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Semejante devoción, muy en consonancia con los principios religiosos que le inculcó en la cuna el difunto caballero, había ido mucho más allá de lo natural y de lo humano, aun tratándose de personas extraordinariamente místicas. No era tan sólo culto, reverencia, piedad, adoración fanática la que tributaba a aquella efigie… Era un amor de hermano y de súbdito, parecido al que había profesado a su padre, era una confusa mezcla de confianza, tutela e idolatría, muy análoga a la que las madres de los hombres de genio sienten por sus gloriosos hijos; era la respetuosa protección, llena de ternura, que dispensa el fuerte guerrero al príncipe de menor edad; era identificación; era orgullo; era ufanía como de un bien propio. Diríase que aquella imagen le representaba su trágico destino, su noble origen, su temprana orfandad, su pobreza, sus cuitas, la injusticia de los hombres, la soledad en que había quedado sobre la tierra, y acaso también algún presentimiento de futuros martirios.

Nada de esto discernía entonces el desventurado, pero tal debía ser el tumulto de ideas informe que palpitaba en el fondo de aquella devoción pueril, constante, absoluta, exclusiva. Para él no había ni Dios, ni Virgen, ni Santos, ni Angel es; no había más que el Niño de la Bola, sin relación a ningún alto misterio, sino por sí mismo, en su forma presente, con su figura artística, con su vestido de tisú de oro, con su corona de pedrería falsa, con su rubia cabeza, con su hechicero semblante y con aquel globo pintado de azul que mostraba en la mano, sobre el cual se erguía una crucecita de plata sobredorada, en señal de que el mundo estaba redimido.

Y he aquí la razón y fundamento de que, primero los acólitos de Santa María de la Cabeza, y después todos los muchachos de la ciudad, y finalmente las personas más graves y formales, designaran a Manuel con aquel singularísimo apodo de El Niño de la Bola, no sabemos si en son de aplauso a tan vehemente idolatría y por fiarlo al patrocinio del propio Niño Jesús, o como antífrasis sarcástica (dado que tal advocación sirve allí a veces como término comparativo de la ventura de los muy afortunados), o como profecía de lo animoso y formidable que había de ser con el tiempo el hijo de Venegas, supuesto que la mayor hipérbole que suele emplearse también en aquella comarca para encomiar el valor y poderío de alguno se reduce a decir que no le teme ni al Niño de la Bola.

Como quiera que ello fuera, así se denominaba generalmente al gallardo huérfano cuando recobró el uso de la palabra a la edad de trece años, fecha en que contrajo un nuevo hábito, tan inalterable y acompasado como todos los suyos, que le apartó un poco de su mística devoción e hizo prever al público sensato graves y funestas consecuencias.

Tal fue la costumbre que tomó de ir a sentarse, todas las tardes a la misma hora, en un poyo que había a la puerta de no sé qué casa, frente por frente del antiguo palacio de los Venegas, donde seguía habitando el usurero don Elías. Allí se estaba solo y quieto, desde las dos, que acababa de comer, hasta que se hacía de noche, con los ojos clavados en los grandes balcones del edificio o en el escudo de armas que campeaba sobre la puerta, sin que fuesen parte a distraer su atención los curiosos que pasaban por aquel solitario barrio con el mero objeto de verle hacer tan significativa centinela, ni osaran parecer por allí los chicos de su edad, ya castigados por sus puños de hierro, ni hubiesen bastado los ruegos del prudentísimo don Trinidad Muley a hacerle desistir de aquella peligrosa manía.

Los balcones del famoso caserón estaban siempre cerrados con maderas y todo, menos uno, que tenía sobre los cristales cortinillas blancas. ¡Era el de la habitación que fue despacho de su padre! Pero las cortinillas no se meneaban nunca, ni se veía nada al través de ellas.

Tampoco entraba ni salía alma viviente a aquellas horas por el enorme portón, cerrado también, como si allí no viviera nadie, o como si detrás de él no hubiese un portal con otra puerta, y en esta puerta su correspondiente aldaba.

Al fin, una tarde vio Manuel salir del palacio, y regresar a él al poco tiempo, a un viejecillo pobremente equipado, a quien recordaba haber hallado años atrás en el despacho de su padre contando grandes montones de dinero… Sin duda, era el criado y cobrador de don Elías.

El vejete debió conocer también al niño, o tener noticias de su persona, pues dio un largo rodeo a la ida y otro a la vuelta para no pasar cerca de él; lo miró de reojo con cierta especie de pavor, y volvió muchas veces la cabeza, como para cerciorarse de que no le seguía, ni más ni menos que hacen los supersticiosos con las que se les figuran almas del otro mundo.

A la tarde siguiente observó el huérfano que detrás de las mencionadas cortinillas se movía una sombra…, y luego vio descorrerse un poco la muselina de una de ellas y pegarse al cristal la severa cara de otro viejo a quien no conocía, y el cual fijaba en él dos ojos como dos puñales…

– ¡Ese es mi verdugo! -dijo Manuel, dando un salto de fiera y avanzando hacia aquella parte del edificio.

Pero la cortinilla se corrió de nuevo, y desapareció la visión.

El niño volvió a su asiento, cesando su furia tan bruscamente como había estallado. Todo en él tenía este carácter de prontitud y fuerza, propio de los leones: lo mismo la cólera que el reposo; así el dolor como el consuelo; así la arremetida como el perdón, según que veremos más adelante.

Mucho debió de perturbar el régimen doméstico, y acaso también la conciencia del riojano, la especie de sitio que le había puesto aquel diminuto acreedor, que parecía ir allí en demanda de su hacienda, del hogar en que había nacido, de la vida de su padre y del escudo de armas de sus mayores, y mucho debió de asustar a las mujeres de la casa el verle sentado en aquel poyo horas y horas, como un pleito mudo, como una acusación viva, o como una protesta perenne, anuncio de inevitables venganzas… Ello es que, a las dos o tres tardes de haberse cruzado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y su víctima, salió del vetusto caserón una mujer como de cincuenta años de edad, hermosa todavía, aunque muy estropeada y enjuta; de aspecto poco señoril, pero digno, y vestida más bien como una rica labriega que como una dama. Era la señá María Josefa, la antigua criada y actual esposa del prestamista.

Manuel lo adivinó, aunque tampoco la había visto nunca, y, no sabemos si por delicadeza de instinto o porque en los tres últimos años hubiera oído hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer, no sintió aversión ni disgusto al verla…

Pero cuando observó que la esposa de don Elías, después de asegurarse de que no había testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba resueltamente y se sentaba a su lado, experimentó una angustia indecible, y se levantó para marcharse.

La mujer le detuvo y le dijo:

– No te vayas, Manuel… Yo no te quiero mal… Yo vengo de buenas… Dime, hijo mío: ¿qué buscas aquí? ¿Necesitas algo? ¿Por qué vistes esa ropa, impropia de tu clase? ¿Quieres que yo te dé dinero?

El niño vestía de chaqueta, porque así lo había deseado; pues hay que advertir que, cuando se le quedaron chicos los trajes señoriles que sacó de su casa y don Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso a ello con gran energía, diciéndole: No, señor cura: yo no puedo costear ropa de caballero… Vístame usted, de pobre… Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicación, ni ninguna otra, a la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, o de volver a sentarse, púsose a escribir en el suelo con la punta del pie y a mirar atentamente las letras que escribía.

La mujer continuó, después de una pausa:

– No es esto decir que la chaqueta te siente mal… Tú estás bien de todas maneras…, pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos como dos soles, y además, el señor cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente… Pero yo quisiera hacer algo más por ti, comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la capital… En fin, aunque yo he hablado ya con don Trinidad, y él cree que estos negocios debemos arreglarlos tú y yo, díselo de mi parte, para que te convenzas de que no te engaño; y si te decides a ser mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor… ¿No me respondes, Manuel? ¿En qué piensas?

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