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Tomó, pues, la procesión un paso como de fuga. Los de las andas, arengados incesantemente por don Trinidad, lo atropellaban todo, sin respeto alguno al orden de la comitiva: los del palio corrían detrás de las andas, midiendo con las varas el suelo a grandes trancos, y sacerdotes, monaguillos, seises, bajonistas, cofrades, público y escolta formaban un barullo indescriptible.

– Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué corren ustedes tanto? -preguntaban los muñidores, esgrimiendo sus pértigas.

– ¡Nada! ¡Nada! ¡Adelante! -respondía don Trinidad Muley, echando los bofes.

Y, no muy seguro aún de que bastase a su propósito aquella gloriosa huida, llamó al septuagenario capitán, que marchaba detrás de él representando al ejército: le refirió al oído lo que pasaba en la otra calle, y terminó diciéndole a media voz:

– ¡En último extremo, tire usted de la espada!… ¡Pero, por Dios, no pegue usted a nadie más que de plano!

Dichosamente, Manuel iba tan ensimismado y abatido, que no reparaba en ninguna de aquellas cosas, y se dejaba llevar por el padre de almas como un ciego por el que ve.

– ¿Saben ustedes la novedad? -exclamó en tal punto un discípulo de Vitriolo, que llegaba a escape en aquel momento y había conseguido acercarse a Manuel Venegas.

– ¡Calla o te estrangulo! -rugió sordamente el capitán, echándole mano al pescuezo y arrojándolo de aquel sitio.

Y, pretextando luego que no podía andar tan de prisa, se cogió fuertemente del brazo izquierdo de Manuel, sin perder de vista al feroz discípulo de Vitriolo.

Quedó, pues, nuestro héroe incomunicado con el público; y, de este modo, llevado a remolque por el virtuosísimo cura y remolcando él al honradísimo capitán, penetró al fin en la capilla de Santa Luparia, donde, por pronta providencia, lo encerró don Trinidad Muley con llave y cerrojo en un reducido despacho dependiente de la sacristía…

Hízolo a tiempo. Un minuto después llegaba Antonio Arregui, seguido de muchas personas, al pórtico de la capilla, en demanda de Manuel Venegas…

Pero se encontró con el revestido sacerdote, que le aguardaba ya sin temor alguno, y que le dijo majestuosamente:

– ¡Alto, señor don Antonio! ¡Mi hijo está en sagrado!… Usted acaba de hacer, con venir aquí, todo lo que cumple a un hombre de honor y de vergüenza… ¡Márchese tranquilo a su casa, adonde yo iré a buscarle mañana temprano, si Dios quiere!

Y, volviéndose a la multitud, añadió con destemplado acento:

– Ustedes…, ¡a sus negocios! ¡A cuidar de sus hijos, que harto lo necesitan, y dejen en paz a los desgraciados!

Antonio Arregui besó la mano al magnánimo cura sin contestar palabra, y se marchó tranquilamente.

Los grupos se retiraron también poco a poco, elogiando en voz alta la prudencia y sabiduría del famoso don Trinidad Muley, y pensando al propio tiempo en el peligrosísimo baile de rifa de la siguiente tarde, como el jugador que ha perdido piensa en el desquite.

Y pronto no quedaron más que recuerdos de la inolvidable procesión de aquel día, como del fulgente sol que había iluminado las engalanadas y ya entenebrecidas calles sólo quedaba un vago crepúsculo en los remotos celajes de Poniente.

III. ÚLTIMO VUELO DE UN PAR DE PERDICES

No pocos sudores costó a don Trinidad Muley deshacerse de otras muchas personas que habían entrado en la capilla y en la sacristía en pos de ambos Niños de la Bola, y que aún permanecían allí dos horas después de terminada la procesión.

Por una parte, los socios de la Hermandad celebraban dentro de la sacristía la acostumbrada y siempre borrascosa junta en que anualmente eligen (tomando bizcochos y unas copitas de rosoli) nuevo mayordomo o hermano mayor; y por otro lado, centenares de valientes, algo bebidos por cuenta propia, se arremolinaban en la iglesia, empeñados en hablar al hijo de don Rodrigo, por creerse sin duda en la obligación de notificarle el regreso de Antonio Arregui y la hombrada de éste de haber avanzado hasta allí en busca de satisfacción y desagravio… Pero el buen padre de almas se movió de tal modo; fue y vino tanto de la iglesia a la sacristía y de la sacristía a la iglesia; tuvo tan felices ocurrencias en la junta, y suplicó en tan sentidos términos a la otra gente «que se apiadase, siquiera por aquella noche, del pobre Manuel Venegas, en vez de aumentar sus acerbos disgustos», que al cabo logró, cerca ya de las ocho, verse libre de los cofrades y del último calamocano, bravucón y cócora… Púsose entonces los hábitos de calle; dio al sacristán, en voz muy baja, algunas órdenes que parecían importantísimas; apretó la cara cuanto pudo, como para tener aires de muy enfadado, y pasó a excarcelar a su prisionero.

¡Cosa rara, o que, por lo menos, sorprendió mucho a don Trinidad! Manuel estaba escribiendo pacíficamente en un bufetillo que allí servía para apuntar nacimientos, desposorios y defunciones. Hallábase muy tranquilo (tal vez demasiado), y en aquel instante firmaba un papel que había escrito por las cuatro carillas, y que cerró con toda calma, sin darse por entendido de la entrada del sacerdote, como quien hace una cosa tan buena que le releva de vanas cortesías. Guardóselo luego en el bolsillo, uniéndolo a otros que tenía en él, y entonces, y sólo entonces, fijó los ojos en el estupefacto y taciturno don Trinidad.

Este apretó más y más el rostro al ver que aquella mirada no expresaba arrepentimiento y mansedumbre, sino mero cariño, desnudo de alegría, y la calma de inalterables resoluciones… Pero como ni aun así consiguiese intimidar a Manuel, volvióle la espalda de un modo brusco, y se puso a examinar el techo, donde maldito lo que había digno de atención…

El joven sonrió dulcemente y se adelantó hacia su protector con los brazos abiertos.

– ¡Déjame! -exclamó el voluminoso cura, mudando de sitio.

Pero Manuel consiguió alcanzarlo; abrazóle por secciones, no sé si con filial o con paternal confianza, y al fin le dijo, en son de blanda réplica, como siguiendo la conversación iniciada cuando se encontraron:

– También yo deseaba hablar con usted, y, en prueba de ello, pensaba ir luego a su casa.

– ¡A buena hora! -refunfuñó el cura.

– Quería, entre otras cosas -prosiguió el joven, con aquella apacible ingenuidad de niño que hacía olvidar sus arrebatos de fiera-, entregarle a usted un papel que escribí hoy al mediodía, y que ahora acabo de reformar. En el bolsillo lo llevaba esta tarde, y en él lo habría encontrado la justicia si mi destino hubiera sido morir en la procesión.

– ¡Morir! -contestó ásperamente don Trinidad, sin dejar de mirar al techo-. ¡Ya empiezas con tus palabrotas, a fin de aturdirme! ¡Mejor harías en explicarme por qué no me has recibido esta mañana! ¡Qué vergüenza! ¡Verme desairado por ti delante del público! Pues ¿y lo que has hecho con la pobre Polonia? ¡Dos veces seguidas ha regresado a casa llorando tus desprecios!…

– Perdóneme usted, señor cura… -respondió Manuel con suma tristeza-. Hoy he estado mal…, muy mal… Desde anoche no he sido dueño de mí mismo.

– ¿Y ya lo eres? -preguntó don Trinidad, poniéndose de perfil y mirándole con un solo ojo, como las aves.

Manuel inclinó la cabeza y no respondió.

– ¡Quedamos enterados! -repuso con amargura el sacerdote-. ¡Ea! ¡Vámonos a casa…, suponiendo que quieras ver si se ha hundido tu antiguo cuarto y desenojar a Polonia!…

– ¡Vamos, sí!… -respondió el joven afablemente.

– Saldremos por la puerta del cementerio, a fin de que no nos vea nadie -dijo don Trinidad, rompiendo la marcha.

Su antiguo pupilo lo siguió como un autómata.

Y pronto se hallaron en un corralón cubierto de altas hierbas, entre las cuales blanqueaban muchos huesos a la luz de la luna.

Manuel se quedó parado en mitad de aquel estercolero de la vida, tal vez comparándolo con el infierno de su alma, y cayó en profunda meditación.

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