Mientras los hombres se iban, las mujeres trajinaban de sol a sol. No había tregua para sus brazos ni espacio que desperdiciaran sus lenguas. Emilia descubrió ahí que era capaz de cansarse mucho después de sentirse cansada, que tras cuatro horas de trabajo, con respirar profundo podía emprender otras cuatro. Descubrió el tamaño de su valor, saltó varias veces el precipicio de sus miedos y supo que el cariño no se gasta aunque se ponga completo en cada gente.
Estuvo menos veces con Daniel de las que se bañó en el río con Dolores, y retozó más tiempo con las niñas Morales del que pudo darse para tocar el cielo y contar cometas. Pero le bastó con lo que tuvo de cada cosa. Cuando al cabo de cinco semanas, Daniel le habló de marcharse, lloraba como si el mundo se le estuviera partiendo en dos.
Las elecciones le habían dado a Madero un triunfo absoluto. Pero su presencia en el gobierno no había mejorado en nada las cosas para los campesinos. Tras la persecución que devastó sus pueblos y cosechas, los amigos de Daniel decidieron apoyar la toma de tierras y la rebelión contra el gobierno que no les cumplía lo que prometió darles a cambio de su apoyo. No querían una paz de a mentiras, no podían salirle a su gente con que tras tanto muerto y tanto grito, los peones seguirían siendo peones y las haciendas tendrían los mismos dueños. No había palabra, ni mensaje, ni orden con los que convencer a los campesinos de quedarse conformes y en las mismas. Avergonzado y harto de representar la tibieza maderista, Daniel había decidido unirse a la revuelta. Para lo cual, lo primero que debía hacer era sacar a Emilia de Izúcar, donde su puro rostro y su modo de caminar la pondrían en peligro al desatarse la guerra.
Emilia se resistía a volver. Durante las varias noches que dedicaron a discutir las dificultades de su vida en esos rumbos, Emilia se negó mil veces a regresar. Alegó que prefería morirse ahí que perderlo de nuevo, gritó hasta que los árboles temblaron bajo el cielo de cristal que los amparaba, lloró, dejó de comer, maldijo a Madero, a la revolución, a la injusticia, a la noche de fiebre en que había vuelto a encontrarse con aquel amor, y al temblar de su boca cuando lo tenía cerca. Daniel la escuchó protestar de un modo y otro, pero se negó a todo lo que no fuera llevarla de vuelta a casa de los Sauri.
– De aquí no me sacan ni con todo su ejército de levantados -dijo Emilia-. Tú no estás para decidir mi vida.
– Pero sí para decidir que no te mueras -le contestó Daniel.
Sabía de sobra cuántas vidas dependían de la luz con que ella miraba y no se sentía en el derecho de ponerla en riesgo. Quería a Milagros y a los Sauri tanto como a su padre y lo mismo que a su causa. Y ni él, ni su causa, ni nadie valían el riesgo de que Emilia corriera un riesgo. Si tenía que amarrarla, la amarraría, pero no iba a dejarla tan cerca del peligro como estaría ese lugar en poco tiempo.
– Esta guerra no es tuya, Emilia -le dijo apretándose contra ella la última noche que durmieron bajo el techo de los Morales.
– ¿Qué es mío? -le preguntó Emilia.
– La Casa de la Estrella, la medicina, la botica, mis ojos -le dijo Daniel.
– Como no te los saque para guardarlos en alcohol -dijo Emilia, seca y furiosa con la verdad entre las manos-. Te estorbo, pero si tú te quedas en la guerra, esta guerra es mía. Yo no voy a ningún lugar al que no vayas tú para quedarte.
Harto de alegar sin resultado, Daniel dejó la cama y se echó al campo.
– Hombres -dijo Dolores Cienfuegos acercándose a Emilia-. Ni los matamos, ni nos matan.
Las dos se fueron caminando hasta el río y se sentaron en la orilla, bajo un sauce llorón, con el rumor del agua corriendo sobre las piedras como la otra única presencia entre ellas. Dolores tenía casi treinta años y no era una mujer tímida, ni tampoco en extremo prudente, pero le costó empezar la conversación. Se había encariñado con Emilia y admiraba su voz bien educada, la sonora precisión de sus palabras, el tino con que las usaba. Se pensó más incapaz que nunca de expresar las cosas con la claridad y la emoción con que las pensaba. No porque le faltara inteligencia, sino porque la pobreza le había negado el refinamiento a su lucidez. Y de eso ella no se había dado cuenta sino hasta que llegó Emilia, y midió con ella sus emociones y la escuchó decir las cosas que sentía con la misma habilidad y acierto que ella necesitaba siempre y no había podido encontrar nunca bajo su paladar.
– No es como a uno se le antoja, es que ni modo -le dijo para empezar, mirándola sin compasión, pero sin envidia.
Luego, soltó de golpe todas las cosas que tenía apretándole la frente:. Emilia en el pueblo acabaría por estorbar, habría que protegerla, que cuidarla de más, que alimentarla. En cambio si se iba para Puebla y desde ahí los ayudaba, podría serles más útil que un campamento de hombres armados. Ella sabía curar, hablar en inglés, descifrar el idioma que hablaban los del gobierno, preparar medicinas. Ella entendía de leyes, de trámites, de libros, de cosas que ahí nadie entendía. Ella, lejos estaría cerca, estando segura les daría certidumbres, entendiéndose con aquel mundo podría defender mejor el de ellos. Ella era necesaria y muy querida, pero su trabajo estaba en otra parte. Y eso nadie lo sabía mejor que ella, por más que llevara cinco días de no querer aceptarlo. ¿Para qué enturbiaba las horas que les quedaban juntos pensando en el futuro? No era tiempo de lujos, y el tiempo era un lujo que no podía tirarse a los regaños. Ella debía entender, acatar su destino como ellos obedecían el suyo.
Emilia escuchó todo lo que Dolores quiso decirle sin levantar la cabeza del regazo que ella le ofreció cuando se acomodaron bajo el sauce. Oía su voz mezclada con el rumor del agua rodando sobre las piedras. Creía en las razones que le iba oyendo mientras la recordaba caminando de prisa, sigilosa y atrevida, tallando la ropa contra una de las lajas acomodadas en un remanso del río, probando en la palma de su mano cómo estaban de sal los frijoles, limpiando una carabina con el pañuelo de encaje que Emilia le había regalado, palmeando las tortillas con la destreza de un escultor, atizando el carbón bajo el brasero, jugando al escondite con las niñas, gritando su pasión por Francisco Mendoza cuando en la punta de un cerro no las oía nadie, y regañándolo como un militar embravecido dos horas después.
– Oye cabrón, quítame de aquí estos miados -la había oído decir el primer amanecer que compartieron la pobreza de su cuarto con Emilia y Daniel. Toda su vida recordaría el regocijo que le provocó al hablar así.
Desde las primeras frases entendió que ella tenía razón, el resto del tiempo la escuchó extrañándola ya. La mañana de su regreso pasaron a la cantina por un pulque.
– Salud y cielo -le dijo Dolores entrecerrando los ojos para beber de prisa.
Llegaron a Puebla de madrugada. Habían pensado dormir un rato en el refugio de Milagros antes de presentarse a la Casa de la Estrella, pero el camino a uno pasaba por la otra y los caminos del corazón sólo se reconocen andándolos. Aún no había luz natural, un destello del farol callejero se marchitaba contra los balcones de su casa. Emilia Sauri imaginó a sus padres durmiendo tras los oscuros. Abrazados como los había visto dormir desde niña, como seguían durmiendo aunque les amaneciera torcidos. Imaginó la tersura del edredón sobre su cama, la madera brillante de los pisos, la paz acurrucándose sobre los sillones de la estancia, el olor desatado del café en las mañanas, el ruidero temprano de los pájaros, las horas demorándose entre los frascos de la botica y los sueños viajeros de su padre, el sosiego de anochecer mojando en leche un pan de su madre. Corrió a tocar a la puerta. No le importaron ni las razones en contra ni la prudencia que Daniel creía necesaria. Se fue sobre el aldabón y lo golpeó como sólo su tía Milagros era capaz de hacerlo.