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La llegada del arriero con las cargadas bestias sacó al joven de aquel estado de culminante inquietud, no menos amargo, aunque de distinta índole, que el de Diego Marsilla cuando lo detuvieron los facinerosos casi a la vista de los muros de Teruel…

Pasaron el río nuestros caminantes, y entraron en los largos callejones, guarnecidos de olorosos panjiles y de zarzas, espinos y otras especies de setos, que conducen, a través de muchos pagos de viña, a las puertas de la ciudad…; y ya estarían a quinientos pasos de ella, cuando, al cruzar por delante de cierta solitaria ermita, precedida de un porche, que allí se alza desde tiempo inmemorial, oyóse una voz de mujer que decía:

– Manuel, ¿eres tú? Hazme el favor de oír una palabra…

II. LA REALIDAD

Manuel refrenó el potro, y, a la luz de la lámpara que alumbraba aquel humilde santuario, vio, de pie, a la entrada de dicho porche, separado del interior de la ermita por unos barrotes de madera, la imponente figura de una mujer alta y vestida de negro, que añadió al verlo detenerse:

– ¿Conque eres tú? ¡Gracias a la Virgen Santísima! ¡Temí que hubieses echado por otro camino!

– Sí, señora… Yo soy… -respondió Manuel, lleno de asombro-. Y usted, ¿quién es? Yo quiero reconocer esa voz…

– Soy la madre de Soledad… -repuso la mujer con dulzura.

Oír el joven esta frase y estar en el suelo fue una misma cosa.

– ¡La señá María Josefa! -exclamó vivamente conmovido-. Espere usted un momento, señora. Oye, tú, arriero: sigue adelante, y espérame a la entrada de la ciudad… ¡Cuidado con hablar ni una palabra!

El malagueño siguió andando, muerto de curiosidad por saber algo de lo mismo que se le prohibía decir, y Manuel ató su cabalgadura a uno de los viejísimos álamos blancos que entonces rodeaban la ermita, en cuya especie de atrio penetró al fin aceleradamente, diciendo con afectuosa voz:

– ¿Usted aquí? ¿Usted esperándome? ¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha sabido usted que yo llegaba?

– Por don Trinidad Muley… -contestó la que ya podemos llamar vieja, cogiendo las manos de Manuel y llevándoselas a la cara, para que tocase su llanto-. Pero no acuses al señor cura por haberme revelado tu secreto… ¡Era preciso que yo lo supiera! Además, él no guarda misterios conmigo… ¡Sabe lo que te quiero!… ¡Lo que te he querido desde que murió tu padre! Ven, siéntate aquí ¡Tenemos que hablar mucho, y estoy cayéndome!

Así diciendo, la buena mujer acercó al joven a uno de los asientos de cal y ladrillo que decoran todavía aquel porche, y que sirven de lugar de descanso a paseantes y devotos.

Manuel estaba estupefacto, o, por mejor decir, perdido en un mar de encontradas conjeturas… Sentóse, pues, sin atreverse a preguntar más, de miedo a desvanecer los últimos sueños de su esperanza… Pero, viendo que su interlocutora no acertaba tampoco a explicarse, dijo al fin con trabajosa resignación:

– Algo muy bueno o muy malo ocurre, cuando usted ha salido a recibirme de esta manera… No quiero ponerme en lo peor, y comienzo por admitir lo que sería la felicidad para todos… ¿Ha venido usted a aconsejarme que no entre en la ciudad en son de guerra, visto que su esposo de usted transige, o podría transigir conmigo, si yo me acomodase a guardar tales o cuales miramientos? Respóndame con entera franqueza. ¡Ah! ¡Se calla usted!… ¡Luego no es eso lo que ha venido a pedirme!

– No, Manuel… No es eso… -repuso la atribulada madre-. Lo que yo he venido a pedirte (y perdona que te hable de tú;, pero así te hablé cuando eras muchacho, ¡y bien sabe Dios que siempre te he querido como a un hijo!…); lo que yo vengo a suplicarte es que te vuelvas… ¡Que no entres en la ciudad! ¡Te lo ruego, por lo que más ames en el mundo!

Manuel respondió sarcásticamente:

– ¡Por lo que más ame en el mundo!… ¡Qué contradicción y qué escarnio! ¿Cuántos amores cree usted que tengo yo? ¡Que me vuelva! ¡Que no entre en la ciudad!… Eso es muy fácil decirlo; pero pídale usted a un río que vuelva a la montaña, y verá qué caso le hace… En fin, ¿a qué cansarnos? Ya estoy al cabo de lo que usted tenía que decirme: que don Elías sigue negándose a todo; que estamos como al principio; que tendré que luchar… Pues ¡lucharé cuanto sea necesario!…

– Tampoco es eso, Manuel… Mi marido no se opone ya a nada…

– ¡Ah! ¡Don Elías transige!… -exclamó el joven, lleno de sorpresa y alegría-. Pues, entonces, ¿qué nos detiene? ¿Qué puede importarnos el resto del mundo? Yo vengo dispuesto a todo… ¡Conozco que aquel día estuve demasiado cruel! Además, le traigo su millón… Aquí lo tengo, en letras sobre Málaga… ¡Mi padre, al verme pagar esta deuda, bendecirá mi unión con Soledad!… ¡Ah, señora!… ¡Acabo de nombrar al alma de mi vida!… ¡Hábleme usted de ella! ¡Hace ocho años que no tengo noticias suyas!… Dígame usted que me quiere todavía…; que ella es la que ha vencido a su padre… ¡Se calla usted también! Señora, tenga usted mejores entrañas… ¡Sáqueme de esta horrible angustia! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado durante mi ausencia?

– Tranquilízate, hijo mío… ¡Me asusta verte así! -respondió la pobre mujer, llorando de nuevo-. Yo te lo diré todo si me juras volverte…, si me juras no entrar en la ciudad… ¡Oh! ¡No pongas esa cara!… ¡No te irrites!… ¡Dios mío! ¿Para qué querrá este hombre saber desventuras? ¿Para qué querrá ser tan desgraciado como yo?

– ¡Hable usted, señora, por los clavos de Cristo, y, sobre todo, no me diga más que me vuelva! ¡Eso es un sacrilegio, cuando vengo de pasar ocho años de expatriación y de lucha y acabo de andar miles de leguas, pensando siempre en llegar adonde ya he llegado! ¡Hable pronto, o monto a caballo y voy a su casa de usted a averiguar por mí mismo el horror que trata de ocultarme!… pero me equivoco…, me atormento demasiado… ¡No es posible que Soledad haya muerto!… Lo que sin duda ocurre es que su marido de usted pretende algo muy difícil…, algo absurdo. ¿Digo bien? ¿Es eso? Pues no se apure usted. Todo se arreglará con calma y moderación…

La señá María Josefa vaciló todavía unos instantes, hasta que al fin murmuró sordamente:

– Vuelvo a decirte que mi marido no pretende nada. ¡Mi marido ha muerto!

– ¡Loado sea Dios! -exclamó el Niño de la Bola con la feroz solemnidad de una implacable justicia-. ¡Si hay otro mundo después de éste, ya habrá sido vengado mi padre! Perdono al autor de todas mis desgracias.

– También te perdono yo a ti -repuso la triste viuda- esa crueldad con que recibes la noticia de una de mis penas, y te lo suplico que no sigamos adelante… ¡Vete, Manuel! ¡Vete por donde has venido, y no quieras saber más desdichas!

El joven se levantó horrorizado al oír estas últimas palabras.

– ¡Dios de Israel! -gritó con un acento de dolor más que humano-. ¡Mi desventura es cierta! La tierra se abre bajo mis plantas… El cielo se hunde sobre mi frente… El mundo ha llegado a su fin… ¡Soledad ha muerto!

– ¿Qué dices, desventurado? -replicó la madre, llena de pavor-. ¡Morir mi hija!… ¡Oh!… No lo creas… ¡Tu pobre corazón te engaña una vez más! ¡Entonces hubiera muerto yo también! ¡Entonces no estaría aquí!… Vamos…, ¡ven!… Siéntate… ¡cálmate! ¡Me estás asesinando con tantas locuras como te ocurren!

Manuel exhaló un hondo suspiro, como si despertara de espantoso sueño, y, dejándose caer en los brazos de la anciana, tartamudeó con infinita dulzura:

– ¡Soledad vive!… ¡Oh! ¡Cuánto he padecido en breves momentos! Dios se lo perdone a usted.

Y quedó como aletargado de felicidad.

– ¡Esto es querer! -murmuró sentidamente la angustiada viuda.

– ¡Soledad vive y don Elías ha muerto! -añadió el joven al cabo de algunos segundos-. ¡Don Elías, mi implacable enemigo, el enemigo de ella, el enemigo de usted misma!… ¡Cuán felices podemos ser ahora! ¿Cree usted, mi buena madre, que yo ignoraba el cariño y la protección que me dispensó usted siempre? Pues ¡lo sabía! ¡Don Trinidad Muley me enteraba de todo!… ¡El buen don Trinidad, mi amigo, mi tutor, mi segundo padre!…

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