Manuel miró profundamente a aquella especie de coloso africano que tales cosas decía a los cuarenta y ocho años de edad, y no pudo menos de tributarle el homenaje de su admiración.
– No soy yo tan grande… -repuso luego-, o mi cariño a Soledad es mayor que el que tuvo usted a aquella mujer. ¡Yo no puedo vencerlo!… ¡Yo conozco que no lo venceré nunca!
– ¡Porque no quieres!…
– ¡Sí, quiero! Es decir, quiero querer… Pero no puedo.
– ¡Sí puedes! Aunque rarísimas circunstancias han hecho de ti una especie de fiera, tu corazón es de hombre, y el corazón del hombre, cuando sigue el ejemplo de Cristo, tiene más bríos que todos los leones y elefantes del universo. El valor de humillarse, de vencerse, de renunciar a sí mismos, es el verdadero valor… Y tú no debes de carecer de él… ¡En medio de todo, tú eres bueno; tú lo eras cuando muchacho; tú te pareces mucho a tu padre!… ¡A tu padre, que murió por amor al prójimo y a su honra!
– ¡Por mi honra quiero morir yo! -replicó Manuel con viveza-. Hace ocho años contraje un compromiso de honor delante de todo el pueblo: hace ocho años juré matar al que se casase con mi adorada… Ha habido quien se atreva a recoger mi guante: la ciudad entera tiene los ojos fijos en mí… ¿Qué puedo hacer, qué debo hacer para no quedar en ridículo, para que no se rían de mí todos los que siempre han temblado en mi presencia?
– ¡Es muy sencillo! Arrepentirte del mal propósito: amar más al prójimo que a ti mismo: renegar de tu juramento. ¡Yo te relevo de él!
– No me basta.
– Soy sacerdote…
– ¡No me basta! Lo engañaría a usted si le dijese lo contrario. Yo necesito ir mañana a la rifa a sostener mi emplazamiento. Si Soledad y su marido no están allí; si no acuden a la citación pública que les haré oportunamente, ofreceré oro, mucho oro, todo el oro que he traído conmigo, por bailar con la señora de Arregui. La cofradía no podrá entonces menos de ir a buscarla… Si la lleva sola, no se la devolveré a su marido; si su marido va con ella, lo mataré; y si no se presenta ninguno de los dos, iré a buscarlos a su casa.
– ¡Jesús! ¡Qué horror! -exclamó don Trinidad-. ¿Y Dios? ¿Y las leyes? ¿Y la justicia? ¿Crees tú que no hay autoridades en este pueblo? ¿Crees que sigues entre salvajes?
– La justicia llega siempre después. ¡Ese es cuidado mío! ¡Yo haré que cuando acuda esté ya bien muerto Antonio Arregui!
En cuanto a las leyes, Soledad puede infringirlas, como tantas otras mujeres enamoradas, yéndose conmigo al fin del mundo. Y por lo que toca a Dios, en su mano tiene el matarme ahora mismo… ¡En su mano tuvo no hacerme tan desventurado!
– ¡Es abominable todo lo que piensas, todo lo que dices!… -replicó don Trinidad con imponente acento-. ¡Me horrorizo de haberte criado! ¡Conque nada soy para ti! ¡Conque desprecias mis lágrimas! ¿Quieres, tal vez, que me ponga de rodillas?
– No, señor cura. Lo que quiero es que usted, tomándome como quien soy y no pidiéndome milagros de santidad, me diga qué puedo hacer en el estado en que se halla mi corazón y después de las palabras empeñadas… ¿Quiere usted que me mate? ¿Quiere usted que me vuelva loco?
– ¡Loco estás ya! -repuso el cura-. Si no lo estuvieses comprenderías que lo que debes hacer es irte del pueblo…
– ¿Adónde? ¿A qué? -preguntó el joven con infinita angustia.
– ¿Adónde? ¡Adonde has estado los últimos ocho años! ¿A qué? ¡A servir a Dios, y no al demonio! ¡A ser hombre de bien, a ayudar a tus semejantes, a convertir en flores todas las espinas que atarazan tu corazón!
– ¡Usted es el que sueña, don Trinidad! ¡Me dice usted que ha amado, y luego me propone eso! ¡Usted no ha amado nunca, ni sabe lo que es amor! ¿Adónde iría yo con la sombra de mi ser, dejándome aquí el alma de mi alma? ¿Para qué viviría? ¡Ocho años me he mantenido de la esperanza de volver a este pueblo y de casarme con Soledad!… ¿De qué me mantendría ahora? ¡Acaba usted de hablarme de Dios!… Pues oiga usted una sentencia dictada por Dios el día que me echó al mundo: Para Manuel Venegas no habrá mas mujer, ni más dicha, ni mas cielo que Soledad… Yo he dado por dos veces la vuelta a la tierra: he visto mujeres, muchas mujeres, algunas tenidas por divinidades, en Circasia, en Grecia, en Cuba, en el Perú… Para mí no eran ni divinidades ni mujeres: no eran nada; eran, a lo sumo, la ausencia de Soledad… ¡Cosa para mí tristísima y abominable! Así es que apartaba los ojos de ellas y seguía mi peregrinación. Es decir, padre cura, que yo he ido más allá que usted. Yo, ni antes de consagrar mi alma a Soledad (y se la consagré a los trece años), ni después de aquel día, ni en esta ciudad, ni en la ausencia, le he faltado ni con el pensamiento… ¡También he sido yo fiel a mi religión! ¡También he sabido cumplir mis votos!
– ¡Y la pícara te ha pagado bien! -profirió el clérigo, tocando otro registro para ver de desengañar a aquel idólatra.
Éste se llevó una mano al corazón, como si acabase de recibir en él una puñalada; pero luego se repuso, y exclamó valerosamente, mirando a su segundo padre con la impavidez del f anat ismo:
– No me ha pagado bien; pero ¡la quiero más que nunca!
Don Trinidad retrocedió lleno de espanto. Dijérase que el último golpe con que pretendió anonadar a su antagonista le había herido a él de rechazo, quitándole muchas ilusiones. Manuel estaba todavía entero… ¡Aquella larga conversación había sido inútil!
Pero el esforzado sacerdote no se abatió. Antes pareció recogerse en sí mismo, como para cambiar su plan de batalla. Derrotado en la primera línea de operaciones, conocíase que se replegaba y fortificaba en la segunda, apelando a los recursos supremos, o sea a las fuerzas de reserva, que oportunamente había preparado antes de salir de la capilla de Santa Luparia. Todo esto se dedujo, por lo menos, de sus palabras y determinaciones, a partir del instante en que Manuel articuló aquella formidable respuesta.
– Pues, señor… ¡Noche toledana! -dijo, dándose en el cuerpo algunas palmaditas, como quien se compadece a sí propio-. ¡Polonia! ¡Polonia! ¡Tráeme el manteo de abrigo! ¡Vaya con el hombre! ¡Vaya un pago que me guardaba para la vejez! ¡No concederme nada! ¡Dejarme hablar y hablar, y luego negarse a todo! ¡Decirme a mí que el homicidio y el adulterio son indispensables! ¡Y para esto lo crié! ¡Para esto lo he querido tanto!
Así hablaba don Trinidad, sin mirar a su antiguo pupilo, el cual oía aquellas palabras con más emoción y sobresalto que todos los anteriores discursos. Conocíase también que éstos, aunque tan briosamente contradichos, seguían resonando en su alma; y, por resulta de todo ello, se adelantó hacia el sacerdote y le dijo con amorosa reverencia:
– ¿Qué va usted a hacer? ¿Para qué pide el manteo? ¿Va usted a salir?
– ¡Sí, señor! -respondió don Trinidad muy desabridamente.
– Pero ¿adónde va usted?
– ¿Adónde he de ir? ¡Adonde me llama mi obligación de cristiano! ¡A impedir esos delitos que, según me anuncias, vas a cometer! ¡A no dejarte ni a sol ni a sombra; a seguirte a todas partes; a vivir contigo el resto de mis días, aunque me arrojes de tu lado a puntapiés y me vea obligado a pasar las noches sentado a la puerta de tu casa!… ¡De este modo tendrás que saltar sobre mi cadáver para hacer las valentías que me has dicho, y será más completa tu obra!…
Manuel retrocedió espantado.
Al mismo tiempo entró Polonia en el despacho, llevando el manteo de abrigo de don Trinidad y diciendo muy asustada.
– ¿Va usted a la calle a estas horas?
– ¡Sí, hija sí! ¡A la calle! ¡Y al infierno, que sea menester! No me esperes esta noche.
– Pero, señor cura… ¡Eso es tirarse a matar! -exclamó la antigua nodriza-. Anoche se recogió usted a las tantas, muerto de fatiga, después de correr por el campo muchas horas…
– ¡Buscándote! -entrerrenglonó don Trinidad, dando un codazo a Manuel y sin mirarlo.