. Luego se levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se atrevería a llamar su casa. En cuanto al niño, no habrían transcurrido cinco minutos, cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo, con los ojos fijos en los balcones del usurero.

VI. SOLEDAD

A los dos días de la anterior escena, Manuel cambió las horas de su coti diana visita a la plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí a las nueve, o sea al terminar el servicio ordinario de la parroquia.

¿Por qué este cambio? ¿Presumió el niño que a tales horas habría más entrantes y salientes en casa de Caifás, y mayor materia, por tanto, para sus observaciones? ¿O tuvo noticia terminante y cierta de que así le sería fácil conocer a aquella niña de que le había hablado la mujer del usurero, a aquella defensora de doce años que tanto le compadecía, a aquella Soledad inolvidable que le había calificado de hermoso?

Lo ignoramos completamente. Pero el caso fue que la mañana en que hizo tal novedad vio Manuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos y de otras personas mas o menos notables de la ciudad, y que cerca de las doce volvió a salir del caserón el mismo sirviente, el cual, después de muchos rodeos y vacilaciones, penetró en un Colegio de niñas, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como a cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el sitiador tenía plantados sus reales.

Un vuelco le dio el corazón al avisado huérfano, cuyo instinto de cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y conjeturas le advirtieron que iba a presentarse ante sus ojos la hija de Caifás

Así fue, en efecto: pocos instantes después salió del colegio el asustadizo cobrador, llevando de la mano a una elegantísima niña, cuyo gallardo andar y vivos y graciosos movimientos, acompañados de alegres risas y del timbre argentino de una voz de ángel, dejaron desde luego absorto al hijo de Venegas.

– ¿Por qué razón -pareció preguntarse el mísero- no está triste esa niña cuando yo lo estoy?

La niña calló repentinamente, sin duda por haberle advertido el criado que estaba allí Manuel, o por haberle ella visto en aquel instante. Reinó, pues, en la plaza un profundo silencio, que el huérfano comparó con el de la muerte, y Soledad siguió avanzando, sin reír, sin hablar y con un aire de gravedad y compostura que infundió mayor pena al que lo motivaba…

Observó luego el adusto niño (y esto le alegró el corazón) que la hija de Caifás lo miraba furtivamente, y que se había entablado cierta sorda lucha entre el viejo, que la tiraba de la mano, tratando de acercarla lo más posible a la acera del palacio, y ella, que pugnaba por aproximarse gradualmente a la otra banda, a fin de pasar muy cerca del misterioso personaje.

Éste la miraba de hito en hito, sin pestañear, con la extrañeza y valentía, pero también con la mansedumbre del león que, harto del sangriento diario festín, viese pasar delante de su cueva una atribulada gacetilla… Muchas más cosas había en los ojos y en el corazón de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas aún por entero: había admiración, producida por la peregrina belleza de aquella inocente; había orgullo, al recordar que debía a tan gentil y a la sazón reservada criatura espontáneas defensas, lisonjeros elogios y la más dulce compasión; había remordimiento y pena de que por su causa hubiese dejado de reír y hablar; había no sé qué especie de ternura, nacida de este mismo generoso dolor; había, en resumen, ansia de parecerle menos hostil, a la par que celos y envidia de las personas que no estuviesen incapacitadas, como él, para gozar de su alegría y de su confianza… Es decir, que, por un milagro de precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros, el de lord Byron, llorando de amor, a la edad de diez años, por la hija de un enemigo de su familia), reveláronse en los ojos y en el corazón del huérfano, desde el punto y hora en que vio por primera vez a la hija del verdugo de su casa, los poderosos gérmenes de aquel amor fatal e inevitable, transformación aciaga de paternos odios, que tantos poemas ha creado; del amor de Romeo a Julieta y de Edgardo a Lucía; amor necesario y terrible, que arraiga tenazmente en la roca de la imposibilidad, por lo mismo que está destinado a combatir con los huracanes de un hado siempre adverso.

Repetimos que nuestro rapaz de trece años no se había dado cuenta de casi ninguna de estas emociones: no hacía más que mirar estúpidamente a aquella encantadora niña, cuyos negros y expresivos ojos, rizados cabellos castaños, preciosísima boca, rosada tez y garboso talle, prometían al mundo una mujer extraordinariamente bella… Además, el lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que relucían en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y los libros, contribuían a deslumbrar a aquel impúber medio salvaje, criado en la Sierra y en la sacristía, semicazador y semiacólito, que casi nunca había hablado con niños, mucho menos con niñas, acostumbrado únicamente a la austera sociedad de su enérgico padre y del incivil párroco de Santa María de la Cabeza.

Pero cuando verdaderamente conoció Manuel algo de lo que sentía fue cuando la Eva de doce años logró vencer en su contienda y pasó casi rozando con él… Dirigióle entonces la niña una mirada de femenina curiosidad, mezclada de indefinible dulzura, que lo dejó fascinado y sin respiración; hecho lo cual, giró resueltamente hacia su casa con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetería, que hubiera enloquecido a Manuel, si ya no estuviese loco de adoración y espanto…

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