Daniel tenía ese pueblo como su último centro de operaciones, y a él regresaba tras sus viajes por la sierra, sus visitas a los centros petroleros, sus idas y vueltas en trenes que no tenían más fin que ir y venir tomados por quien mejor los tomara. La zona había sido incluso rica, pero desde que cinco años antes la cruzaban por su cuenta las sublevaciones, jamás se tenía segura la cena de cada noche. Daniel pagaba su comida y su estancia en el hostal lavando trastes y pisos, cosa que para su fortuna alguien todavía necesitaba. Porque la gente había ido deshaciéndose de sus necesidades tanto y con tan buen empeño, que nadie necesitaba ya ni de un panadero ni de una costurera, mucho menos de un abogado convertido en periodista. Tampoco se apetecían buenas cocineras, porque para preparar la comida que podía encontrarse, bastaban fuego y un poco de voluntad. Las leyes eran algo que de momento estaba guardado en un cajón, esperando a ser necesario en un futuro más bien remoto, y los abogados, si no sabían lavar trastes o disparar una treinta treinta, eran completamente inútiles. De entre todos los profesionistas, los únicos respetados y necesarios por el rumbo eran los médicos. No importaba su grado de conocimiento ni mucho menos su especialidad, cualquier dentista sin título se buscaba como un trozo de oro. Así las cosas, Emilia y Daniel, que quién sabe cuánto tiempo hubieran podido pasar encerrados, lamiéndose, pidiendo perdón, cogidos de sí mismos, fueron bajados de su nube menos de cinco horas después de haber caído uno sobre otro.
Para las siete de la mañana habían llegado al hostal más de quince enfermos. Baui los había clasificado según sus dolencias, esperando a que Emilia despertara alguna vez del sueño de amores en que perdía su tiempo. Pero como luego de un rato de espera no se oía tras su puerta una palabra, la hostelera entró sin más al antiguo cuarto de sus padres y como si los cuerpos entreverados que vio frente a ella estuvieran conversando en una mesa de su cantina, les pidió que en cuanto acabaran su danza se vistieran, porque Emilia tendría que cambiar de actividad durante la mañana. El cíclope formado por Emilia y Daniel puestos en sí mismos, ni siquiera se turbó con la irrupción de la señora Baui: a ojos cerrados, siguió ejecutando la diligencia en que se había ocupado casi toda la noche. La hostelera aceptó que no le contestaran, porque entendió que le habían entendido, y antes de abandonar el cuarto sentenció que les daba diez minutos: tres para repatriarse del mundo en que andan y siete para lavarse y bajar.
Antes de las ocho ya estaba Emilia enfrentando a una clientela heterogénea y explosiva cuyas enfermedades iban del simple dolor de estómago a las
heridas más horrendas que sus ojos hubieran visto: brazos a medio arrancar, manos sin dedos, troncos con las piernas pudriéndose, cabezas desorejadas, tripas de fuera. En cualquier otra circunstancia el espectáculo que fue llamada a resolver la hubiera hecho llorar de impotencia, pero tocada como aún estaba por los bríos con que el amor exorciza la derrota, se propuso ir de uno en uno, de lo imposible a lo sencillo, buscando la solución para cada pena de las que se ponían en sus manos. Daniel, dueño de una humildad que ella no le conocía, estuvo dispuesto a ser su ayudante desde ese momento, y mientras iba tras ella, apuntando los nombres y las condiciones de cada enfermo, se maldecía por la impotencia que le impidió ser médico. Desde siempre se había sabido incapaz de contemplar el dolor sin inmovilizarse, y como aprendió que esa debilidad no debía ser propia de su género, prefirió no exponerse a mostrarla. Por eso no quiso estudiar medicina, por eso había existido entre él y su padre un abismo que sólo sortearon al final, por eso huía de Emilia y su facilidad para lidiar con las enfermedades y el dolor, sin turbar su ánimo. Varias veces, durante la mañana, quiso salir corriendo del ostentoso horror al que Emilia se enfrentaba, natural y comprensiva. Él quería desmayarse a cada tramo, aunque trataba de mirar lo menos posible, concentrado en el nombre del enfermo que escribía despacio junto a su edad y sus síntomas. Emilia pensó en salir primero de los heridos graves y de los niños, pero casi todos los enfermos eran niños y heridos de guerra. Una parturienta no hubiera tenido en esos rumbos la imprudente idea de quitarle su tiempo al médico. Así que los tomó a todos a la vez, en un esfuerzo que Daniel aseguró que sólo conduciría al caos, pero que con la ayuda de la gorda hostelera, de su voz de comandante y su capacidad organizadora, se convirtió con el paso de la mañana en una actividad no sólo posible, sino casi bien ordenada. Viéndola transitar entre los enfermos, Daniel supo que Emilia era más fuerte que él, más audaz que él, menos ostentosa que él, más necesaria en el mundo que él con todas sus teorías y todas sus batallas. ¿A qué podía ella temerle si no la había inmutado el cuerpo lleno de hoyos de un hombre que sobrevivió a su fusilamiento?
El día había sido generoso en desgracias con nombre, y él, acostumbrado a caminar entre cadáveres anónimos, había sentido verdadero espanto frente a los vivos a medias, pero con nombre, cuya podredumbre Emilia hubiera lamido si bastara con eso para curarlos.
– ¿Ésta es la redentora guerra que persigues? -le preguntó Emilia esa noche, tras beber de un trago media copa de aguardiente, y antes de probar el plato de frijoles que cuchareó junto con él y la hostelera.
– Así son todas las guerras -alegó Daniel. -Te lo dije -murmuró Emilia.
– Te crees perfecta -contestó él para iniciar el pleito que le urgía.
– Ella habla menos y hace más que otros -dijo la hostelera echando la leña necesaria para que ese fuego creciera.
Tras los deseos satisfechos, siempre queda un mundo que discutir. Se trenzaron en un litigio acompañado de tragos que terminó en el extremo de una borrachera triste como ninguna había conocido Emilia. Estaba rendida, y no necesitó demasiado aguardiente para incendiar su lengua y convertir su agravio de dos años en una colección de frases hirientes con las que se defendió bien de las ironías que Daniel usaba para hablarle de su valor como una prepotencia disimulada y de su entereza como una falta de sensibilidad a secas. Emilia aguantó una hora de aquel precipicio y después se dejó llorar como había querido hacerlo desde la mañana. Se le habían muerto en los brazos dos niños cuyo mal primero fue sólo falta de agua limpia, un soldado que había dejado el brazo bajo el caballo de su general y una mujer con la purulencia de un mal desconocido entre las piernas. No había tenido medicinas, le faltaba hilo limpio y tenía sólo dos agujas para suturar. Todas las curaciones que había hecho fueron sin un analgésico, y tuvo que mandar a morirse en su casa, por lo menos a seis personas que con diez días en un hospital como el de Chicago hubieran quedado libres de mal. Claro que esa guerra era una porquería, aunque así fueran todas las guerras. Ella no había querido enfrentarla, por eso había huido a otro mundo cuando la vio llegar, pero esa noche sabía de cierto que de esa guerra no podría irse nunca, aunque nunca la viera más que de lejos, aunque sólo le tocara rehacer su debacle y sus ruinas como mejor pudiera.
– Todas las guerras son mierda -dijo la gran gorda mezcla de tarahumara y valenciana, que escuchaba aquel pleito como uno más de los muchos pleitos entre borrachos que le había tocado avivar.
– Pero en todas hay héroes -contestó Daniel dando un trago largo de aguardiente.
Emilia lo miró como si hubiera dicho una verdad de nunca, y ambicionó para sí el alcohol que brillaba en sus labios, haciéndolo atractivo y heroico como no era diez segundos antes. Quiso esa imagen para tenerla siempre entre las cosas que guardara su alma, le chupó el aguardiente de la boca, y se lo fue llevando hasta la cama de tregua que a los dos les urgía.