El ejemplar que tenemos a la vista era al propio tiempo tan natural y sencillo de suyo, tan humano y tan valiente, de espíritu tan abierto y corazón tan bondadoso, tan padre de almas por esencia, presencia y potencia, que lo mismo que servía para Cura párroco de Santa María de la Cabeza, y, como tal, derramaba muchos bienes morales y materiales, en cuanto alcanzaban sus recursos hubiera servido para sacerdote hebreo, mahometano, protestante o chino, con gran respeto y edificación de tales gentes. Digamos, pues, como resumen de sus cualidades positivas y negativas, que era un verdadero hombre de bien, lleno de caridad ingénita, iluminada por la palabra de Cristo; profundamente esperanza do en otra mejor vida, como todo el que tiene un alma grande, incapaz de satisfacerse con las vanas alegrías de la tierra; pobrísimo de humanidades, pero no de ciencia del mundo ni de conocimiento del corazón humano; muy escaso de imaginación, pero no de sana lógica ni de sentido común; que tal vez no sabía predicar un buen sermón sobre el dogma (ni creía necesario meterse allí en tales honduras), pero que embelesaba y mejoraba al auditorio desde el púlpito con su paternal actitud, con sus tiernas exhortaciones al bien y con su propio ejemplo… No era, no, de la casa de San Agustín, de Santo Tomás o de San Ignacio de Loyola; pero sí de la de San Cayetano, de la de San Diego de Alcalá y de la de San Juan de Dios, aunque menos docto y más vulgar que ellos y que la generalidad de los curas, tenientes y beneficiarios de aquella diócesis…
Ni dependía de la voluntad del pobre párroco el saber más textos de la Biblia y de los Santos Padres, o el no tergiversarlos cuando se metía a predicar por lo fino, sino de su pícara memoria, tan rebelde a la cultura del estudio, que nadie comprendía cómo el buen Muley (apellido moro que allí subsiste) había podido aprender el bastante latín para entrar en sínodo y ordenarse, y todo el mundo admiraba retrospectivamente al pacientísimo y ya difunto dómine que (con mazo y escoplo sin duda) pudo labrar lo suficiente en aquella enteriza cabeza para hacerle albergar el «musa, ae.»; Es todo lo malo que se podía decir de don Trinidad… En cambio, no había en el pueblo, ni en cien leguas a la redonda, quien le ganase a ceder su comida y su cama al desamparado mendigo; a cuidar personalmente a los apestados; a pasarse horas y horas dando alegre conversación, llena de saludables consejos, a los presos de la cárcel; a gastar, los días de nieve, todo el dinero que tenía en comprar alpargatas a los niños descalzos; a sacar de bracero a tomar el sol a míseros viejos que se baldaban en sus lóbregos tugurios; a reconciliar, en fuerza de lágrimas o de puñetazos, y hacerse abrazar cordialmente, a los matrimonies mal avenidos, a los adversarios que ya habían sacado las navajas, a las clases pobres con las ricas, cuando encarecía el pan y se armaba motín; a cada uno con su cruz, a los tristes con su tristeza, a los enfermos con su dolor, al penado con el castigo, al moribundo con la muerte… Era, pues, una veneración que rayaba en culto lo que se sentía hacia él en la ciudad, no obstante el genio llano, francote y hasta bromista que ostentaba con grandes y chicos cuando no había motivo para estar serio, y todos respetaban su ignorancia como una especie de inocencia, al modo que amamos y admiramos las montañas incultas y próvidas, por lo mismo que en ellas todo es natural, espontáneo, hijo legítimo de Dios y no de las especulaciones y fatigas humanas.
Así se justifica que el Obispo lo hubiese nombrado Cura propio de Santa María de la Cabeza, de cuya parroquia tomaba nombre el barrio más guerrero de la ciudad, donde vivía casi toda la gente labradora; así se comprende la profunda estimación que siempre se tuvieron, aunque se trataron muy poco, el difunto don Rodrigo y el bueno de don Trinidad; así se explica el paso que éste había dado, recogiendo y adoptando al hijo del caballero, sin consultar ni entenderse con nadie; y por eso también nosotros tendremos necesidad más adelante de volver a hablar de tan digna persona, con cuyo motivo podremos decir algo de su casa, de su oratoria, de sus costumbres y hasta de su bendita ama de gobierno.
No lo hacemos a la presente porque reclama nuestra atención el hijo de Venegas, o sea el que ya muy pronto va a comenzar a llamarse El Niño de la Bola.
V. EL ACREEDOR DEL USURERO
El pobre niño se había quedado como si fuese de hielo, por resultas de aquellos repentinos y bárbaros golpes de la suerte, contrayendo una palidez mortal, que le duró ya toda la vida. Nadie había hecho caso del infeliz en el primer momento de angustia, ni reparado en que no gemía, hablaba ni lloraba; y, cuando al cabo acudieron a él, lo hallaron contraído y yerto como una petrificación del dolor, aunque andaba, oía, veía y daba continuos besos a su llagado y moribundo padre. ¡No había, pues, derramado ni una sola lágrima durante la agonía de aquel ser tan querido, ni al besar su frío rostro, después que hubo muerto, ni al ver cómo se lo llevaban para siempre, ni al abandonar la casa en que había nacido, ni al hallarse albergado por caridad en la ajena! Algunas personas elogiaron su valor, otras criticaron su insensibilidad; las madres de familia lo compadecieron profundamente, adivinando por instinto la cruel tragedia que había quedado encerrada en el corazón del huérfano, por falta de un ser tierno y piadoso que le hiciese llorar, llorando a su lado.
Tampoco había vuelto Manuel a hablar desde que vio llegar en la agonía a su buen padre; ni respondió luego a las cariñosas preguntas que le hizo don Trinidad cuando se lo llevó a su casa; ni se le oyó más el metal de la voz en el transcurso de los tres primeros años que vivió en su santa compañía; y ya pensaban todos que se había quedado mudo para siempre, cuando un día que se hallaba, como de costumbre, en la iglesia de que era cura su protector, observó el sacristán que, encarándose con una linda efigie del Niño de la Bola que allí se veneraba, le decía melancólicamente:
– Niño Jesús, ¿por qué no hablas tú tampoco?
Manuel se había salvado. El náufrago acababa de sacar la cabeza de entre las olas de su amargura. ¡Ya no corría peligro su vida! A lo menos, así se creyó en toda la parroquia.
Desde aquel día el huérfano habló ya algunas palabras, muy pocas en verdad, con el cura y con el ama de gobierno, para significarles gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente a sus inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agüero don Trinidad Muley, los sacristanes y los monaguillos.
En cuanto al estado de su razón, nadie había tenido recelo alguno durante aquellos tres años de voluntaria o involuntaria mudez. El ama era la única que solía decir desde el principio, y siguió diciendo siempre, que a Manuel le había quedado una vena de loco (nada más que una vena) por resultas de no haber llorado cuando perdió a su padre. Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los papeles que nos sirven de guía no figura ningún dictamen facultativo sobre el particular, y eso de decidir en nuestro pobre mundo quién se halla en su juicio o quién está loco es materia más peliaguda de lo que parece. Juzgue cada lector lo que se le antoje, en vista de los sucesos que vayamos contando.
Con relación a las personas extrañas (de quienes, siempre que tropezaban con él, recibía expresivos testimonios de compasión y de cariño), continuó encerrado el huérfano en su glacial reserva, para lo cual adoptó la siguiente evasiva, estereotipada en sus desdeñosos labios: ¡Déjeme usted ahora!; dicho lo cual (en son de amarguísima súplica), seguía su camino, no sin haber excitado supersticiosos sentimientos en las mismas gentes que así esquivaba.
Menos aún desechó en aquella saludable crisis la honda tristeza y precoz austeridad de su carácter, ni la pertinaz insistencia con que se aferraba a determinadas costumbres. Éstas se habían reducido hasta entonces a acompañar al cura a la iglesia, a coger en el campo flores o hierbas de olor para adornar al Niño de la Bola (delante del cual se pasaba luego las horas muertas, sumido en una especie de éxtasis), y en subir a buscar aquellas mismas hierbas y flores a lo alto de la próxima sierra cuando no las hallaba en la campiña, por ser el rigor del invierno o del estío.