– ¡Mano a las escopetas! -decía entretanto el subteniente con voz de mando, dirigiéndose a los dos o tres aceiteros que llevaban tales armas.
– ¡Oh…, no! ¡Más vale rendirse!… -gimió el sacristán-. La resistencia equivale a una muerte segura… ¿No es verdad, señoras?
– ¡Muchísima verdad!
– ¡Deténgase usted, comandante!… -gritaron las dos viudas-. ¡Deténgase usted, y sea de nosotras lo que Dios quiera!
– Señoras… ¡No hay cuidado!… -pronunció uno de los aceiteros con cierta sorna-. Cuando nos salgan verdaderos ladrones, yo daré la voz de rompan filas.
– Pues ¿qué gente es aquélla? -preguntó el ascendido milite.
– Allí no viene más… -replicó el trajinante- que un caballero mejor montado que nosotros, en compañía de un mozo de a pie… ¡Me parece que la partida no es para asustarse tanto!
– Pues ¿saben ustedes lo que digo? -exclamó otro escolar, mirando de soslayo al guerrero de profesión-. Que aquel caballero andante es más valiente que todos nosotros juntos, supuesto que viaja menos acompañado.
– ¡Oiga usted! -respondió el subteniente, que era catalán-. ¡Si yo no vengo solo, no es porque necesite el auxilio de botarates como usted!
– ¡Jesús, qué hombres! -exclamó doña Paz, atravesando su burro entre ambos contendientes-. ¡Siempre la tienen a una con el alma en un hilo!
– ¡No tiemble usted, doña Pacecita! -dijo el estudiante insultado, abrazándose a las robustas piernas de la jamona-. Que yo, por evitar a usted un disgusto, soy capaz de los mayores sacrificios de amor propio… ¡Y qué gorda está usted, y que rica!…
– ¡Insolente! -gritó la viuda, arreando su bestia para librarse del escolar-. ¡Si viviera mi Luis, no me vería yo en estos lances!… Espérese usted, doña Antonia… ¡Ay, qué niños! ¡Qué niños!…
A todo esto, el hombre a caballo se venía encima, y pronto se halló a distancia de ser examinado minuciosamente por la gente de la recua, con lo cual dio punto la centésima cuestión que llevaban armada aquel día los imberbes empecatados estudiantes.
– ¡Buen mozo es el viajero! -dijo doña Paz a doña Antonia.
– ¡Demasiado! -murmuró ésta, que se había puesto muy amarilla y que se restregaba los ojos, como no dando crédito a lo que veía…
– ¡Hermoso caballo! -exclamaba por su parte el militar.
– ¡Lo que trae ese hombre -observó un estudiante- es una vestimenta y un sombrero de todos los demonios! ¡Parece un húngaro de los que van a la ciudad a remendar calderas!
– ¡Silencio, imprudente! -repuso el militar-. ¿No ve usted que lo va a oír?
En efecto, el gallardo joven pasaba ya por en medio de la comitiva, a la cual saludó gravemente, llevándose la maro al sombrero y sin articular palabra.
– ¡Buenas tardes!… -¡A la paz de Dios!… -¡Vayan ustedes con Dios!… -contestaron expresivamente los de la ciudad, como muy agradecidos a que aquel encuentro no les hubiese costado caro.
– ¡Salud, caballeros! ¡Vayan ustedes con la Virgen! -respondió el arriero de Málaga, quien, por lo visto, descansaba también de algún miedo.
Entretanto, nuestro buen sacristán había parado su burro, y estaba con la boca abierta viendo alejarse al hombre misterioso… Santiguóse, por último; metió los talones a su cabalgadura y se incorporó a la caravana lleno de espanto.
– Doña Paz…, doña Paz… -dijo entonces-. ¿No ha conocido usted a ése?
– Yo, no… Pero doña Antonia debe de haberlo conocido, y de resultas se ha puesto medio mala… ¿Quién es?
– ¡Es el Niño de la Bola!
– ¡Jesús! -exclamó doña Paz-. ¿Qué está usted diciendo?
– Lo que usted oye…
– Sí…, sí…; tiene usted razón… Pero ¡qué cambiado está!
– ¿Y quién es el Niño de la Bola? -preguntó el subteniente-. ¿Algún bandido?
– No, señor… Es algo peor que eso ¡Es el demonio en persona, aunque se haya criado en la iglesia…, y precisamente en la parroquia donde yo era sacristán!…
– Explíquese, buen amigo…
– Midan ustedes sus palabras… -interrumpió doña Paz-. Doña Antonia nos está oyendo, y don Bernardino sabe que es tía segunda de la interesada… En fin, ¡el señor me entiende! A mí no me gusta meterme en asuntos ajenos…
– El Niño de la Bola -prosiguió diciendo el sacristán- es el hombre más valiente y más atroz que Dios ha criado… ¡Una fiera, señor! ¡Una fiera en toda la extensión de la palabra!
– Pero ¡voto va deu! -insistió el militar-. ¿Qué ferocidades ha hecho ese hombre? Y, sobre todo, ¿cómo se le permite que ande suelto por el mundo?
– Le diré a usted… Todos creíamos que había muerto… Hace ocho años que se marchó a las Indias, y yo no sé de dónde sale ahora… ¡Buen jaleo se va a mover en la ciudad en cuanto llegue!… ¡Muchísimo me alegro de no encontrarme allí estos días!
– Pero, ¡señor cura!, o ¡señor!…, vamos…, ¡lo que usted se denomine! -replicó el subteniente-. ¡Acabe de reventar! ¿En qué le ha conocido hasta ahora a ese hombre que sea un fiera? ¿Ha matado? ¿Ha robado? ¿Ha pegado fuego a alguna ciudad?
– No, señor… No ha hecho nada de eso… pero es porque no ha querido… ¡Tiene las fuerzas de un Sansón! ¡Bástele a usted saber que él fue quien mató al oso que tantos estragos hacía en toda esta Sierra en tiempos del Rey absoluto!…
– Pues si mató al oso dio muestras de ser un hombre de bien… -repuso el catalán-. ¿Por qué compararlo entonces con el diablo?
– No niego yo que sea hombre de bien… ¡Lo que niego es que sea hombre!… ¿Digo bien, doña Paz? ¡Y cuenta que yo le conozco como nadie, y hasta le he tenido cierto cariño, pues repito que fui sacristán de la parroquia que le sirvió de madre en su niñez… Pero conozco que es un león, un tigre…, una bestia feroz… Y si no, que se lo pregunten a la Dolorosa, o, mejor dicho, a la familia de ésta, ¡pobre Soledad! ¡Buenos ratos le aguardan ahora! ¡La mujer más bonita del mundo!…
– Don Bernardino, ¡cállese usted, por los clavos de Cristo! -interrumpió de nuevo la viuda-. ¡Doña Antonia es tía de Soledad, y nos está oyendo más muerta que viva!… Venga usted a ayudarme a distraerla y consolarla, y después, cuando pasemos del Ventorrillo, donde ya se acaba todo miedo de ladrones, nos adelantaremos un poco y charlaremos cuanto ustedes gusten. ¡Oh, ya verá usted, señor teniente! ¡Don Bernardino tiene razón! ¡En la ciudad van a suceder cosas tremendas con motivo de la vuelta de este monstruo!… ¡Siento no estar allí para presenciarlas! Porque figúrese usted que el Niño de la Bola…, o ese Manuel Venegas, que tal es su verdadero nombre (pues su padre fue un caballero muy principal, aunque muy raro, descendiente, según dicen, de príncipes moros, cuya pícara sangre se le conoce bien a este chico en medio de sus buenos sentimientos), se empeñó en casarse… quiero decir, se enamoró perdidamente…
– Señora, ¡cállese usted, por María Santísima! -interrumpió a su vez don Bernardino-. Doña Antonia no hace más que mirarnos, y la pobre está que da lástima verla…
– Dice usted bien… Voy a acompañarla… ¡Luego se lo contaré yo a usted todo, mi subteniente! Entretanto, señor don Bernardino, véngase a mi lado, no sea que vaya usted a aprovechar la ocasión para destriparme el cuento… ¡Espérese usted, Amoñita! ¡Arre, Piñón!
* * *
No creemos que el lector tenga empeño alguno en oír de labios de doña Paz la historia de los primeros veinte años del Niño de la Bola relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda acaba de darnos elocuente muestra… Preferimos, pues, narrarla por nosotros mismos, con referencia a todos los datos que poseía el público, después de lo cual correremos en seguimiento de nuestro héroe, a fin de acompañarlo en el remate de su jornada, y llegar con él a la famosa ciudad que fue su cuna, y donde iba a desenlazarse el perpetuo drama de su vida.
Conque digamos adiós al subteniente, al sacristán, a las viudas, a los estudiantes y a los aceiteros, de ninguno de los cuales hemos de volver ya a tener noticias hasta que nos los encontremos el día del Juicio en el famoso Valle de Josaphat.