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En resumen: era a la par niño y hombre, tan en sazón de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, verbigracia) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archimujer, lo mirase ya con ojos pecadores.

Paseábase, digo, el gentil mancebo por la puerta del Colegio de niñas, muy pagado de su figura y también de su flamante ropa de paño azul, de su sombrero recién sacado de la tienda y del pañolillo carmesí, de la India, que Polonia le había puesto al cuello, sujetándoselo con una sortija de similor y piedras de Francia, que el cura le regaló el día que cantó Misa (pues hay que advertir que esta ama, antes de serlo de llaves, lo había sido de leche del bueno de don Trinidad, a quien seguía diciendo a solas «mira, niño»…), cuando dieron las doce en el reloj de la Catedral, y se abrieron simultáneamente la puerta del establecimiento (para dar paso a Soledad y a otras educandas) y la puerta del caserón de los Venegas, para dar paso al viejecillo que ya conocemos.

Las otras niñas se alejaron de Soledad con aire misterioso al ver que se le acercaba aquel joven, a quien de seguro reconocerían; el criado, que lo reconoció también, se quedó inmóvil junto al portón del palacio, temiendo seguramente alguna catástrofe, y Soledad (de quien no hay que decir que antes que nadie se había hecho cargo de todo) púsose más encendida que la grana y trató de seguir su camino.

– Óyeme, niña… -le dijo entonces con inusitada blandura el desabrido Manuel, atajándole el paso respetuosísimamente-. Tengo que darte un recado para tu padre.

Soledad se paró, y, repuesta de su sorpresa en el mismo instante, fijó sus grandes y dulces ojos en los del hijo de don Rodrigo Venegas, sin la menor expresión de timidez ni sobresalto. También había crecido bastante la niña, cuyas nacientes gracias juveniles recordaban a la Ofelia de Shakespeare. Aún iba vestida de corto, en lo cual no hacía bien su madre, ni menos en seguir enviándola al Colegio, pues era exponerla a que algún descarado le dirigiese la flor, allí usual, de que más parecía una maestra que una discípula. Lo decimos entre otras varias razones, porque no podía darse nada tan atractivo y misterioso como el poético semblante de aquella adolescente, cuya inteligencia despertaba ya viva curiosidad y loco deseo de penetrar en el abismo de su alma.

Manuel quedó embelesado y sin poder continuar su discurso al reparar en los nuevos hechizos que hermoseaban a la gentil criatura con quien se había desposado su espíritu desde la niñez, y bajó un momento los ojos, como deslumbrado por tanta belleza…

Era enteramente el reverso del famosísimo primer saludo de Fausto a Margarita: ella representaba la seducción; él, la inocencia.

– Soledad… -prosiguió diciendo el semisalvaje, con voz tan mansa y melodiosa que hubiera enternecido al más feroz tirano-. Dile a tu padre, de parte de Manuel Venegas, que de ti, y sólo de ti…, depende el que él y yo seamos amigos. Dile que te quiero más que a mi vida y que estoy pronto a perdonarlo si consiente en casarnos cuando… tengamos la edad, por cuyo medio quedarán arregladas antiguas cuentas y se evitarán muchos disgustos… Dile que yo estudiaré y trabajaré entretanto, a fin de llegar a ser un hombre de provecho… Y, en fin, dile que tu madre y don Trinidad Muley entran gustosos en estas paces.

– ¿Y yo? -pudo preguntar la niña.

Pero se guardó muy bien de preguntarlo.

En cambio, tampoco respondió cosa alguna. Sólo había sido fácil notar que cuando oyó al huérfano declarar su cariño en términos tan vehementes y decir lo de la conformidad de la madre y el cura, bajó los párpados y se mordió los labios, como para ocultar sus emociones.

Acabado que hubo Manuel su breve discurso, Soledad intentó de nuevo seguir marchando; pero el joven volvió a detenerla con exquisita finura, y añadió lo siguiente:

– Mañana, a estas horas, te aguardaré aquí mismo para saber la contestación de tu padre.

Dicho lo cual, la saludó muy políticamente, quitándose el sombrero y dejándole franco el camino.

Fue entonces Soledad quien se detuvo…, para clavar en Manuel una larga mirada de cariño y reconvención: movió luego los labios con ternura, como disponiéndose a decirle alguna cosa; pero se arrepintió en seguida, y bajó los temerarios ojos, con no sé qué tardía modestia; sonrió, en fin, levemente, como burlándose de sí propia, y echó a correr hacia el palacio con más aturdimiento y ligereza que aconsejaba su calidad de núbil.

Ya era tiempo, pues en aquel instante comenzó a tronar una voz terrible al otro lado del portón; viose salir muy asustada a la señá María Josefa en busca de su hija, y notóse que el viejo cobrador daba excusas a la persona invisible que rugía dentro del portal. Manuel, en medio del inefable arrobamiento que le había causado la indefinible mirada de la joven, sintió vibrar en su pecho la ira, y estuvo para correr también hacia el palacio. Pero luego se dominó bruscamente, y, encogiéndose de hombros, tomó con majestuosa lentitud el camino opuesto, sin volver la cabeza para ver lo que seguía ocurriendo en la plaza, de donde salió a punto que cesaron las voces y se oyó cerrar el portón.

– ¡Mañana veremos! -iba diciéndose el mozo con la tranquilidad de la justicia y de la fuerza.

VIII. PERIPECIA

El día siguiente, a las once de la mañana, estaba ya Manuel a la puerta del Colegio, en busca de la contestación que aguardaba de parte de don Elías, y mientras era llegada la hora de que la niña saliese de aquel santuario (donde vulgarísimas muchachas y estólidas maestras -así suelen discurrir los enamorados- tenían la gloria de verla coser y de oírla decorar sus lecciones, como si también ella fuese criatura mortal), el pobre mancebo se paseaba, lo más lejos posible del mudo caserón, enmarañando y devanando por centésima vez en su cabeza mil encontradas conjeturas sobre la significación del rubor, de la mirada, de la sonrisa y de la fuga de la intrépida y silenciosa adolescente durante la escena de la víspera…

De lo que no podía dudar era de que Soledad le amaba, no ya sólo porque don Trinidad se lo hubiese contado la mañana anterior con referencia a la mujer del usurero, sino porque a él se lo había dicho su leal naturaleza al recibir aquella mirada (reveladora de dulces y ya presentidos misterios) con que la niña, trocada en mujer, había transfigurado al niño en hombre.

En cuanto a lo que pudiese contestar don Elías a su demanda, Manuel estaba también completamente tranquilo.

– ¿Qué mejor recurso le queda al acorralado Caifás -decíase el joven, rebosando júbilo, soberbia y confianza- que transigir conmigo, que escapar a mi furia, que liquidar amistosamente con el espectro de mi padre, con el público y con Dios?… ¡Nada! ¡Nada! ¡Soledad es mía! ¡Terminaron mis penas! ¡Desde mañana comenzaré a trabajar y dentro de cuatro o cinco años seré bastante rico para casarme con mi adorada!

A todo esto iban a dar las doce, y el cobrador del prestamista no salía del palacio en busca de la educanda… ¿No habría ido ésta aquel día al Colegio? Los minutos se le hacían siglos al impetuoso Venegas, y desde aquel instante comenzó a dudar de la solidez del edificio de sus esperanza s…

Dieron, por último, las tres Avemarías todos los campanarios de la población, y las niñas comenzaron a salir del Colegio, primero en grupos, luego desperdigadas… ¡Soledad era la única que no salía! ¡Y el criado no iba tampoco por ella!

Manuel no pudo contenerse más, y acercándose a una colegialilla de cinco o seis años que se había quedado rezagada y pasó cerca de él, le preguntó con afectada indiferencia:

– Dime, niña: ¿y Soledad? ¿No ha venido hoy al Colegio?

– No, señor… -respondió el gorgojo-. La han quitado… ¡por mala!

– ¡Ah, viejo infame! -gritó Manuel, volviéndose hacia el caserón con el puño cerrado, como amenazando derribar aquellas paredes y sepultar bajo sus escombros a don Elías.

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