Era martes cuando entró a un pueblo que la recibió callado y silvestre. Igual que por otros, caminó buscando que las calles tuvieran nombres de héroes y las banquetas piedras oscuras y bien organizadas. Pero el lugar no tenía para recibirla sino un clima seco y unas casas chaparras con las que Emilia no sabía cómo tratar. No sabía a quién preguntarle por quién, ni qué demonios estaba haciendo ahí que no fuera penar como un perro vagabundo.
Su cuerpo se reflejó en la ventana de cristal de una tienda de clavos y herramientas. Se miró flaca, despeinada, ojerosa, cargando cuatro bultos y una incertidumbre, con cara de ser extraña hasta para sí misma. Y no tuvo mejor ocurrencia que sentarse a llorar otra vez. Desde ese pueblo había escrito Daniel su último envío al periódico de San Antonio, pero eso no quería decir que ahí estuviera. Conociendo su prisa, su incapacidad para estarse quieto, su ambición de absoluto, Emilia pensó que si algo mandó de ahí, habría sido al pasar siguiendo a quién sabe qué rebelde, qué noticia, qué vanidad, qué gloria, qué desfalco. Se preguntó con cuál de los bandos estaría Daniel y sin sombra de duda se contestó que estaría con los que perdieran. ¿Y quiénes irían a perder el litigio que se había desatado por el país? Qué importaba, pensó Emilia secándose los ojos con un pañuelo en el que Josefa había cosido su nombre diminuto y preciso. ¿Por qué no habría salido ella como su madre? ¿Por qué Daniel no sería un hombre estable y generoso como su padre? ¿Por qué había tenido ella la peregrina fortuna de enamorarse así? Habiendo tantos hombres, existiendo Zavalza con su paz y hasta el boticario Hogan con su adoración de viejo que todo lo veía perfecto. ¿Por qué no podía ella librarse de la fuerza que la empujaba hacia un hombre que hasta muerto podría estar? Daniel: con sus ojos como preguntas, su pelo sobre la frente, su cabeza poblada de ocurrencias. Daniel poniéndole las manos donde nadie, metiéndose a su entraña como a su propiedad, llamándola cuando él quería y largándose cuando se hartaba de mirarla. Daniel echándole a latir el corazón entre las piernas, rogándole, maldiciéndola. Daniel pudriéndose quizá en mitad de una sierra encallecida y remota, Daniel que en dos años no le escribió una letra. Si en secreto había soñado con su muerte, ¿por qué salía corriendo a buscarlo en cuanto alguien temía que fuera verdad su quimera?
Lloró con la cabeza metida entre las piernas, bajo un sol de desierto que nadie desafiaba a esas horas, hasta que el olvido la tomó entre sus brazos y el instinto la empujó a buscar una sombra. En la tarde se levantó de nuevo a caminar el pueblo chaparro y medio vacío. Pero ni una calle, ni una voz, ni un pedazo del pantalón café con que lo había visto irse, ni de su cartera, su sombrero de paja o su cantimplora, encontró por ahí tirados a un azar que no fuera su memoria. Oscureció. Tanto y tan negro que Emilia tuvo un miedo de los que había perdido vagando por el mundo con su altiva soledad a cuestas. Sintió hambre, un hambre que se comería pelón a un buey de esos que en Puebla se guisaban escondidos bajo salsas de colores y que ella aún no se acostumbraba a mirar asados, con todos sus pellejos y su sangre chispeando como estrellas, cuando se parten en pedazos. Se detuvo frente a un lugar que olía justo a eso, a buey quemándose sobre las brasas, y empujó la puerta de un túnel que debía ser una fonda abierta al público, aunque no tuviera letreros ni buscara más clientela que aquella que adentro hablaba dando unas voces exageradas. Buscó una mesa en torno a la cual depositar sus bultos y su persona, sus ojos hundidos, su cansancio, y sin más se acomodó indagando con la mirada si alguien podría acercarse a preguntarle qué deseaba.
El lugar estaba lleno de hombres bebiendo, pero ella no se intimidó con eso que le parecía un paisaje poco inquietante. Los hombres juntos tienen que beber porque si no tendrían que hablar a secas, y a secas los hombres no pueden hablar más que de negocios. Del fondo del túnel, acudió una mujer alta y gorda, con las facciones más perfectas que Emilia hubiera visto jamás señoreando un rostro. Tenía la voz ronca y las manos fuertes. Le preguntó qué deseaba, como se lo hubiera preguntado a una vieja amiga. Después le llevó lo que había, acomodándose cerca para verla cucharear mientras le preguntaba en hilera todo lo que quiso saber de ella. Desde a dónde iba y de dónde venía, hasta si no había encontrado muy dura la carne de caballo y los motivos por los cuales tenía los ojos hinchados como sólo se hinchan los ojos de llorar por las necedades de un hombre.
Emilia le contó todo lo que le cabía entre la blusa y la espalda, desde su pasión por la medicina hasta su endemoniada necesidad del hombre cuya foto llevaba apretujada en un relicario junto a la de sus padres y Milagros.
– ¿Y éste vale que lo llores tanto? No se le ve lo milagroso por ninguna parte -dijo la mujer tras revisar minuciosa el gesto del muchacho cuyo rostro sepia Emilia acariciaba con la punta de su índice. Siguió, sin detenerse a esperar respuesta, diciendo que ni para qué se lo preguntaba, que cada mujer tiene su necedad entre los pechos y que si ésa era la suya por algo debía ser, donde hasta había dejado la paz y los pasteles gringos para correr en busca de su cadáver. Emilia se deleitó escuchando su voz ingeniosa y ronca, hasta que la palabra cadáver la devolvió a la desazón que la regía desde que recibió el mensaje de Milagros. Viéndola estremecerse, la hermosa gorda se levantó del banco sobre el que plegaba su cuerpo igual que un elefante, y la cobijó entre sus brazos acariciándola como a un bebé. Le ofreció su casa para pasar la noche y volvió a la cocina diciendo que antes de hacerla entrar iba a traerle un agua con canela.
La cocina empezaba tras el último punto iluminado en el fondo del túnel. Desde donde estaba Emilia, no se veían sino una luz y un muro tras el que podría burbujear una cocina como la de su madre: con cada olla en un hueco para su tamaño, cada cazuela con un lazo de color, prendida a la pared en la que completaba un rompecabezas perfecto, y en el centro de todo, una ventana abierta al patio por la que se asomaban los jazmines como presagios. Soñaba la cocina de Josefa con la mirada puesta en la pared blanca que le impedía mirar la del hostal, cuando un hombre con la cabeza cubierta por un trapo salió a la luz llevando un tazón en la mano. Lo guiaba, a punta de cucharazos, la gorda hostelera, usaba un delantal cubriéndole las piernas, cojeaba un poco y era delgado como un pez. Emilia tenía los ojos tan cansados y el corazón tan confuso, que lo mismo podría estar viendo sólo un fantasma, pero vio frente a ella, completo y sin remiendos, a Daniel Cuenca.
– ¿Esto es tu alma? -preguntó la hostelera quitándole el trapo de la cabeza.
Emilia miró a Daniel de arriba a abajo como si necesitara unir los pedazos de su cuerpo para reconocerlo.
– ¿Qué te pasó en la pierna? -preguntó empeñada en controlar el temblor de su cuerpo.
– Me tropecé -contestó Daniel-. ¿Tienes frío?
– No sé -dijo Emilia acercándose para tocar con su mano la barba de muchos días sobre las mejillas de Daniel-. ¿Estás ahí abajo?
– Idéntico -aseguró Daniel.
– ¿No te habías muerto? -preguntó Emilia.
– Varias veces -contestó.
una seña de la hostelera todos los hombres apretados en su cantina se pusieron de pie y una canción burlona corrió por el salón.
– ¿Eso es todo lo que tienen que decirse? -preguntó la gorda.
– En público sí -dijo Emilia.
No se necesitó más para que la hostelera pusiera a su disposición la cama que había cobijado el escandaloso amor de sus progenitores, una española audaz y un tarahumara sin prejuicios. Doña Baui del Perpetuo Socorro, que era el nombre con el que esa mujer ostentaba el cruce de su origen, no aceptó a cambio el dinero que Emilia puso en su delantal como una flor en cuaresma, se lo devolvió alegando que después hablarían de eso y la ayudó a desaparecer tras la puerta y Daniel. Al día siguiente, se levantó temprano a difundir que en el segundo piso de su casa dormía una doctora.