Manuel abrazó, en cuanto era posible, la respetable mole de don Trinidad Muley, y no contestó palabra alguna; pero en su noble y hermosa frente se leían temerarias resoluciones.
IX. OPERACIONES ESTRATÉGICAS
Desde aquel triste día hasta la fecha del ruidoso lance que obligó a Manuel a salir de la ciudad (para no regresar a ella en el espacio de ocho años, según indicamos en el libro primero de la presente historia), cumplió nuestro joven con asombrosa firmeza de carácter el vasto programa que había concebido en el camino de las Huertas, y cuyos pormenores no creyó oportuno explicar al buen cura de Santa María; programa atrevidísimo y sumamente complicado (a lo que se vio después), que contenía tres líneas paralelas de conducta: una para consigo mismo, otra para con el público y otra para con don Elías y Soledad.
Respecto de sí mismo, había resuelto trabajar y ganar dinero, no sólo para dejar de ser gravoso a su protector, sino para ir reuniendo un pedazo de pan que ofrecer algún día a su adorada, seguro de que ella lo aceptaría gustosísima, dejando inmediatamente a don Elías y sus mal ganados millones por los puros goces del amor y de la virtud, únicas bases firmes de la felicidad, según aquel imberbe heredero de Don Quijote.
La Sierra, tesoro que entonces no era de nadie, y del cual, por ende, podían gozar todos a título de aprovechamiento común, fue también en esta ocasión ancho campo de la actividad y gigantesco poderío del huérfano. Pero no ya para fantasear allí, corriendo inútiles peligros, o para gozar a sus anchas de la libre vida de la naturaleza, sino para sacar abundantísimo fruto de las providenciales lecciones que le diera su padre y del propio conocimiento por él adquirido acerca de los misterios y riquezas de aquella maravillosa montaña, que en otra obra nuestra denominamos La Madre de Andalucía.
Industrias allí olvidadas desde la expulsión de los moriscos, o en desuso desde la muerte de Don Carlos III, y no pocos provechos y explotaciones que hasta época recientísima no han merecido la atención de las gentes, sirvieron de objeto a la pasmosa inventiva y titánica laboriosidad de Manuel, el cual sin ayuda ajena, por no divulgar secretos que poseía él solo, fue juntamente herbolario, cazador con destino a la peletería, maderero de especies extrañas y preciosas, colector de bichos raros, cantero de jaspes y de serpentina y lavador de oro.
Estas tres últimas faenas, especialmente, le produjeron pingües utilidades. Hallábase el oro en abundancia entre las arenas de un río nacido en aquellas alturas, y si tal riqueza no ha bastado hasta ahora a convertir la comarca en una especie de Perú, consiste en que la operación de extraer y lavar dichas arenas es tan larga y penosa, que el hombre más laborioso, de condiciones ordinarias, trabajando doce horas al día, apenas reúne el oro bastante para costear el pan que se come… Y por lo que toca a los jaspes y a la serpentina, aunque se presenta a flor de tierra en los altos barrancos rodeados de eternas nieves, su arrastre es tan difícil y peligroso, que sólo raras veces, y para la decoración de suntuosas iglesias, se había acometido el arduo empeño de utilizarlos… Pero ¿qué eran tales inconvenientes tratándose de un hombre de los extraordinarios recursos de Manuel? ¿Quién vio reunidas nunca tantas luces naturales, tanta fuerza física, tanta agilidad y tan inquebrantable perseverancia? ¿Quién conocía como él la Sierra? ¿Quién estaba hecho a sus rigores, tan familiarizado con el laberinto de sus senderos, tan práctico en el modo de trepar a sus cumbres o de bajar a sus hondos precipicios? Desvió, pues, las aguas de sus cauces, construyó presas y balsas, condensó por decantación las hojuelas y pajitas de oro, como hoy se hace en California, y, por estos medios, hubo semanas que recogió más de treinta adarmes del precioso metal… Y para conducir rodando, sin que se quebrasen, hasta el pie de la Sierra los jaspes y la serpentina, forró de grandes hierbas y de bien trabado ramaje sus pesadas moles, y las deslizó a riesgo de morir, por las chorreras de las nieves derretidas (sin reparar en si eran más o menos practicables), precipitándose él detrás de cada uno de aquellos artificiales aludes cuando el ingente envoltorio caía dando tumbos de roca en roca por haberse convertido el lecho de torrente en escalones de catarata.
En fin: para el resto de sus mencionadas industrias; para coger las hierbas medicinales más codiciadas o los animalillos raros de especies hiperbóreas, cuya piel se paga a altísimos precios; para enriquecerse con todo lo que produce aquella privilegiada región (donde simultáneamente reinan las cuatro estaciones, según la altura barométrica, y lo mismo se da el liquen blanco que el añil, el abeto que la caña de azúcar, el ajenjo que el café, el castaño que el chirimoyo), tuvo también que arrostrar fatigas increíbles; tuvo que pernoctar en los eternos hielos; tuvo que bajar a pavorosas lagunas, jamás visitadas; tuvo que escalar inexplorados picos; tuvo que ser un verdadero Hércules…
Recogida la cosecha de los cuatro primeros días de la semana, Manuel se encaminaba los viernes a tal o cual puertecillo de la vecina costa, y allí vendía todo lo que le era dado transportar por sí mismo, y contrataba la conducción de las maderas, de la serpentina y de los jaspes que había dejado reunidos en terreno relativamente bajo y accesible; con lo que el sábado estaba de regreso en su ciudad natal llevando en el bolsillo un buen puñado de dinero, que dividía en tres porciones iguales: una para Polonia, a fin de que atendiese el vestirlo con gran lujo, aunque sin salir del estilo plebeyo; otra, que entregaba a don Trinidad, para que le mantuviese y aumentase el culto de la imagen del Niño de la Bola, y la tercera, que el joven conservaba para ir formando su tesoro particular, o sea su segundo tesoro, puesto que el digno sacerdote iba guardando íntegras, como en depósito y sin decirlo, todas las cantidades que recibía de Manuel, sin perjuicio de aumentar a su propia costa el culto del Niño Jesús, por cuenta del alma de su pupilo.
De vuelta en la ciudad, donde permanecía hasta el lunes por la mañana, vestía elegantísimamente, y se dedicaba a ejecutar la parte de sus proyectos relativa al público. Reducíase ésta a lo que llamaba donosamente hacer justida, y tenía por objeto irse captando poco a poco, además de la lástima y el cariño con que siempre le honraron sus conciudadanos, su estimación, su respeto, su obediencia, su temor… (en el sentido saludable de la palabra), hasta llegar a ser, como fue muy pronto, el amo, el rey, el dictador de la ciudad.
La justicia sirvió, en efecto, de único resorte al hijo de don Rodrigo Venegas para lograr tan alta magistratura de hecho… Queremos decir que durante tres años dedicó aquellos dos días de la semana a destronar matones, a reprimir déspotas, a defender a los débiles contra los fuertes, cuando la razón estaba de parte de la debilidad; a sostener el imperio de la ley, en los casos no justiciables por los encargados de aplicarla, y a corregir todo abuso, toda iniquidad, toda tropelía que trajese indignados a los hombres de bien. Buscó en sus respectivos barrios, y en medio de su corte de vencidos, a los valientes y perdonavidas más famosos de la ciudad, y les echó en cara sus desmanes y desafueros, diciéndoles que estaba dispuesto a no consentirlos. Observóse que, al proceder así, iba, como siempre, sin armas, y alguno quiso abusar de ello y acometerle puñal en mano… Pero ¿de qué sirve el puñal a quien tiene encima al león? Ni ¿qué importa al león un poco de hierro en la mano de un hombre? Rápido como la luz, Manuel cayó sobre el atrevido; tiróle en tierra al solo impulso de su violento salto, cogióle el brazo asesino con las tenazas de sus dedos, y se lo rompió como si fuera débil caña. Revolvióse luego contra los demás…, pero encontróse con que todos eran ya sus vasallos y le aplaudían, mientras que llenaba de injurias al matón caído…