Iba a un funeral. Pero era mi propio funeral. Has puesto a prueba mi fidelidad hasta convertirme en un asesino. Tu mano armada. Y a pesar de todo, fíjate lo que son las cosas, mira hasta qué grado nos hemos vuelto gemelos en el hablar, en el andar, en el vestir… Me pigmalionizaste totalmente, Nicolás Valdivia, hiciste de mí el espejo que necesitabas para estar seguro de que tú también eras joven, inteligente, bello, rebelde, yo he sido tu réplica hasta en la manera de hablar, caminar… y ahora, matar.
– ¿Es necesario? -me atreví a preguntarte, recobrando algo de esa antigua rebeldía que tú te has encargado de aplastar con medidas iguales de pasión y de tiranía…
– No podemos vivir con un fantasma.
– No puedes tú, Nicolás, no generalices.
– Está bien. Yo no puedo vivir con un fantasma. Rumiaste tus palabras como un toro hasta eructarme a la cara.
– Un fantasma enérgico.
Me hiciste creer que iba a entrar solo al calabozo de Ulúa.
– Nadie lo sabrá, mas que tú y yo.
Quedaba sobreentendido. Tú y yo conservamos nuestros secretos.
Los guardianes de la prisión me fueron abriendo las pesadas puertas metálicas, una a una, cada una cerrándose detrás de mí como una sinfonía de fierro, como en esas viejas películas en blanco y negro de James Cagney que nos encantaba ver juntos muy de noche. Una melodía de metal escuchada por primera y última vez.
Pero era yo solo. Yo, con mi nombre propio, Jesús Ricardo Magón, hijo de archivista y pastelera, habitante único de la utopía de palomas y palabras, lector ávido de Rousseau y Bakunin y Andreiev, el Anarquista de las Nubes, el Tarzán de las Azoteas, melenudo y sin más ropa que unos jeans deshebrados y una sudadera icónica del Che Guevara. Manchada.
Yo, el muchacho puro que iba a destronar a todos los tiranos corruptos, estaba ahora aquí frente a la celda de Tomás Moctezuma Moro en Ulúa, el héroe puro, el político incorruptible y por eso incómodo para todos, intolerable para ti. ¿Un fantasma enérgico, me dijiste? ¿Tan enérgico que te convertía en un débil intrigante, un ambicioso del montón, un vulgar arribista político? ¿Por eso temías a Moro, por el contraste brutal de su personalidad con la tuya? ¿Hasta encarcelado era una amenaza?
Dime entonces, ¿lo has pensado? ¿Hasta muerto será un desafío para tu propia inseguridad, amor mío?
Y allí estaba yo, frente a la puerta de la prisión de Moro, a punto de darte la razón.
– No hay anarquista que no termine en terrorista. Como eres dueño de un lenguaje impotente, para compensar acabarás pasando a la acción criminal. Quod est demostratum.
Lo acepté. Es un crimen, pero un crimen de Estado. ¿No lo fueron todos los actos de terror de los anarquistas contra reyes, presidentes y emperatrices de la llamada Belle Époque? No sonrías. ¿No has leído a Conrad en Bajo la mirada de Occidente?
– Las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía.
Los anarquistas no tenemos derecho al humor. ¿Ni siquiera al humor negro, señor Presidente? Me detuve frente a la celda de Tomás Moctezuma Moro. Iba a entrar sólo a matar a ese símbolo de la legitimidad y de la pureza que tantos estorbos les causa a tantos.
Entonces escuché los pasos ligeros, como de mariposa saltarina si tal cosa hubiese, detrás de mí. Entonces me di media vuelta en el momento en que se abrió la puerta de la celda y a mis espaldas sentí un tufo infernal, como si este túnel subterráneo fuese en verdad el camino del Averno, el lugar de cita de todos los demonios, este túnel subterráneo del Castillo de San Juan de Ulúa, goteando del techo no sólo agua salada sino sangre licuada, sangre tan vieja que ya era parte de la circulación universal de los océanos, sangre mezclada de perro hambriento y tiburón ahogado y bucanero ahorcado y sirenas prostituidas y vastas selvas de algas marinas y ostras herméticas de perlas barrocas, todo esto me goteaba sobre la cabeza, Nicolás. Todo esto era el hondo cementerio marino de Ulúa, sólo que yo lo iba a recorrer solo, la experiencia maldita me sería privativa, nadie más la poseería.
Nadie más que tú y yo sabríamos lo ocurrido esta noche de mayo en las mazmorras del Castillo de Ulúa.
– Buenas noches, joven -me dijo el untuoso ser (su presencia se acercaba como un color de grasa de cerdo rancia) que respiraba su jadeo de toloache con una voz adormilada y por ello amenazante, como la de un sonámbulo que no sabe lo que hace…
Un olor apestoso y fuerte le salía de la voz, del cuerpo entero, hasta de los ojos malolientes. De la insolencia de la mano impúdicamente armada con una Colt.45 automática que parecía una extensión natural del brazo.
Usaba guantes negros.
Hasta en la penumbra del túnel sus ojos de mapache brillaban con una insania inapagable.
– Vamos, qué esperas, pendejo -me dijo con insolencia, enterrándome la boca de la Colt en las costillas.
– Creí que era solo -balbuceé.
– ¿Solo? Solos los cangrejos de Tecolutilla, que además caminan pa’trás. Y tú y yo vamos pa’lante, chicoché.
– No quiero testigos -le dije armándome de valor-. Creía que era yo solo.
– Yo también -se rió el famoso cacique tabasqueño Humberto Vidales, "Mano Prieta", como si tú, Nicolás, no supieras quién iba a ser mi compañero en el crimen…-. Pero el nuevo Preciso es bien abusado y quiere que en todo crimen haya dos testigos. Aunque los dos sean culpables. Así, dice, uno anula al otro. Como si los asesinatos fueran canicas del mismo color y tamaño, que se cambalachean unas a otras -rió monstruosamente, despidiendo por la boca ese olor de estramonio como para despertar a los muertos.
Vidales abrió la puerta de la celda.
Tomás Moctezuma Moro dormía.
La famosa "Máscara de Nopal" le cubría el rostro.
– No se la quita ni para dormir -me había advertido el carcelero obsequioso.
Es que no quería que nadie adivinara sentimientos, sorpresas, ternuras súbitas, visibles ardores, "interiores bodegones", Nicolás, "heridas frías", como nos dijimos un día aquí mismo en Veracruz -pero en qué distintas circunstancias- tú y yo.
Vidales adivinó mis sentimientos. Me enmendó la palabra sin saberlo.
– No seas sentimental. Ya sé lo que estás pensando. Mejor así, dormidito, ¿no? Ni se da cuenta. Más caritativo, ¿no?
Se carcajeó.
– Piadosas las monjas, como decía mi viejo mentor Tomás Garrido, gobernador como yo de Tabasco. Pero él ya tiene solar en el Arco de la Revolución y tú y yo, chamaquito, a ver si merecemos aunque sea un ladrillito en el Arco de la Transición, para servir a la Señora Democracia…
Volvió a reír siniestramente y le metió una pata en la espalda al dormilón Tomás Moctezuma Moro. El Hombre de la Máscara de Nopal se despertó como un relámpago, poniéndose de pie, mirándonos a través de la rendija terrible como una herida de metal cegadora, la raja a la altura de los ojos de la máscara, sin que pudiéramos Vidales y yo adivinar su semblante, pero seguros -eso sí, seguros- de que Moro no temblaba, de que su figura era como una estatua heroica, inmóvil. Y algo más: inconmovible, serena. Estatua, te digo, estatua de meter miedo de tan sereno como si estuviera muerto antes de morir…
Vidales disparó.
Moro no dijo nada.
Cayó de pie, por decirlo así.
Se derrumbó sin aspavientos.
No nos grito "asesinos".
No pidió "clemencia".
No dijo nada.
La máscara de fierro pegó secamente contra el piso. Así murió por segunda vez Tomás Moctezuma Moro. Así se disipó, señor Presidente, el fantasma de
Banquo. Sólo que el sitio vacío en el banquete del poder no lo ocupó Macbeth. Porque aunque todo terminó como en Shakespeare, este drama era jarocho y chilango y acriollado a la tabasqueña, como me lo hizo notar, nomás "por no dejar", Vidales el "Mano Prieta".
– Muy listo el nuevo Presidente -sonrió ofreciéndome un tabaco-. Ni usted me va a delatar a mí ni yo a usted, ¿no es cierto?