Con mayor evidencia hubiera podido asegurarse que nuestro joven, contra su antigua costumbre, llevaba consigo un arma, y que esta arma era un puñal; pues a muy poco que se observaba, veíase dibujar su rígido bulto bajo la sarga de la chaqueta… Por lo demás, si aquellos viajeros que veinticuatro horas antes le saludaron en lo alto de la sierra vecina lo hubiesen visto en tal momento, habríanse espantado y hasta condolido del profundo cambio que se advertía en su noble rostro… ¡Una horrorosa contracción atirantaba todos sus músculos; despedían sus ojos una luz torva y rojiza como los del león durante la cuartana, y la más lúgubre tristeza tendía su velo de muerte sobre aquellas varoniles facciones! ¡Tristeza desesperada y terrible, no quejumbrosa y vehemente como la sed y el ansia de consuelo, sino fija, muda, petrificada, irremediable, muy más amenazadora en su serenidad que todos los arrebatos de la ira!
Las gentes de la calle no se atrevieron al principio más que a saludarlo a distancia, diciéndole un «¡adiós, Manuel!»;, tan natural y corriente como si no hubiesen pasado ocho años desde su última entrevista, a lo cual respondía el joven llevándose la mano al sombrero, sin pararse a ver de quién se trataba…
Un poco más adelante, ya osaron algunos acercársele y detenerlo, alargándole la mano y preguntándole por la salud. Eran -decían- antiguos amigos suyos…, y entre ellos reconoció a aquel matón a quien tuvo que romper el brazo derecho. Otros se denominaron sus condiscípulos… (¡cuando sabemos que nuestro héroe no había asistido a más escuela que al despacho de don Trinidad Muley!). Y hasta hubo alguien que se le presentó a título de hermano de leche, ignorando, sin duda, que el joven fue amamantado por su propia madre.
Manuel contestaba a todos en las menos palabras posibles, y seguía su interrumpida marcha, pero rara vez dejaba un grupo, para entrar en otro, sin preguntar antes al oído a la persona que le inspiraba mayor confianza:
– Dígame usted… ¿cual es Antonio Arregui?
– No está aquí… No ha venido… Dicen que se marchó ayer… Se le aguarda de un momento a otro… -le habían respondido ya cuatro interrogados, con un aceleramiento y un temblor que denotaban complicidad mental con el pavoroso alcance de la pregunta.
A todo esto, penetraba ya nuestro protagonista en lo más concurrido de la calle, o sea en el trozo de ella que había de recorrer la procesión, la cual se dirigía luego por una calle transversal en busca de cierta antigua mezquita, a la sazón ayuda de parroquia, donde tendría término la fiesta…
Las mujeres más presumidas echaban todo el cuerpo fuera del balcón para verlo pasar… Pero él no había levantado la cabeza ni una sola vez. ¡Indudablemente no sabía, ni podía ocurrírsele, que Soledad hubiese ido a la procesión…, que estuviese algunos pasos más allá…; que pronto la vería, después de ocho años de ausencia, no separados ya sus corazones por las olas del Océano, sino por otro abismo más profundo!
El airado Venegas miraba únicamente a la calle, a los hombres, buscando a aquel Antonio Arregui a quien no conocía, pero a quien juzgaba obligado a hacerle frente, a presentarse en aquella palestra, a concurrir al duelo público para que fue emplazado ocho años antes en términos generales y colectivos, y cuya citación le habrían notificado personalmente todos los hijos de la ciudad el día que se atrevió a casarse con la Dolorosa. Manuel iba allí como mantenedor de aquel desafío… ¡Caso de honra era para el amenazado consorte acudir a la demanda, no ocultarse, no obligar al provocador a ir a buscarlo en su escondite!
Entiéndase bien que nada de esto lo decimos nosotros; el público y el propio Manuel eran los que discurrían así aquella tarde. Por lo demás, todos seguían parando y saludando al intrépido joven, sin atreverse a tocar las heridas de su corazón, pero aventurándose ya a dirigirle preguntas asaz impertinentes…
– ¿Conque vienes tan rico? -habíale, por ejemplo, interrogado alguno.
Manuel sonrió desdeñosamente, y no se dignó contestar.
Entonces le habló de usted la misma persona, preguntándole:
– ¿Y viene usted por mucho tiempo?
– ¡No sé! -contestó el desgraciado, volviéndole la espalda.
Algunas personas graves y de posición incurrieron también en la debilidad de acercársele a curiosear en su dolor, en su desesperación y hasta en su bolsillo…
– Es menester que nos ayudes a gobernar la población -díjole un concejal-, y que para ello compres fincas que te den la calidad de elegible. El Ayuntamiento necesita hombres como tú… ¿Te atreverías con la cortijada del Morisco? Cien mil duros piden por ella…
– Muchas gracias. Veremos… -respondió Manuel.
– ¡Yo me comprometo a hacerte alcalde! -exclamó otro regidor: el mismo, según noticias, que había ofrecido aquella vara a Antonio Arregui.
Manuel saludó con finura.
– Pero antes -dijo un tercero, apuntándole ya al corazón- será preciso que te establezcas, que tomes estado, elijas mujer… Digo… ¡porque supongo que no te has casado por esos mundos!
Venegas lo miró de pies a cabeza, helándolo de terror, y le dijo melancólicamente:
– No sé quién es usted, pero le compadezco.
Y continuó bajando la calle.
A los pocos pasos vio el joven entre la multitud a nuestro amigo el Capitán, y acto continuo dirigióse hacia él -cosa que no había hecho con nadie- y le tendió respetuosamente la mano, mientras que con la otra se quitaba el sombrero.
El viejo agradeció mucho aquella significativa excepción, y sólo halló fuerzas para decirle, con los ojos arrasados en lágrimas:
– ¡Tienes buena memoria!
– Y buena voluntad -le respondió Manuel afectuosísimamente, apretándole de nuevo la mano.
Y prosiguió su interrumpida marcha, muy complacido de aquel encuentro.
Pasó, en fin, por enfrente del balconcillo en que se hallaba Soledad; y, como si algún misterioso instinto o fuerza superior lo determinara, se paró maquinalmente en aquel punto, eligiéndolo para ver desfilar la procesión.
El público lanzó un gran resoplido de contento… y de sobresalto.
Y muchas miradas se dirigieron a las bocacalles en demanda de Antonio Arregui, única persona que faltaba ya para que el drama fuese completo…
La forastera, debajo de cuyo balcón se había detenido el joven, seguía entre tanto el prolijo estudio que de su figura comenzó a hacer desde que lo vio asomar, y decía a su colega don Trajano, sin quitarse los lentes de los ojos:
– ¡Hermoso hombre! ¡Es una estatua vestida de andaluz, bien que no de majo ni de torero!… Los perfiles americanos del traje poetizan mucho su persona… ¡Qué torso! ¡Qué cuello! ¡Qué cara! ¡Es un modelo de belleza masculina! No sé a quién compararlo… Para Apolo es demasiado fuerte, y para Hércules demasiado esbelto… Lo compararé, pues, con el David de Miguel Ángel. ¿Ha estado usted en Florencia?
– No, señora -balbuceó don Trajano, muy confundido, pensando quizá en sus largas piernas y peraltados hombros, que ni en la juventud fueron esculturales.
En el ínterin, la atención del público había dejado a Venegas para acudir a Soledad…
Ésta no se movía ni pestañeaba; parecía mirar al cielo o a los tejados de la casa de enfrente; pero ¡demasiado sabría que Manuel se hallaba allí, delante de ella, a pocos pasos de distancia!… Los movimientos de la muchedumbre; las conversaciones de la calle, que subían hasta el balcón; la madre tristísima, la pobre señá María Josefa, sentada a su lado como una mártir; sus propios ojos, en fin, dotados, según ya sabemos, del don de ver aun aquello que no miraban…, se lo habrían dicho desde el primer momento. Mostrábase, sin embargo, enteramente tranquila, y hasta se la vio sonreír graciosamente en contestación a no sé qué cosa que su atribulada madre le dijo en ademán de súplica. ¡Era digna hija de aquel hombre que, sorprendido una tarde por el furibundo Niño de la Bola junto a cierta fuente del campo, no se movió, ni se dio por entendido de su presencia, ni hizo nada por evitar una muerte casi segura!