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No recuerdo un solo encuentro entre nosotros en que no me hicieras sentir que en ese momento yo revelaba lo que hasta entonces ignoraba. El derecho de mi cuerpo.

– La majestad de tu cuerpo, Dulce.

No estaba tu cuerpo verdadero en la tumba. No sabía a quién dirigirme. Y es que no soy nadie, mi amor. La novia secreta de Tomás Moctezuma Moro. Nadie. Secreta. Como el principio, igual. Imagina mi extrañeza, amor, mi desolado desconcierto, cuando no te encontré en tu propia tumba y volví a ser, misteriosamente, otra vez, la extraña que te vio por primera vez hace ya nueve años y a la que tú miraste, también, como el extraño que eras para mí.

Esa sensación queda en mi alma, mi amor. Nos vimos sin saber quiénes éramos. Tú mi desconocido amor, yo tu ignorada novia… Porque ya éramos amantes, no desde antes de conocernos, sino al vernos, de lejos, en una exposición del Museo Marco de Monterrey, una retrospectiva de José Luis Cuevas, un mundo de figuras desvanecidas y colores casi invisibles, como si Cuevas en vez de pintar, "poblara el aire", como viniste a decirme, cómo voy a olvidar tus primeras palabras cuando te acercaste a mí:

– Cuevas puebla el aire…

No entendí con exactitud, pero supe, supe, sí, me di cuenta de que sólo tú tenías las dos miradas indispensables, una para el arte y otra para la mujer. Me dije en ese momento,

– Soy mujer -y sonreí.

No tardé en cambiar la frase.

– Soy una mujer -y dejé de sonreír. Y volví a sentirme alegre. -Soy la mujer.

No me quitabas los ojos de encima, con una audacia, una impudicia, un deseo, una ternura, no sé… Miré tus ojos tan negros, tan profundos como dos guijarros que se quedaron para siempre en el fondo del mar y que ahora tú me ofrecías como a una niña juguetona en la playa.

– Soy su mujer.

Y reías para sonarme íntimo.

– Es que cada vez que nos juntamos, tengo la sorpresa de verte por primera vez, como si nada hubiera pasado antes entre nosotros.

Me mirabas con esa ternura que tenías para mí en el fondo de tus ojos y que ahora, mirándome al espejo, yo trato de recuperar en los míos…

En tus brazos me hice mujer. Cuando te vi, aquella noche en el Museo, no tenías nombre. No sabía cómo llamarte.

– Llámame "Isla".

Reí. -Eso no es nombre. Es lugar.

– No -negaste con tu cabeza de bucles gruesos tan acariciables-. Es Utopía.

Dejé de reír. Interrogué.

– Es el lugar que no es.

Te pusiste serio.

– Es el lugar que debe ser.

Hasta susto me diste de tan `serio y hasta enojado, con tus dientes apretados.

– Yo haré que el lugar que no es sea el lugar que debe ser.

Utopía. Nunca había oído esa palabra. ¿De qué me asombro? Todo contigo era por primera vez, las palabras, las cosas, las ideas, el sexo, el amor… ¿Por qué habías escogido, entre la muchedumbre del Museo Marco, a una muchacha de diecinueve años sin experiencia, hija de familia modesta, sin trabajo, ansiosa de cultivarse, no demasiado fea pero no demasiado guapa? ¿Que viste en mí? ¿La compañera ideal para ir a esa isla feliz de tu imaginación? Yo, igual que la isla, ¿era algo por descubrir, algo por transformar, algo en lo que creer?

Me pusiste en las manos una novela mexicana del siglo pasado, escrita por Armando Ayala Anguiano, y me dijiste:

– Es el mejor título para ti y para mí y para todos, Dulce.

– Las ganas de creer -leí en voz alta lo que decía en la portada.

Las ganas de creer. A eso me invitaste, amor mío, a tener fe, y un día se lo dijiste al país entero desde una tribuna tan alta que mi mano ya no podía tocar la tuya:

– Hay que tener fe. Hay que devolverle la esperanza a México.

Es cuando te vi en todos los periódicos, en todos los noticiarios. Eras lo que entonces se llamaba "El Tapado". Vivías en las sombras esperando que un día te cegara el sol. Es cuando supe de una manera terrible, herida y salvada por la verdad, que serías más mío que nunca porque nunca serías del todo mío, porque te vi retratado con tu esposa y tus tres hijos, porque acepté el silencio, el secreto, no ser nadie en tu vida pública y ser todo en tu vida privada…

Tomás, amor mío, tú sabes que nunca me quejé, entendí cómo eran las cosas, nunca te pedí nada, no sólo me contenté sino que gocé nuestro amor más secreto que nunca, alejado de las tribunas, las fotografías, los discursos, gocé de tus confidencias porque supe que sólo a mí me las decías, quizá no entendí muy bien lo que te proponías, yo de política no entiendo, pero eras el candidato, querías hacer un poquito mejor al país, devolverle confianza a la gente, esperanza, confianza, eran tus palabras más repetidas.

Amantes secretos. Qué felicidad. No la cambiaría por nada. No hice cálculos, no me dije:

– Voy a pedirle que escoja entre su familia y yo.

Nunca se me ocurrió, Tomás, porque yo sabía que ser amantes desconocidos era lo mejor del mundo, que aunque no tuvieras familia y política, yo te querría igual, o mejor dicho, que te iba a querer igual hasta con familia y política. Tu posición, tu responsabilidad, sólo aumentaron mi inmenso amor hacia ti, mi goce de saberte mío, dueño de mi cuerpo y yo del tuyo, eso lo sabía como creer en Dios, tú y yo desnudos y unidos sin necesidad de explicar nada, todo tan inexplicable y gozoso como tu cuerpo dentro del mío…

Y ahora eso que fue mi placer es mi pena, mi terrible y profunda pena, Tomás. No tengo a quién dirigirme. La señora María del Rosario, que estuvo tan cerca de ti en la campaña, esa mujer por la que tanto hiciste subiéndola a eso que llamabas tu locomotora, no contesta mis cartas. Me lo explico. No sabe quién soy. Puedo ser una mentirosa, un engaño, una buscadora de publicidad… Y cuando quiero dirigirme a alguien más, tu sombra me detiene y me pide discreción, cautela, como si tú me protegieras, Tomás, como si me dijeras desde donde te halles,

– Dulce, deja las cosas en paz. No agites las aguas. Te lo digo por tu propio bien. No quiero que por mi culpa te vaya mal.

¿Tengo derecho, siquiera, mi amor, a escribirte a ti, a dejar sobre tu falsa tumba una carta de amor y desesperanza? ¿Puedo pedirle a Dios que interceda, que Él me revele la verdad, puesto que ningún ser humano me dirá nada? Dondequiera que estés, piensa cuántas veces nos oye Dios. Lleva la cuenta y verás que la respuesta es:

– Nunca. Ninguna.

Entonces se me ocurre una herejía, Tomás, y la repito aquí, tirada a los pies de tu sepulcro,

– Entonces, ¿cuántas veces nos toca a nosotros rescatar a Dios?

Porque he llegado, materialmente, al límite de mi resistencia. No voy a resignarme, mi amor. No voy a decirme,

– Tomás ha muerto. Resignación.

Mejor, paso las noches en vela diciéndome a mí misma,

– Si no tengo a nadie más que a Dios para oír mis preguntas y si Dios se queda callado, ¿qué debo hacer para provocar a Dios?

Tomás, amor mío. Devuélveme la vida. Tú me hiciste como soy. Era otra antes de ti. Quizá no era nadie antes de ti. En tus brazos me hice mujer. Ahora que no te tengo, me aguanto las lágrimas porque si lloro, ya sé que algo peor me va a pasar. El llanto le hace señas a la tristeza que todavía falta. Y a veces creo que todavía me falta mucha pena.

¿No habrá lugar de reposo?

Te quiero, te quiero, te recuerdo todo el tiempo.

Oigo boleros en las sinfonolas de las cafeterías (el radio y la televisión no funcionan, se venden muchos periódicos) y recuerdo nuestro amor contado por esas canciones tan lindas,

No me preguntes más, déjame imaginar

que no existe el pasado y que nacimos el mismo instante

en que nos conocimos…

Pero la música se desvanece cuando cruzo la reja del cementerio y leo la inscripción de la entrada:

DETENTE: AQUÍ LA ETERNIDAD EMPIEZA Y ES POLVO VIL LA MUNDANAL GRANDEZA

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