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– ¿Qué dice esta mujer? -preguntó agriamente el joven a don Trinidad-. ¡Yo no quiero visitas…, a no ser la de don Antonio Arregui o la de sus padrinos!

– ¡Sube! ¡Sube! -contestó don Trinidad, sonriéndose-. No negaré que el que está en la sala ha venido como padrino; pero es como padrino tuyo… ¡Ya verás, hombre; ya verás!

Manuel no pudo menos de apresurar el paso al oír aquellas misteriosas expresiones, con lo que muy luego penetró en la sala, seguido a duras penas por el obeso y muy fatigado don Trinidad Muley.

Un grito de asombro, de dolor y de cólera salió del pecho del infortunado joven al ver quién era la anunciada visita… Y un profundo sollozo de pavor y desesperación lanzó el alma del digno sacerdote al observar la actitud airada, irreverente, impía, de su antiguo ahijado, en caso tan excepcional y solemne…

¡Porque la visita, era el Niño Jesús o Niño de la Bola de la iglesia de Santa María, el mismo a quien el joven adoró tantos años, el mismo que aquella tarde había salido en procesión!

¡Allí estaba, en sus andas de plata y oro; sobre un altar improvisado en el testero principal del aposento; vestido de riquísimo tisú; alumbrado por muchas velas y guarnecido de hermosos ramos de flores naturales! Servíale de dosel el estandarte de la Hermandad colgado del techo, y, por último, en medio de la sala, sobre un velador, veíase en dorada bandeja un papel arrollado a modo de diploma y atado con cintas de colores.

– ¿Qué es esto? ¿Quién ha preparado tan irrisoria escena? -preguntó al fin Manuel, encarándose con don Trinidad-. ¿Se cree que todavía soy un niño? ¿Se cree que todavía soy un imbécil?

El dignísimo padre de almas estaba desolado. Halló, sin embargo, fuerza bastante para dominar su congoja, y, después de cerrar la puerta de la sala, dijo al blasfemo con la austera frialdad de un juez:

– Esto no tiene nada de nuevo ni de extraordinario: esto significa que la Cofradía del Niño Jesús, de que eres individuo, te ha nombrado su Mayordomo para el año que viene, y que, siguiendo la antigua costumbre, que tú conoces mejor que nadie, te envía la santa efigie, a fin de que more un día en tu casa y le regales lo que sea tu voluntad, a título de Hermano mayor; regalo que lucirá mañana a la tarde en el baile de rifa. Pero, aun suponiendo que nada de esto fuera así, ¿cómo no te engríes de ver en tu casa al Niño Jesús, al Hijo de Dios vivo? ¿Cómo no doblas ante él la rodilla y le das las gracias por la altísima honra que te dispensa? ¿Acaso no eres tú su adorador más fervoroso, su más humilde siervo, su devoto más entusiasta?

– No, señor… -respondió Manuel lúgubremente.

– ¡Ah, infame! ¡Y me lo dices a mí! -prorrumpió don Trinidad con una furia tan grande como su pena-. ¡Y me lo dices delante de Él!

Manuel se cruzó de brazos y no contestó.

– ¡Conque es eso lo que has aprendido en tus viajes! -prosiguió el sacerdote, poniéndole las manos sobre los hombros-. ¿Conque es eso lo que has ganado al adquirir tantas riquezas? ¡Y querías dejármelas a mí! ¡Y querías que yo las repartiera entre los pobres!… ¡Ni los pobres ni yo queremos nada de un judío!

– Señor cura… -balbuceó Manuel-, baje usted la voz… Yo no soy judío, moro ni cristiano.

– Pues ¿qué eres, hombre inicuo?

– Yo no soy nada… -repuso el joven, cerrando los ojos y encogiendo los hombros como quien declara un delito de que no se cree responsable.

– ¡Jesús! ¡Jesús! -gritó el cura con indecible espanto.

Y, alejándose del que tal ofensa le había hecho, sentóse de medio lado en una silla, dándole la espalda, y comenzó a llorar desconsoladamente.

Manuel añadió con grave acento:

– No he debido ocultarle a usted la verdad. Por eso acaba de oírme decir lo que hasta ahora no había dicho a nadie. Yo no hago ostentación de esta desgracia mía, que debo a crueles enseñanzas del mundo, a lo que he visto en pueblos de diferentes religiones, a lo que he leído en obras que no debieron escribirse… Respeto mucho, sin embargo, las creencias de los demás, y usted comprende que hubiera sido escarnecerlas aceptar hipócritamente el cargo de Mayordomo de esta imagen, cuando mi corazón no le rinde ya más culto que el que solemos tributar a los muertos queridos.

– ¡Y yo he criado a este hombre! -gimió don Trinidad con mayor desconsuelo-. ¡Yo lo he llamado mi hijo! ¡Yo lo quería con toda mi alma! ¡Ahora me explico que esta noche haya despreciado todos mis consejos! ¡Ahora conozco que no hay remedio para él! ¿Quién gobierna un barco sin timón? ¿Quién dirige un caballo sin bridas? ¡Estoy vencido! ¡Su perdición es segura! ¡Ya vivirá a merced del viento de sus pasiones! ¡Ya será del último que llegue! ¡Satanás ha triunfado! ¡Niño Jesús! Oye la súplica de este tu humilde siervo: «¡Yo quiero morirme! ¡Yo no quiero vivir más en un mundo tan execrable! ¡Mátame, por favor! ¡Llévame contigo! ¡Tu Madre Santísima cuidará de Polonia, como Polonia ha cuidado de mí durante cuarenta y ocho años! ¡Ah! ¡Cuánta diferencia entre unos seres y otros!… Ella me dio de mamar de limosna, al ver que mi pobre madre estaba enferma y que no podía costearme ama… Ella me dio luego pan. cuando en mi casa no había bastante para todos… Ella me colocó de aprendiz en la alfarería… Ella me ha asistido de balde, por caridad, desde que mi madre murió y me quedé solo… ¡Ella, en suma, ha sido para mí lo que yo para este desalmado!… ¡Niño Jesús! ¡Virgen Purísima! Disponed como queráis de dos pobres viejos que nunca han renegado de vosotros, y, si algo bueno hemos hecho en este mundo, sirva de merecimiento para que toquéis al corazón del infortunado Manuel Venegas.»

A fuer de historiadores veraces, debemos decir que esta humilde y mal pergeñada deprecación conmovió profundamente al joven descreído, no porque le dijese nada extraordinario, sino porque las piadosas lágrimas de los buenos tienen más fuerza que todos los raciocinios de la filosofía, máxime si caen en un corazón sensible y generoso.

Si don Trinidad hubiese empleado argumentos teológicos, Manuel habría podido contestarle con argumentos racionalistas, como diariamente vemos en el mundo; pero contra el panegírico de Polonia, verbigracia, no cabía ninguna objeción.

Así fue que Manuel se arrimó a su padrino, y le dijo quitándole las manos de la cara y limpiándole los ojos con el pañuelo:

– ¡Vaya, señor cura! ¡No llore usted más, que sus lágrimas me están asesinando! ¡Considere usted que llevo muchas horas de defenderme de su cariño, de su irresistible bondad, de la dulce miel de su palabra, y que fuera abusar demasiado del amor y del respeto que le tengo seguir acometiéndome de este modo!

Don Trinidad se apoderó de la mano con que el joven le enjugaba las lágrimas, y, contemplándolo, entre lloroso y risueño, como un niño mimado, exclamó zalameramente:

– Pero, ¡hombre! Míralo siquiera… ¡No lo desaires hasta el punto de volverle la espalda!… ¡Piensa que es mi Dios, el Dios de tus padres, el Dios de tu patria que ha venido a hacerte una visita! ¡Piensa que estará muy afligido de tus desprecios!…

Manuel, en quien, por lo visto, la superstición había sobrevivido a la fe (suponiendo que verdadera fe hubiese tenido nunca), intentó volver la cabeza hacia el Niño Jesús, y no se atrevió a ello. Antes dio un retemblido de pavor, y cerró los ojos deliberadamente.

Pero estaba escrito que aquel día ocurriesen singularísimas coincidencias. Decímoslo, porque Manuel y el cura oyeron en tal instante, dentro de aquella misma habitación, los tiernos sollozos de un niño. Manuel miró aterrado a don Trinidad, creyendo que quien lloraba era el Niño Jesús…

Don Trinidad sonrió tristemente, y señaló con el dedo a la puerta de la sala, que acababa de abrirse, y en la cual estaba parada la señá María Josefa, con un hermoso niño en los brazos, y sin atreverse a pasar adelante…

– No sueñes con milagros, ni verdaderos ni fingidos… -dijo al mismo tiempo el cura a Manuel-. Aquí no hay más milagro que el que tu buen corazón haga… ¡Tienes en tu presencia al hijo de Soledad, que viene a pedirte perdón para sus padres!

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