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– ¿No vienes? -le dijo el cura desde la puerta que daba salida al campo.

El joven paseó una mirada por el suelo, como despidiéndose de aquella paz, o eligiendo sitio para gozar de ella, y salió en pos del sacerdote.

Mucho anduvieron, rodeando en torno de la ciudad, en busca del portillo más cercano a la casa del cura, sin que en todo este tiempo volviese a hablar palabra. Pero, al ir a penetrar ya en poblado por un callejón que formaban las ruinosas tapias de dos huertos, acortó el paso don Trinidad para que se le incorporase el joven, y murmuró sordamente y más enojado que nunca:

– ¡Lo mismo que el escándalo de esta tarde! ¡Me lo han contado todo! ¡Has querido matar a una pobre mujer!

– ¡Miente quien lo haya dicho! -exclamó Venegas, deteniéndose lleno de furia.

Y luego añadió con otra clase de rabia:

– ¡Ojalá me hubiera atrevido a hacerlo!

– ¿Qué dices, hombre de Lucifer?

– Digo que yo no he tratado de matar a Soledad esta tarde… Lo tenía pensado; pero no pude… Me faltó valor…; me sobró cariño… ¡Y ésa es mi pena! ¡Ese es mi espanto! ¡Sus lágrimas me han agujereado el corazón, como si fueran plomo derretido!… Conozco que no puedo con ella… Es superior a mí… ¡Está perdonada!

El cura respiró; pero interrogó todavía:

– Entonces, ¿a qué tratabas esta tarde de escalar su balcón?

– ¡Toma! -respondió el joven con espantosa naturalidad-. ¡Para irme con ella!… ¡Para recobrarla!… ¡Para redimirla de su cautiverio! ¿No sabe usted que me quiere? ¿No sabe usted que lloraba al mirarme?

Don Trinidad se hizo a sí propio una especie de seña, como diciéndose: Por este lado estamos bien: la vida de Soledad no corre peligro

Y se embozó en el manteo con cierto aire de satisfacción, y exclamó en voz alta:

– ¡Adelante con los faroles! Polonia dice bien: a ti te falta un tornillo en la cabeza.

Y penetró en la ciudad.

Manuel vaciló un punto, no sabiendo si seguir al cura o si escaparse, en evitación de nuevos y más comprometidos interrogatorios; pero al fin se decidió por lo primero, y marchó en pos de don Trinidad, bien que a tres o cuatro pasos de distancia.

De este modo llegaron a la casa-curato, en cuya puerta aguardaba Polonia, llena de curiosidad y susto.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó al ver a su antigua cría y sin reparar en Manuel-. Conque dime, niño, ¿qué hay? ¿Es verdad lo que se cuenta?

– ¡Cállate!…, que ahí viene… -respondió el cura.

– ¿Quién?

– Míralo.

Polonia, que no había estado en la procesión, tardó en reconocer al hijo de don Rodrigo; pero cuando cayó en la cuenta de que era él, abalanzóse a su cuello y le llenó el rostro de besos y lágrimas.

Manuel correspondió afectuosamente a aquellas caricias; mas no contestó casi nada a las innumerables preguntas de la buena mujer.

– Déjalo, Polonia… -dijo don Trinidad-. Nuestro ahijado no está bien de salud… Pon luz en mi despacho y cuida de que nadie nos interrumpa…

– Entiendo…, entiendo… Quieren ustedes estar solos… -se fue rezando el ama de llaves-. ¡Pues, señor! ¡Viene más loco que nunca!… ¡Qué lástima! ¡Un hombre tan guapo!… Porque ¡cuidado si está el chico que da gloria verlo!

Constituidos en el despacho don Trinidad y el joven, principió aquél a pasearse en silencio, mientras que éste miraba con infinita melancolía los pobres enseres, para él tan conocidos, del virtuoso párroco.

Nada antiguo faltaba ni nada nuevo había en aquella humilde habitación: dijérase que los últimos ocho años no habían pasado por ella. ¡Todo era igual y estaba en el mismo sitio que siempre, recordando el día tristísimo, y mucho más distante, en que entró allí por primera vez, cogido de la mano del caritativo sacerdote!…

¡Bendita igualdad la de aquel alma, y bendito reposo el de aquella vida, que no tenían más caudal que la virtud, ni más goce que los del prójimo! ¡Envidiable suerte la de aquel hombre!

Don Trinidad, que en medio de todo era muy ladino, se puso al cabo de estos pensamientos de Manuel, y lo dejó empaparse bien en ellos, juzgando que no podrían menos de serle saludables; hasta que, transcurridos algunos minutos, le dijo, aparentando indiferencia:

– ¿Conque de todos modos pensabas venir por esta pobre choza?

– Sí, señor -respondió el joven, como despertando de un sueño.

– ¿Y se puede saber a qué?

– Ya se lo indiqué a usted hace poco: a entregarle unos papeles… Y también a liquidar cuentas de cariño…; esto es a despedirme de usted y de Polonia…

– ¿Despedirte? Pues ¡qué! ¿Te marchas? ¡Harías perfectísimamente!

– Puede decirse que me he marchado ya… -contestó Manuel con lúgubre acento-. Desde anoche no pertenezco al mundo. El huracán de la desventura me ha envuelto en sus alas, y, cuando me vea usted salir por esa puerta, todo habrá concluido entre usted y yo…

– Comprendo…, comprendo… -murmuró don Trinidad muy disgustado.

Y, cambiando en seguida de tono, lo cual era uno de los principales recursos de su oratoria, añadió famili armen te:

– A propósito de liquidaciones… También yo tengo que arreglar contigo una cuentecita, no de cariño, sino de dinero… Se trata de algunos maravedises (cosa de veinte mil reales) que me fuiste entregando cuando trabajabas en la Sierra… Míralos aquí…, en esta alcancía, cuyo rótulo dice: Dinero perteneciente a mi hijo adoptivo Manuel Venegas, que me lo dejó en depósito

Y, mientras así hablaba, había sacado del cajón del bufete, y puesto sobre la mesa, una enorme hucha de barro encarnado.

Manuel apreció, en medio de su aturdimiento, todo el valor de aquel golpe, y exclamó, sumamente conmovido:

– ¡Ese dinero es de usted! Yo no se lo di para que me lo guardara…

– Ya lo sé: me lo diste para que aumentase el culto del Niño Jesús y para que atendiese a tu manutención. Mas como yo hice lo primero a mis expensas, aunque por cuenta de tu alma, y lo segundo no tenía hechura de ningún modo (pues era privarme del gusto de sostenerte de balde, a fuer de padre que sostiene a su hijo), resulta que este dinero es tuyo, y tan tuyo, que te lo habrías llevado cuando te marchaste a América si hubieras tenido la atención de despedirte de mí…

Manuel respondió noblemente:

– Y yo lo acepto hoy, mi querido padre, para que nunca diga usted que he querido escatimarle mi agradecimiento. En cambio (y pues de dinero hemos llegado a hablar), diré a usted ahora lo que pensaba decirle por medio del papel que escribí esta mañana y he reformado esta noche… Aquí lo tiene usted. Es, como si dijéramos, mi testamento, y en él lo instituyo a usted mi heredero fideicomisario, para que disponga libremente de mi caudal, así en provecho suyo como de los pobres, después de pagar un millón de reales a los herederos de don Elías Pérez y de entregar un legado de mil onzas a nuestro amigo el veterano capitán, compañero de armas de mi buen padre. Para todo ello, en esta cartera hallará usted letras a su favor contra las casas de banca de Málaga en que tengo colocados mis fondos. También digo en mi testamento que, cuando yo muera, se entregue a usted cuanto quede en poder mío, así de dinero como de alhajas y otras cosas. ¡Nadie dirá que soy desprevenido!… Conque tome usted y guarde esto en lugar de esos benditos mil duros.

Don Trinidad lloraba en silencio desde que Manuel empezó a hablar de aquel modo; pero cuando éste hubo terminado, exclamó con fingida cólera:

– Está muy bien… ¡Trae acá!… ¡Celebro que tu cabeza se halle tan en caja! Ya volveremos a tratar de este asunto en mejor ocasión.

Y se metió en el bolsillo el papel y la carta que le alargaba el joven.

En seguida tornó a sus paseos, limpiándose los ojos con el revés de la mano y tratando de recobrar la serenidad.

De pronto se paró en medio del despacho, y dijo:

– Supongo que tú no eres de los que hacen la herejía de matarse…

– Supone usted muy bien… -se apresuró a contestar el hijo de don Rodrigo-. ¡Nunca se me ha ocurrido semejante locura!

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