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La forastera, con traje negro, mantilla blanca y muchas joyas de escaso valor, ocupaba el balcón principal de una de las mejores casas de aquel barrio, balcón enorme, con balaustres de madera color de chocolate, que podía contener quince o veinte personas. Hallábanse, pues, también allí don Trajano, su esposa y todos sus tertulios, excepto nuestro amigo Pepito, que se contoneaba en la calle, frente por frente de aquella casa, para que la madrileña lo viese navegar por el mundo como todo un hombre y admirara de lejos su frac de tijera (refundición del único que había tenido su buen padre), su pantalón de color de avellana, su corbata celeste, su chaleco de mil flores y su colosal sombrero de copa… ¡El pobre ingenio parecía un mico vestido de máscara!

A don Trajano Mirabel le había dado aquella tarde por hablar de política, y traía mareado a otro señor de su edad, también moderado acérrimo, que solía formar parte de su tertulia; pero ni éste ni nadie tenían ya atención para otra cosa que para mirar a una hechicera mujer, adornada asimismo con mantilla blanca, que acaba de presentarse y tomar asiento en un balconcillo del entresuelo de la casa de enfrente.

– ¡Es usted afortunada! -dijo doña Tecla a la prima del marqués-. ¡Toda la tarde vamos a estar viendo a la Dolorosa! ¡Allí la tiene usted…, con una mantilla como la suya:… ¡Jesús María, y cómo la mira la gente! ¡Ni que ella fuera la procesión!

En efecto: Soledad estaba allí, donde menos se la esperaba, en una casa humilde, en aquel peligroso balcón tan cercano al piso de la calle… ¡Casi confundida con la multitud, cuando habría podido disponer de todas las casas y de rodos los balcones del barrio!

– ¡Qué temeridad! ¡Qué imprudencia! -decían algunos-. ¡Elegir ese sitio, estando en el pueblo el Niño de la Bola, y sabiendo que viene tan irritado!…

– ¡Qué falta de consideración! ¡Qué descoco! -añadían algunas-. ¡Andar de fiestas estando ausente su marido! ¡Constándole que el otro piensa venir aquí!

– ¡Confesemos que es muy valiente! -respondían los más tolerantes-. ¡Ella misma se lanza a la cabeza del toro! ¡Mirad qué cara tan serena y tan hermosa! ¡Mirad qué sonrisa tan altanera! ¡Mirad qué ojos! ¡Ninguna inquietud se lee en ellos! ¡Y, sin embargo, bueno andará su corazón!

– ¡Esa, ésa es la Dolorosa! -exclamaba al mismo tiempo don Trajano, dirigiéndose a la prima del marqués-. ¡Este golpe la retrata de cuerpo entero! ¿Sabe usted a qué viene aquí? ¡A desarmar a Manuel con su presencia, a hacerle una paz vergonzosa para Antonio Arregui; a jugar el todo por el todo! Ya dije a usted anoche que Soledad ama… hasta cierto punto, al intrépido Venegas. Yo soy viejo y conozco el pecado…

– ¡Es usted atroz! -contestó agriamente la cortesana, cual si el jurisconsulto la hubiera sorprendido recorriendo con la imaginación, por cuenta de Soledad, aquel sendero pacífico, criminal y deleitoso.

Y luego añadió, quitándose los lentes:

– ¡Pues, señor, declaro que esa mujer vale más de lo que yo me figuraba… Aunque viste con mediano gusto y tiene una expresión hipócrita que da miedo, es muy bonita, muy graciosa y hasta muy interesante…

¡Que si lo era!… Permítasenos describirla por última vez… Permítasenos decir a qué extremo de hermosura había llegado la que conocimos inocente niña y púdica doncella, cuando la vemos ya convertida en mujer de veinticinco años, esposa y madre.

Soledad no pertenecía a la raza de las estatuas griegas. Su hermosura tenía más de gótica que de pagana, más de románica que de clásica, más de las creaciones de Schiller que de las de Ovidio, más atributos, en fin, de dama que de diosa. Así y todo, su conjunto era un primor de gracia, cuyas suaves líneas fluctuaban a veces entre la curva y el ángulo, dando mayor realce a los verdaderos hechizos femeniles. Ni se admiraba sólo la forma en aquella exquisita figura: la misma materia, cosa indiferente en la belleza gentílica, tenía en Soledad atractivo, y hablaba por sí propia a la imaginación. Era, en resumen, una de esas mujeres finas y nerviosas (a quienes erróneamente se suele llamar espirituales o ideales), cuyos encantos corpóreos no se limitan al dibujo, al modelado exterior, a la belleza plástica, como en las beldades olímpicas, sino que residen y se aprecian en la totalidad del ser físico, en su índole y naturaleza, en la calidad de la masa, así en lo que de ellas puede ver el escultor, como en lo que adivina el fisiólogo: mujeres verdaderamente materiales y terrenas, mucho más humanas que esas macizas cariátides sin magnetismo, que parecen modelos de contorneada arcilla: ¡elásticas serpientes, en fin, de piel dócil y lúbrica, de carnes precisas y delicadas, de huesos cálidos y endebles, de sangre rápida y fluida, que viven y huelgan en el fuego, como se cuenta de las salamandras!

El rostro de la Dolorosa acrecía el profundo interés y ardiente curiosidad que ya despertaba en el ánimo la traza de su lánguida y voluptuosa contextura. Acuella palidez inalterable y llena de vida; aquellos ojos amantes y altivos a un propio tiempo; aquellos labios sensuales y desdeñosos; aquel sentimentalismo del concierto de sus facciones, tan incompatible con la adocenada vida que llevaba pacientemente la casual esposa de un hombre vulgar, o, cuando menos, prosaico; todas estas contradicciones de su ser y de su existencia, expresadas vagamente por el semblante, hacían que la callada joven cautivara la imaginación y el deseo, como trágica y misteriosa esfinge, guardadora de peregrinos secretos.

Dicho se está que casi ninguna de estas sublimidades pasaban por las mentes a aquellos semi-africanos que devoraban con la vista a Soledad: mas no por ello se les oscurecía la sustancia de cuanto acabamos de exponer, ni envidiaban menos, en hipótesis, al feliz mortal que sacase de su forzosa perdurable apatía a la malograda heroína de amor; lo cual equivale a decir que envidiaban en futuro contingente a nuestro amigo Manuel Venegas, presunto dueño efectivo de aquel corazón encarcelado.

Por lo que respecta a Luisa y al señor de Mirabel, estaban muy al tanto de todo, a fuer de doctores en materias de arte, vicio y sentimiento, y profundizaron aquella tarde mucho más allá que hoy mi tosca pluma en el análisis físico-poético-moral de la Dolorosa.

De pronto advirtióse en los grupos un gran movimiento, que muy luego se propagó a ventanas y balcones, como si ocurriese alguna extraordinaria novedad… ¿Qué motivaba aquel oleaje de la muchedumbre? ¿Iba a salir la procesión? ¿Se había suspendido? ¿Acontecía alguna desgracia?

No; era que Manuel Venegas acababa de aparecer en lo alto de la calle de Santa María; era que avanzaba hacia la parte concurrida de ella, precedido de una escuadra de bullidores muchachos y escoltado a respetuosa distancia por media docena de valientes de segundo orden; era que llegaba el héroe del día.

Casi toda la gente se apartó de las inmediaciones de la iglesia, y fue extendiéndose calle arriba para gozar más pronto de la presencia del joven sin ventura, el cual marchaba, entre tanto, sosegadamente, sin mirar a nadie, con la cabeza un poco inclinada, y divirtiéndose al parecer en agitar con el bastón las olorosas hierbas que alfombraban el suelo.

No podía decirse, sin embargo, que le fuera indiferente el público, cuando tanto se había acicalado y compuesto en medio de sus penas, para presentarse dignamente a él. Los moros son siempre vanidosos y artistas, y acuden a las batallas con sus mejores ropas y todo el posible boato, viendo tal vez una fiesta en el peligro… La mencionada tarde vestía Manuel como un novio, como un triunfador, no como un hombre que acaba de ser desarraigado de la vida y sólo espera ya marchitarse y morir… Todo su traje era de rica seda negra sin brillo, con alamares del mismo color y muchos botones de plata mate; lucía un magnífico sombrero de jipijapa, de forma chamberga, al uso de ultramar; hermosos brillantes relumbraban en sus dedos y en la bordada pechera de la camisa, y pendía de su cuello una larga y muy gruesa cadena de oro, que iba a perderse debajo del ceñidor chinesco liado a su cintura, sirviendo, indudablemente, de sostén a un soberbio reloj, digno de tan fastuoso indiano.

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