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Pedro Antonio de Alarcón

El Niño De La Bola

El Niño De La Bola - pic_1.jpg

Al Sr. D. Bruno Moreno, Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, y más poeta y literato que muchos que lo somos de oficio, dedica esta novela su fraternal amigo,

P. A. DE ALARCÓN

LIBRO PRIMERO: EN LO ALTO DE LA SIERRA

I. SINFONÍA

Entre la vetusta ciudad, cabeza de Obispado, en que ocurrieron los famosos lances de El sombrero de tres picos, y la insigne capital de aquella estacionaria provincia, donde hay todavía muchos moros vestidos de cristianos, álzase, como muralla divisionaria de sus respectivos horizontes, un formidable contrafuerte de la Sierra más erguida y elegante de toda España.

Cerca de diez leguas de espesor (las mismas que la capital y la ciudad distan entre sí) tiene por la base aquel enorme estribo de la gran cordillera, mientras que su altura, graduada por término medio, será de seis o siete mil pies sobre el nivel del mar. Subir a tal elevación por retorcidas cuestas, y descender de allí luego por otras cuestas no menos retorcidas, es la tarea común de cuantos van o vienen de una a otra comarca; cosa que sólo podía hacerse, a la fecha en que principia nuestra relación, por un mal camino de herradura, convertido poco después en un mucho peor camino carretero.

Ahora bien, amigos lectores: el primer cuadro del drama romántico de chaqueta y rigurosamente histórico, aunque no político, que voy a contaros (tal y como aconteció, y yo lo presencié, entre la extinción de los frailes y la creación de la Guardia civil, entre el suicidio de Larra y la muerte de Espronceda, entre el abrazo de Vergara y el pronunciamiento del general Espartero, en 1840, para decirlo de una vez), tuvo por escenario la cumbre de esa montaña, el promedio de ese camino, el tránsito del uno al otro horizonte; punto crítico y neutro, que dista cinco leguas de la ciudad y otras cinco de la capital, y en que, por ende, suelen encontrarse al mediodía y decirse: ¡A la faz de Dios, caballeros!, los viandantes que salieron al amanecer de cada una de ambas poblaciones.

Es aquél un paraje rudo, áspero y pedregoso, sin historia, nombre ni dueño, guardado por esquivos gigantes de pizarra, donde la Naturaleza, virgen y tosca como salió de manos del Creador vive pobremente, y, por tanto, sin muchos cuidados, entregada a la dulce rutina de sus invariables quehaceres. Tan árida y escabrosa es aquella región, que nadie ha entrado nunca en codicia de disputar a los animales silvestres el pacífico inmemorial disfrute de las escasas hierbas y atroces matorrales que festonean sus riscos; por lo que, ni siquiera hoy, después de la desamortización y venta de todo lo criado, figura tal arrabal del planeta en el catastro de la riqueza pública. Sin embargo, no vivían completamente a sus anchas, en la época de que va hecha mención, los inciviles y sueltos moradores de aquella majestuosa soledad; pues, amén de las importunidades ordinarias que a ciertas horas les ha acarreado siempre la vecindad del sendero humano, solía acontecer por entonces, con demasiada frecuencia, que ladrones en cuadrilla, o no en cuadrilla, armados de terribles trabucos, acechaban allí a los viajeros inofensivos, y aun a la misma Justicia del Estado, como en lugar muy a propósito, por lo estratégico, para librar batalla a las leyes sociales.

El día de que tratamos (sábado y de abril), sería ya la una de la tarde, y aún no se había divisado alma viviente en aquel pavoroso recinto, cerrado a la vista por las ondulaciones de las montañas subalternas. Hallábanse, pues, solos y gustosísimos los pájaros, las bestiecillas montaraces y los reptiles e insectos que lo habitan; todos ellos doblemente regocijados y juguetones a la sazón, con motivo de haberse dignado subir a aquellas alturas, a pasar unos días en su compaña, la hermosa y galante primavera…

Allí estaba, sí, la pródiga deidad, y bien se conocía dondequier el mágico influjo de sus gracias y donosura. En todas partes había flores: en las solanas, en las umbrías, entre las peñas, en los mismos líquenes de las rocas, hasta en él tortuoso sendero frecuentado por el hombre, y, consiguientemente, en las cruces y lápidas conmemorativas de bárbaros asesinatos… Respirábase un aire cargado de aromas deleitosos. Los pajarillos se decían sus amores con breves y agudos píos, que turbaban, o hacían más notable y solemne, el hondo silencio del resto de la Creación… También se percibían de vez en cuando leves murmullos de arroyuelos que pugnaban por abrirse paso entre importunas guijas; pero muy luego cesaba el rumor, por haber hallado el agua más cómoda ruta. Pintadas mariposas revolaban de acá para allá, no menos lindas que las flores en que libaban, y más libres que ellas, mientras que tímidas alimañas y recelosas aves, codiciadas por los cazadores, retozaban descuidadamente aun en el odiado camino de herradura… ¡Todo, todo era paz, y amor, y delectación en la tierra y en el ambiente!… El mismo cielo sonreía, como un padre satisfecho de la ventura de sus hijos… Dijérase que el mundo acababa de ser criado… La infatigable Naturaleza parecía una doncella de quince abriles.

De pronto, todos los animales se avisparon y echaron a correr o a volar, apartándose del camino, y una nube de polvo empañó la transparencia de la atmósfera hacia la parte de la capital…

Era que venía el hombre…

Y pues que el hombre solía pasar por allí, según hemos dicho, dando el mal ejemplo de temer hallarse con sus prójimos, nada tuvo de particular ni de ofensivo para el soberano de la Creación el que los humildes irracionales se apresurasen también de aquel modo a evitar su real presencia.

II. NUESTRO HÉROE

La indicada nube de polvo traía en su seno a un arrogante jinete, seguido de un arriero a pie y de tres soberbias mulas cargadas de equipaje.

El caballero, a juzgar por su figura y vestimenta y por el abigarrado aspecto de las tales cargas, parecía juntamente un feriante, un contrabandista y un indiano. También hubiera sido fácil suponerlo un capitán de bandidos de primera clase, que regresara a su guarida con el rico botín de alguna afortunada empresa.

Érase como de veintisiete años de edad; fino y elegante, aunque vestía de chaqueta (traje usado entonces en Andalucía por personas muy principales), y tan airoso, nervudo y bien formado, que habría podido servir de modelo para la famosa estatua del Gladiador combatiente. La mencionada chaqueta, así como el chaleco y el pantalón, o más bien calzón de montar, que llevaba, eran de punto azul muy ceñido al cuerpo, y concluía por abajo su equipo en unos botines o polainas de gamuza gris, con sendas espuelas de plata labrada, dignas éstas de un Capitán general. Gruesos botones de muletilla, también de plata, orlaban hasta cerca del codo las bocamangas de la chaqueta y servían de botonadura al chaleco. Un pañuelo negro de crespón, anudado a la marinera, le servía de corbata, y negro era asimismo el rico ceñidor de seda china que ajustaba a modo de faja su esbelta cintura. En los puños y cuello de la camisa lucía costosos brillantes; pero ninguno de tanto valor como el que radiaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Finalmente, el sombrero (que en aquel momento se acababa de quitar) era de finísima paja de color de café, ancho de alas y muy alto y puntiagudo, como los usan muchas gentes de América y de las Dos Sicilias, a cuya forma se da en Granada el pintoresco nombre de sombrero de catite.

Tan singular personaje, a quien sentaba perfectamente aquel raro atavío semiandaluz, semiexótico, llamaba la atención, más que por todo lo dicho, por la varonil hermosura de su cara. Que ésta habría sido de extraordinaria blancura, indicábalo aún aquella parte de su despejada y altiva frente que el sombrero solía proteger; pero en lo demás habíala quemado el sol por ral extremo, que su palidez marmórea reflejaba ya un tinte como de oro mate, cuyo tono igual y sosegado no carecía de hechizo. Eran negros y muy rasgados y grandes sus africanos ojos, medio dormidos a la sombra de largas pestañas; mas cuando súbitamente los abría del todo, excitado por cualquier idea o caso repentino, salía de ellos tanta luz, tanto fuego, tanta energía vital, que su mirada no podía soportarse. Esta mirada reunía a un mismo tiempo la temible majestad de la del león, la fiereza de la del águila y la inocencia de la del niño; sólo que era más triste que la del último y más tierna en ocasiones que la de los citados reyes de las selvas y de los aires. Su abundante cabello, negro también y muy cortado por detrás, orlaba ampliamente la parte superior de la cabeza, semejando una rizada pluma tendida del lado izquierdo al derecho, lo cual daba mayor realce a aquella fogosa fisonomía. Completaban su peregrina belleza un perfil intachable, sirio más bien que griego; una boca escultural, clásica, napoleónica, tan audaz como reflexiva, y, sobre todo, una barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel de las nobles y celebradas barbas árabes y hebreas. En resumen, y para pintar con un solo rasgo tan interesante figura, diremos que, por su estilo oriental, por su selvática melancolía, por su atlética complexión, por la viril hermosura del semblante y por la grandeza del alma que resplandecía en sus ardientes ojos, cualquier aficionado a estudios artísticos hubiera comparado a nuestro héroe (prescindiendo de su grotesco traje y de los accesorios profanos que lo rodeaban) al terrible San Juan Bautista cuando regresó del desierto a la edad de veintinueve años.

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