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En esto, y cuando algunas personas estaban ya procurando mañosamente que Manuel alzase la vista y reparase en Soledad, comenzó el tercer repique de las campanas de Santa María; nuevos cohetes volaron y crujieron en el aire, sonó un largo redoble de tambor, seguido del acompasado toque de marcha, y viéronse salir de la iglesia, y formarse, y ponerse en ordenado movimiento, banderas, luces, cofrades, monaguillos… La procesión estaba en la calle.

Aquel jubiloso estrépito, aquel animado y solemne espectáculo, los cantos religiosos que principiaron luego, toda aquella reproducción de escenas de mejores días, impresionó bruscamente a Manuel, haciéndole erguir la cabeza y mirar a todos lados, como buscando aire de vida y de salud para su corazón, que se ahogaba, según lo demostró el hondo suspiro que lanzó al fin de su oprimido pecho…

Y entonces fue cuando el desgraciado vio relucir en el balcón de enfrente la impertérrita figura de Soledad…

¡Era ella!… No cabía duda… ¡Era su cara de ángel!… ¡Eran sus ojos, que no le miraban a él, pero que seguían iluminando y embelleciendo el mundo!… «¡Soledad!…»;, estuvo para gritar el infeliz, loco de dicha, en el primer arrebato de su pasión. Pero, ¡ay!, no… ¡No era ella! ¡No era Soledad! ¡Era la mujer de otro hombre, la mujer de un desconocido, llamado Antonio Arregui!… ¡Era la impura renegada del amor!… ¡Era la sacrílega que había escupido en mitad del corazón al más fino y consecuente amante! ¡Era la traidora que le había dado muerte por la espalda, en la ausencia, sobre seguro, cuando más confiado y tranquilo batallaba en remotos climas por obtenerla, por llamarla su esposa, por alcanzar la dicha de ser su esclavo! ¡Era el execrable demonio de su vida! ¡Era la envenenadora de su alma!

Esto decía el rostro de Manuel… Esto decía su corazón, asomándose a los espantados ojos, para ver si efectivamente Soledad se atrevía a estar en aquel balcón, vestida de gala, tomando parte en una fiesta, mostrándose a la luz del sol, ¡después de lo que había hecho!

Y lo veía y no podía explicárselo… Y el creciente furor de su nunca domada soberbia iba rayando en verdadera locura…

¿Cómo no temblaba la inicua? ¿Ignoraba que había llegado su juez? ¿No se lo había dicho su madre? ¿No sabía que él estaba allí, enfrente de ella, esperando al imbécil que se creía su esposo, para coserlo a puñaladas delante de todo el pueblo? ¿No sabía que ella misma, su antigua reina y señora; ella, que no se dignaba mirarle, y parecía desafiarlo con su indiferencia; ella, que lo seguía insultando con aquella mundana mantilla blanca y con aquella vil hermosura entregada a otro, se hallaba también en el caso de temblar por su propia vida?…

Ni ¿a qué tardar? ¡Un salto bastaba para encaramarse al balcón!… ¡El puñal vibraba sediento de sangre a cada latido de su pecho!… Ya lo había apretado varias veces con el brazo contra su corazón, como a un fiel amigo… Además, «Antonio»; (¡que era como le llamaría la pérfida!) estaba ausente…, había huido… Todos acababan de asegurárselo… No era, por tanto, ocasión de pensar en matarlo a él… ¡En quien había que pensar por de pronto era en ella, en la sierpe que seguía azotándole el alma; en aquella insolente y contumaz pecadora que, solazada y divertida en ver avanzar la procesión, no se curaba de los oportunos ruegos de su madre ni de las señas con que el mismo público empezaba ya a decirle que corría peligro, que se retirase de la ventana, que Manuel iba a acometerla de un momento a otro…! ¡Y también había que pensar en aquel mismo obsequioso público, pendiente de las acciones de él; en aquel amable gentío que no dejaba de mirarlo con anticipado asombro; en aquellas tres mil personas esperanza das en algún arranque extraordinario, digno del hijo de don Rodrigo Venegas, propio del antiguo Niño de la Bola, adecuado a sus amenazas de otro tiempo, en consonancia con la general inquietud que hacía veinticuatro horas reinaba en la población!… ¡No más vacilaciones! ¡La fatalidad lo había escrito! ¡Manuel Venegas tenía que matar a la Dolorosa!

Pero la procesión había avanzado mientras tanto, y ya desfilaba entre Soledad y Manuel, incomunicándolos en cierto modo…

Tuvo, pues, el joven que contenerse, sin que por ello cesara su furia…

Y de esta manera vio pasar ante sí, como fantásticas visiones que se mofaban de su amoroso delirio, los históricos estandartes del tiempo de la Conquista, los ciriales de la parroquia, los muñidores con sus pértigas de metal, las devotas que cumplían promesa yendo descalzas, los labriegos con sus capas de paño de Ohanes, los cofrades con sus escapularios y veneras, los nacionales con sus morriones colgados a la espalda, los músicos con sus piporros o bajones, los chantres con sus papeles de música, los acólitos con sus incensarios… El Niño de la Bola, el Niño Jesús, el Niño del Dulce Nombre, debía de hallarse muy cerca…; tan cerca, que ya sonaban las argentinas campanillas de sus andas, ya fulguraban sus cien luces, ya se respiraba el aroma de los pebeteros.

Manuel no había mirado todavía a la linda efigie a quien tanto amó en su niñez y en su adolescencia… En cambio, Soledad no apartaba de ella la vista, recordando sin duda los años en que aquel trono de flores, de frutos y de blancas palomas vivas, donde iba de pie el lujoso Niño, se debía a los exclusivos cuidados y obsequios del hombre que tanto la había amado, que tanto la amaba, que tan infeliz era en aquel instante… Ello es que, con gran asombro de todo el mundo, la hija de don Elías empezó a desconcertarse, a conmoverse, a aturdirse, y que un ligero temblor agitaba sus ojos y sus entreabiertos labios, cual si estuviese a punto de llorar… ¡Entonces sí que todos la hallaron hermosa! ¡Entonces sí que parecía una Virgen de los Dolores!

La emoción general era también extraordinaria…

El público estaba en uno de sus fugitivos momentos de inspiración y generosidad… Debiérase a la Providencia o al acaso, concurría allí tal cúmulo de circunstancias patéticas, que el gran poeta y artista llamado Pueblo había recobrado su majestad soberana y comenzaba a sentir noble y piadosamente…

Pasaron al fin las andas entre Soledad y Manuel,…; y como ella las iba siguiendo con los ojos, y él no separaba los suyos del semblante de la beldad, aconteció que sus miradas se encontraron; que se estableció entre ambos jóvenes una corriente invencible de amor y simpatía, y que el presunto matador y la presunta víctima no pudieron ya dejar de contemplarse desatinadamente, con adoración, con f anat ismo… ¡Es decir, que vio Manuel a un mismo tiempo, amalgamadas y confundidas, la imagen del Niño Jesús, de su ídolo de tantos años, y la imagen de su otro ídolo caído, de la atribulada Dolorosa, quien había comenzado a llorar desconsoladamente, y que lo miraba al través de un río de lágrimas…!

¡Ah! ¡Llorar ella! Era cosa que jamás se había visto y que nunca se hubiera creído. «¡Llorar ella!»;, se decía asombrado el público… ¡Llorar ella!, clamaban las entrañas del fanático amante, del noble y sensible Venegas, del hombre tierno y generoso, que sólo era fuerte contra el obstáculo, que sólo era duro contra la rebeldía… ¡Llorar su adorada! ¡Llorar por él! ¡Llorar en presencia de tantas gentes! ¡Llorar aunque sólo fuese de miedo! ¡Llorar… acaso de cariño y pena, al verse ligada a otro hombre y aborrecida por el que siempre fue dueño de su alma! ¡Llorar su querida, estando él en el mundo!

Un alarido de infinito amor, de piedad inmensa, brotó del corazón del hijo de don Rodrigo, y arrebatado por no sé qué heroica locura, que a todos recordó la muerte del padre, el temerario joven se abalanzó hacia el balcón, sin saber lo que hacía, como para consolar a Soledad, como para que lo perdonase, como para defenderla contra sí mismo, como para arrebatársela al usurpador, llamado esposo, que daba origen a aquellas lágrimas…

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